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estabilidad laboral, a los beneficios como estudiante extranjero. Todo un formato clásico de
mundo adulto se fue a la mierda. Mariana corrió con la misma suerte aunque comparativamente su
situación era peor. Elena, mi esposa, era hija de portugueses lo que me convertía en una especie
de europeo adjunto. Mariana, por su parte, era un elemento odioso: ella era una extranjera.
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La Nena privada, asunto que Isabel nunca comprendió, no sabía ser madre. Su comida, por
ejemplo, era un desastre. Desde niño he tenido una dieta alta en grasas y carbohidratos. Siempre
he sido un tipo flaco. Antes del infarto tenía la idea de que era un hombre saludable. Isabel nunca
le perdonó a la Nena la destrucción irresponsable de su metabolismo. Mi hermana siempre fue una
persona difícil, introvertida. La vana aspiración a la belleza le destruyó el carácter. La tensión con
la Nena la convirtió en una mujer acomplejada. Isabel nunca tuvo la madurez suficiente para
aceptarse como la hija gorda y fea de la Nena Guerrero. Isa, en realidad, no era fea pero al lado
de la Nena carecía de gracia, de luz natural. Siempre mantuvieron una absurda relación de
competencia. El instinto de supervivencia me hacía permanecer al margen. No sabían hablar. Sus
discusiones parecían griterías de carajitos. Isabel se fue de la casa cuando cumplió veinte años.
Se empató con un hippie y se mudó a Valencia. Años más tarde regresó a Caracas y decidió
estudiar Biología en la UCV; vivía con unas amigas por los lados de La California. No recuerdo
cuándo se graduó, solo sé que en 2005 se mudó a Vancouver donde se casó con un canadiense. La
última vez que hablé con ella me contó que hacía un doctorado en la Universidad de British
Columbia. Ella y la Nena rompieron relaciones. Públicamente, Mercedes Guerrero decía que yo
era su único hijo. Isabel es solo un microcuento; su presencia en mi vida ha sido insignificante.
Aunque en teoría tengo dos sobrinos, tengo la convicción de que mi hermana no existe.
Una de las más extrañas manías de Mercedes Guerrero eran las ceremonias de los jueves. En
esos días el 14B, un vulgar apartamento de la calle Marco Antonio Saluzzo, se convertía en una
sala de palacio. Los jueves en la noche tenían lugar las fiestas galantes. El Inírida, entonces, se
llenaba de falsos aristócratas. La memoria bosteza y siente vergüenza. Las amigas de Mercedes,
incluso de noche, solían llevar pamelas y abanicos. Algunas, las más prepotentes, fumaban con
boquilla e incluían slangs franceses en su engolado dialecto. Los hombres eran geriátricos
esperpentos que ostentaban su clase con habanos miameros y whisky añejo. Todos, tras el segundo
trago, procuraban impresionar a la Nena con declamaciones horrendas. Aquellos días, la Nena me
obligaba a vestirme como un muchacho decente; debía meterme la camisa por dentro, combinar el
color de la correa con el de los zapatos y reír los chistes sin gracia del comediante de turno. El
concepto de alta cultura al que durante muchos años me sometió la Nena, me llevó a pensar que
los huevos de codorniz con salsa rosada y los platos Selva repletos de Pepito eran un signo de
distinción irrevocable.
El 14B también era un espacio de tabúes. Uno de los asuntos sobre los que mi hermana y yo no
teníamos derecho a pronunciarnos era, entre otros, la ausencia de padre. Al referir este tema
Mercedes era clara: Isa y yo no teníamos papá. Fin de la cita. Generación espontánea, fertilización
in vitro, hijos naturales, divina/maldita concepción, cualquier posibilidad era legítima. La máxima
era irrefutable: mi papá nunca existió. Muchos años después, semanas antes del colapso, pude
hablar con la Nena sobre esta rara ausencia. A su manera, me dijo la verdad: «Tu papá era un