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Capítulo IV
«Quiero ir a Liubliana».
Carla
1
«Uno de los dos será despedido. El anuncio oficial se hará cuando termine el congreso», dijo
Kyriakos con vergüenza y preocupación fingida. Cuando Javier Cáceres desapareció mi relación
profesional con Mariana estaba sometida a una incómoda competencia. Kyriakos fue claro:
nuestros cargos eran un lastre. Unicef no tenía presupuesto para mantener puestos inútiles en sus
dependencias auxiliares. La decisión era irrevocable; después del congreso solo continuaría el
más fuerte. Corría el rumor, incluso, de que cerrarían el centro.
La tarde de la sentencia salimos a tomar un café tibio, malo, supuestamente colombiano.
Acordamos no competir. Decidimos enfocarnos en la organización del congreso y evitar que el
aviso de Kyriakos afectara nuestro rendimiento. Mariana aceptó. El armisticio, sin embargo,
quedó en mera forma. No sé cuándo comenzamos a discutir por asuntos insignificantes:
desperdicio de papel, fotocopias innecesarias, rigor en el horario. El anuncio sobre nuestro futuro
laboral fue el comienzo de la guerra fría, el inicio programático de las zancadillas.
2
«Liubliana», respondí sin convicción. Martín repitió la pregunta: «¿Cuál es la capital de
Eslovenia?». Alejandro me miró con indecisión. «¿Zagreb?», preguntó en voz baja. «No — tenía
muchas dudas—, es uno de esos países nuevos». Atilio, aburrido por la espera, fue a buscar otra
ronda de cervezas. Carnaval en La Guaira. Medianoche. El golpe de un trueno sacudió las
ventanas del apartamento. La luz titiló. Carlita apareció de repente. «Alo, tengo miedo». Silvia, la
prima de los Ramírez, caminó hasta el balcón para evaluar la ferocidad del aguacero. La brisa
hacía temblar las ventanas pero, a pesar de la sucesión ininterrumpida de relámpagos, no llovía.