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Liubliana - Eduardo Sanchez Rugeles

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social orientado a la inserción de mujeres indígenas de la zona del Chaco en espacios urbanos. No

recuerdo exactamente cuándo recibimos la llamada de la profesora Irene Massa ofreciéndonos un

trabajo conjunto, la administración de una ONG, algo ligado a un centro de asistencia social. Fue

ella, nuestra tutora, quien nos puso en contacto con Alexandre Kyriakos.

4

«Coño, qué ladilla esta carajita», dijo Fedor en voz baja. Obstinado, hizo un gesto a Martín para

que leyera la respuesta. Carla continuó con su interrogatorio. «Carla, por favor, anda a dormir,

deja la ladilla», ordenó Silvia. «No tengo sueño», respondió con antipatía. «Sí —leyó Martín—,

Liubliana». Alo se sorprendió. «Ni idea —dijo bajito—, pensaba que era Zagreb». «Quiero ir a

Liubliana», dijo Carla. Afilio lanzó los dados: cuatro y tres. Fedor, aburridísimo, tomó las fichas

y avanzó. «¡Quiero ir a Liubliana!», repitió Carla. «¡Quiero ir a Liubliana!», gritó Atilio

burlándose. Luego, improvisando un dejo margariteño, agregó: «Anda a dormir, muchacha’er

diablo, ¿no te das cuenta de que eres una ladilla?». Comenzó el escándalo. Carla insultó a Atilio

con invectivas coloquiales: gordo de mierda, compota’e pollo, camión de carne, etc. Atilio le

seguía la corriente, respondía con frases cortas e hirientes. La mesa se transformó en un campo de

guerra. «Mira, Carlita, se te olvidó echarte el protector solar. Ahora te vas a quedar negra para

siempre», agregó Fedor con semblante serio, masticando la risa. Error. Trifulca. Llanto. Más

insultos. «¡Carla, ya!», reclamó Alejandro. Atilio y Fedor continuaban con el chalequeo. Silvia se

reía con estruendo. Carla no paraba de llorar. «Coño, ya, Atilio. No la jodas. Déjala tranquila»,

dije buscando el armisticio. La niña, entonces, batuqueó la mesa. Las botellas de cerveza rodaron

sobre el tablero. «¡Te vas!», gritó Alejandro levantándose. La cargó por la cintura y se la montó

sobre el hombro. Carla pataleó, chilló, insultó al Gordo. «Yo ya me ladillé», dijo Fedor

colocando servilletas sobre los charcos de cerveza. Silvia aprovechó la interrupción para

besarme en la boca; fue un beso breve, con media lengua. «Te espero en el cuarto», me dijo al

oído. El Gordo me hizo un gesto ordinario. Los gritos de Carla se escuchaban por toda la casa.

Fedor salió al balcón. Martín fue el único que permaneció en la sala; distraído, limpiaba la mesa,

sacudía el tablero y leía las preguntas que se habían quedado sin formular. Entré al cuarto de

baño. Sentí vértigo. Los padres de Alo estaban en una fiesta en el Macuto Sheraton, dijeron que

regresarían tarde. El futuro inmediato anunciaba grandes cambios: aquella noche perdería la

virginidad.

5

La ONG, institución sin nombre, era una pequeña oficina ubicada en un recoveco de la calle

Bravo Murillo. Las instalaciones eran rudimentarias; parecía un edificio abandonado. Nosotros

éramos los responsables de administrar el trabajo sucio, la letra pequeña de las grandes

proclamas, lo abyecto visible, las fotografías vetadas en los trípticos. La oficina como tal quedaba

en un segundo piso. La primera planta, administrada por Vero, correspondía a un centro de ayuda y

asesoramiento para mujeres maltratadas; aunque, en realidad, la cuestión genérica no pasaba de

ser un simple letrero. Por el lugar deambulaban ancianos de ambos sexos perdidos y abandonados,

niños drogados, adolescentes embarazadas e indigentes de vocación.

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