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sucesión de poetastros que se montaban en la tarima para recitar eslóganes de comerciales de los
años ochenta y noventa. Una de las muchachas comentó que en cualquier momento comenzaría un
ingenioso espectáculo nudista. El Diablito seguía sin aparecer. «¿A qué hora vienes?», insistía
Elena. No respondí. Los poetas publicistas continuaron con el espectáculo. Una doña mayor,
autodenominada Rafaela Cadenas, cantó: «Me levantan de la cama / no me puedo parar / a llevar a
mis hermanos a comprar / al carro todos / que van a salir a buscar la ropa que van a elegir —y
con una entonación trágica, con la mano en el pecho, continuaba— B-A-M-B-I-N-O, Bambino. /
La pinta, la moda, mucha calidad / y los zapatos Bambino / qué nota nos dan —sensación de
derrota, acento trágico—. Qué chica tan preciosa / para dónde irá / y ella muy coqueta, voltea y
me contesta /B-A-M-B-I-N-O, fino, fino, con Bambino». Aplausos efusivos. ¡Maldita sea!
¿Dónde me metí? Madrid es una ciudad extraña. Una de sus más curiosas particularidades es la
capacidad de albergar en una misma cuadra espacios de abstracción extrema como aquel llamado
Club de los Poetas Publicistas. Si alguien me lo hubiera contado no lo habría creído. Sin embargo,
debo decir que tuve la oportunidad de presenciar en primera fila aquel extraño recital de cuñas,
de recuerdos infaustos, de memoria mediocre y mal hecha pero, sin duda, exclusiva. El barman me
pasó un papel; el Diablito llegaría en menos de una hora. El club, poco a poco, se llenó de
venezolanos, muchos venezolanos. Durante la espera, recordé una clase del máster en la
Complutense, alguna exposición sobre los exilios contemporáneos. Mi memoria, entre humo y
fanfarrias de Cada, Central Madeirense y Cerámicas Carabobo, visualizó láminas de PowerPoint
en las que se comparaba el exilio venezolano de 1995 con el de 2009. La diferencia era radical.
Un tal Gilbert Correa recitó: «Tu mirada me vuelve loco / para verte solo quiero verte así». En
1995, Venezuela solo era parte de un lote migratorio, un país más perdido en un bojote, un
porcentaje del conjunto. «Tu mirada me enamora / con estilo y variedad frente a mí». Para 2009
habíamos alcanzado la tercera plaza. Oro: Ecuador, plata: República Dominicana y luego, lejos,
muy lejos, fuera del lote impreciso de los errantes latinoamericanos, ostentábamos el orgullo del
bronce. «Tu mirada, solo tú / lo mejor... ante mis ojos eres tú». Diez minutos después comenzó el
show nudista: cubierto con una toalla, arrastrando una aspiradora por el escenario, apareció el
amigo Electrolux.
El Diablito llegó a la medianoche, tenía una capa negra. Sostenía en sus manos un paquete de
colmillos de plástico. «¿Qué clase de hueco es este? No puedo creer que esta vaina exista»,
comenté. Para entonces, ya había terminado el desnudo artístico del electricista. No sé qué
respondió. No quise perder tiempo. «Háblame de Javi». «¿Qué quieres saber?». «¿Sigues
pensando que le pasó algo? ¿Crees que no se suicidó?». «No lo sé», dijo pausadamente. Ordenó
un cosmopolitan. «¿Ustedes eran novios?», pregunté. «No —dijo—. Salimos varias veces pero no
éramos novios. Él tenía su pareja desde hace muchos años. Un viejo que vive por el metro de
Bilbao. David no sé qué, yo no lo conozco. Aunque, durante las últimas semanas, Javi estuvo
viviendo en mi casa». «Me contaste algo sobre el trabajo. Dijiste que él estaba preocupado por
algún asunto». El Diablito asintió. «¿Vienes a mi casa? —preguntó de repente. Notó mi
incomodidad. Luego se burló—. No te preocupes, sé que eres de los raros. No voy a abusar de ti,
Gabriel. No te voy a hacer daño». No sabía si reírme o tirarle un coñazo por prudencia. El
machismo sociológico es una herencia fuerte. Nada más imaginar que Atilio o Fedor pudieran
verme en el Club de los Poetas Publicistas me generaba sendas arcadas de vergüenza. Inmerso en
mis prejuicios no le respondí. «Hay algunas cosas en la computadora, cosas que no entiendo,