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Liubliana - Eduardo Sanchez Rugeles

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Diez años después, María Fernanda apareció por Facebook. La encontré en el buscador alguna

madrugada sin oficio. Solicité su amistad e inmediatamente me aceptó. Supe que había estudiado

Psicología, que se había casado y que vivía en Caracas. Las fotos dejaban ver un detalle

importante: estaba buenísima. Aquel reencuentro también ocurrió en los tiempos del máster,

durante las reuniones insoportables con el ala reaccionaria de la Fundación Carolina. «Hola Mari,

cómo estás, qué es de tu vida, vivo en Madrid, bla, bla, bla». Escribí tonterías clásicas siguiendo

el manual de los seductores de areperas. Me respondió dos días más tarde. Me dio su dirección de

Messenger, me dijo que le gustaría mucho chatear conmigo. Supe que un año atrás había terminado

una especialización en Fráncfort, en Psicología Cognitiva o algo parecido. No suelo chatear,

nunca me ha gustado chatear (el caso de Silvia fue puntual y coordinado según un acuerdo previo).

Alguna madrugada, luego de espiar un par de fotos, la incluí en la breve lista de contactos de una

dirección vieja. Estaba conectada. «Hola, Mari», dije sin grandes expectativas. Pensé que todo

quedaría en un saludo convencional, que le diría dos pendejadas y que luego me iría a dormir.

«Hola», escribió. Ocurrió, entonces, algo muy extraño. Tenía más de diez años sin saber de ella,

sin hablarle, sin haber intercambiado una sola palabra. Se suponía que nuestra primera charla

debía estar coordinada por cierta cortesía, por un tacto polite. Sin embargo, la segunda línea me

descolocó. La releí con atención y, antes de responderle, fui a la nevera a buscar una cerveza.

Messenger. María Fernanda dice: «Siempre me acuerdo de que tú fuiste el primer carajo que me

chupó las tetas».

Dos meses más tarde, María Fernanda me escribió un mensaje privado. Necesitaba mi ayuda.

Debía pasar una noche en Madrid. Estaba en Caracas, tenía que ir a Alemania a retirar sus

credenciales de estudios universitarios pero el regreso a Venezuela, por supuesta torpeza de la

aerolínea, solo consiguió hacerlo a través de España. Llegaría a Madrid al mediodía de un martes

y saldría para Caracas en la mañana del miércoles. Me pidió que por favor la ayudara a ubicar un

buen hotel ya que ella no conocía la ciudad. «Pero, ¿quieres conocer Madrid? —pregunté con

amabilidad taimada—. ¿Quieres algo cerca de la Gran Vía, del Paseo La Castellana?». «La

verdad, no —respondió en un e-mail breve—. Solo quiero descansar. Preferiría algo cerca del

aeropuerto». Busqué el link de un N H en Barajas y se lo mandé. Respondió en el acto: «A las tres

de la tarde del martes te quiero en mi hotel».

¡Elena! ¿Qué contarle a Elena? En aquel tiempo yo tenía clases en la mañana y por lo general

llegaba a la casa después de almuerzo. La rutina de seminarios y reuniones con diversas ONG no

era algo cotidiano por lo que no se me ocurrió utilizar como coartada compromisos filantrópicos.

El domingo previo, durante un partido del Atlético, tuve la solución: Fedor. Bajé a comprar pan y

lo llamé: «Bicho, llama pa’ la casa». «¿Qué?». «Haz lo que te digo. Llama pa’ la casa». «Coño, tú

sí eres ladilla». Fui a comprar pan, me tomé un café con paciencia y regresé. «Gabriel, te llamó

Fedor», me dijo Elena. Leía el periódico y se tomaba un té. «Coño, qué querrá esa rata», respondí

en voz baja. Me senté al lado de Elena y lo llamé desde el teléfono fijo. «¿Qué pasó, bicho?».

Fedor no respondió. Improvisé con amagos teatrales el resto de la plática. «¿Mañana? Dale, pues.

¿A qué hora? Coño, qué ladilla esa gente; bueno quédate tranquilo. Hagamos algo: mañana nos

vemos antes del partido y lo comentamos. ¿Te parece?». El Fedor real, desde las primeras

palabras, había trancado el teléfono. «¿Qué pasó?», me preguntó Elena antes de besarme la

cabeza. «Nada, el güevón este tuvo un problema en el trabajo. Cree que lo van a botar. Me dijo

para ver mañana el partido en un bar y hablar paja». «¿Quién juega?». «Champions, Chelsea-

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