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Diez años después, María Fernanda apareció por Facebook. La encontré en el buscador alguna
madrugada sin oficio. Solicité su amistad e inmediatamente me aceptó. Supe que había estudiado
Psicología, que se había casado y que vivía en Caracas. Las fotos dejaban ver un detalle
importante: estaba buenísima. Aquel reencuentro también ocurrió en los tiempos del máster,
durante las reuniones insoportables con el ala reaccionaria de la Fundación Carolina. «Hola Mari,
cómo estás, qué es de tu vida, vivo en Madrid, bla, bla, bla». Escribí tonterías clásicas siguiendo
el manual de los seductores de areperas. Me respondió dos días más tarde. Me dio su dirección de
Messenger, me dijo que le gustaría mucho chatear conmigo. Supe que un año atrás había terminado
una especialización en Fráncfort, en Psicología Cognitiva o algo parecido. No suelo chatear,
nunca me ha gustado chatear (el caso de Silvia fue puntual y coordinado según un acuerdo previo).
Alguna madrugada, luego de espiar un par de fotos, la incluí en la breve lista de contactos de una
dirección vieja. Estaba conectada. «Hola, Mari», dije sin grandes expectativas. Pensé que todo
quedaría en un saludo convencional, que le diría dos pendejadas y que luego me iría a dormir.
«Hola», escribió. Ocurrió, entonces, algo muy extraño. Tenía más de diez años sin saber de ella,
sin hablarle, sin haber intercambiado una sola palabra. Se suponía que nuestra primera charla
debía estar coordinada por cierta cortesía, por un tacto polite. Sin embargo, la segunda línea me
descolocó. La releí con atención y, antes de responderle, fui a la nevera a buscar una cerveza.
Messenger. María Fernanda dice: «Siempre me acuerdo de que tú fuiste el primer carajo que me
chupó las tetas».
Dos meses más tarde, María Fernanda me escribió un mensaje privado. Necesitaba mi ayuda.
Debía pasar una noche en Madrid. Estaba en Caracas, tenía que ir a Alemania a retirar sus
credenciales de estudios universitarios pero el regreso a Venezuela, por supuesta torpeza de la
aerolínea, solo consiguió hacerlo a través de España. Llegaría a Madrid al mediodía de un martes
y saldría para Caracas en la mañana del miércoles. Me pidió que por favor la ayudara a ubicar un
buen hotel ya que ella no conocía la ciudad. «Pero, ¿quieres conocer Madrid? —pregunté con
amabilidad taimada—. ¿Quieres algo cerca de la Gran Vía, del Paseo La Castellana?». «La
verdad, no —respondió en un e-mail breve—. Solo quiero descansar. Preferiría algo cerca del
aeropuerto». Busqué el link de un N H en Barajas y se lo mandé. Respondió en el acto: «A las tres
de la tarde del martes te quiero en mi hotel».
¡Elena! ¿Qué contarle a Elena? En aquel tiempo yo tenía clases en la mañana y por lo general
llegaba a la casa después de almuerzo. La rutina de seminarios y reuniones con diversas ONG no
era algo cotidiano por lo que no se me ocurrió utilizar como coartada compromisos filantrópicos.
El domingo previo, durante un partido del Atlético, tuve la solución: Fedor. Bajé a comprar pan y
lo llamé: «Bicho, llama pa’ la casa». «¿Qué?». «Haz lo que te digo. Llama pa’ la casa». «Coño, tú
sí eres ladilla». Fui a comprar pan, me tomé un café con paciencia y regresé. «Gabriel, te llamó
Fedor», me dijo Elena. Leía el periódico y se tomaba un té. «Coño, qué querrá esa rata», respondí
en voz baja. Me senté al lado de Elena y lo llamé desde el teléfono fijo. «¿Qué pasó, bicho?».
Fedor no respondió. Improvisé con amagos teatrales el resto de la plática. «¿Mañana? Dale, pues.
¿A qué hora? Coño, qué ladilla esa gente; bueno quédate tranquilo. Hagamos algo: mañana nos
vemos antes del partido y lo comentamos. ¿Te parece?». El Fedor real, desde las primeras
palabras, había trancado el teléfono. «¿Qué pasó?», me preguntó Elena antes de besarme la
cabeza. «Nada, el güevón este tuvo un problema en el trabajo. Cree que lo van a botar. Me dijo
para ver mañana el partido en un bar y hablar paja». «¿Quién juega?». «Champions, Chelsea-