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Liubliana - Eduardo Sanchez Rugeles

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VI

«No te preocupes, sé que eres de los raros».

El Diablito

1

«Soy homosexual, Gabriel —había dicho Javier tras una reunión en la sede de la OIJ—. ¿Tenés

algún problema con eso?». «No», respondí impasible. Desayunábamos. Hablábamos mal de

Kyriakos. Su confesión, en principio, me sorprendió. No parecía homosexual; él era, como diría

Atilio, un marico serio. Javier solía ser muy crítico con el discurso apologético y libertario de los

géneros. Ese punto de vista, en parte, motivó sus desencuentros con Mariana. Él odiaba la

posición de las locas, el exhibicionismo del gusto, el gay parade; decía que era legítimo y digno

enamorarse de otro hombre sin la necesidad de hacer el ridículo. Tampoco le gustaba la palabra

minoría; decía que todo aquello no era más que un artificio político con el que pretendían

enriquecerse los maricones más ambiciosos. «Una cosa es ser marica y otra ser maricón, Gabriel

—comentaba con más confianza—. Y te puedo decir que en este mundo hay muchos infelices que

utilizan sus preferencias sexuales como una minusvalía». Todo lo que Mariana admiraba y

exportaba era condenado por Javier. El yonqui Pablo, por ejemplo, artista plástico vecino de la

oficina, era a los ojos de Mariana un pintor incomprendido cuya propuesta se fundaba en la

transgresión y la construcción de una nueva identidad; para Javier era un vulgar comediante, un

pintor de brocha gorda, drogadicto y mediocre. Durante los años que trabajamos juntos solo tuve

tres o cuatro conversaciones con Javier. Tenía un sentido del humor lacerante, desengañado. Sabía

reconocer a distancia a los altruistas de sofá, a los ecologistas de Discovery. Él era el mejor

interlocutor en las cenas de buena voluntad que, en Navidad o Año Nuevo, convidaba la gente de

Unicef. Fue justamente en una de esas reuniones donde conocí a su amigo el Diablito.

El Diablito era una loca, una drag queen que, me enteré entonces, tenía un espectáculo nudista

en algún agujero de Chueca. No eran pareja pero a primera vista se intuía el interés común, el

coqueteo. Aquel amigo estrafalario refutaba muchas de sus objeciones. A su lado, Javier parecía

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