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Liubliana - Eduardo Sanchez Rugeles

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sucesión de poetastros que se montaban en la tarima para recitar eslóganes de comerciales de los

años ochenta y noventa. Una de las muchachas comentó que en cualquier momento comenzaría un

ingenioso espectáculo nudista. El Diablito seguía sin aparecer. «¿A qué hora vienes?», insistía

Elena. No respondí. Los poetas publicistas continuaron con el espectáculo. Una doña mayor,

autodenominada Rafaela Cadenas, cantó: «Me levantan de la cama / no me puedo parar / a llevar a

mis hermanos a comprar / al carro todos / que van a salir a buscar la ropa que van a elegir —y

con una entonación trágica, con la mano en el pecho, continuaba— B-A-M-B-I-N-O, Bambino. /

La pinta, la moda, mucha calidad / y los zapatos Bambino / qué nota nos dan —sensación de

derrota, acento trágico—. Qué chica tan preciosa / para dónde irá / y ella muy coqueta, voltea y

me contesta /B-A-M-B-I-N-O, fino, fino, con Bambino». Aplausos efusivos. ¡Maldita sea!

¿Dónde me metí? Madrid es una ciudad extraña. Una de sus más curiosas particularidades es la

capacidad de albergar en una misma cuadra espacios de abstracción extrema como aquel llamado

Club de los Poetas Publicistas. Si alguien me lo hubiera contado no lo habría creído. Sin embargo,

debo decir que tuve la oportunidad de presenciar en primera fila aquel extraño recital de cuñas,

de recuerdos infaustos, de memoria mediocre y mal hecha pero, sin duda, exclusiva. El barman me

pasó un papel; el Diablito llegaría en menos de una hora. El club, poco a poco, se llenó de

venezolanos, muchos venezolanos. Durante la espera, recordé una clase del máster en la

Complutense, alguna exposición sobre los exilios contemporáneos. Mi memoria, entre humo y

fanfarrias de Cada, Central Madeirense y Cerámicas Carabobo, visualizó láminas de PowerPoint

en las que se comparaba el exilio venezolano de 1995 con el de 2009. La diferencia era radical.

Un tal Gilbert Correa recitó: «Tu mirada me vuelve loco / para verte solo quiero verte así». En

1995, Venezuela solo era parte de un lote migratorio, un país más perdido en un bojote, un

porcentaje del conjunto. «Tu mirada me enamora / con estilo y variedad frente a mí». Para 2009

habíamos alcanzado la tercera plaza. Oro: Ecuador, plata: República Dominicana y luego, lejos,

muy lejos, fuera del lote impreciso de los errantes latinoamericanos, ostentábamos el orgullo del

bronce. «Tu mirada, solo tú / lo mejor... ante mis ojos eres tú». Diez minutos después comenzó el

show nudista: cubierto con una toalla, arrastrando una aspiradora por el escenario, apareció el

amigo Electrolux.

El Diablito llegó a la medianoche, tenía una capa negra. Sostenía en sus manos un paquete de

colmillos de plástico. «¿Qué clase de hueco es este? No puedo creer que esta vaina exista»,

comenté. Para entonces, ya había terminado el desnudo artístico del electricista. No sé qué

respondió. No quise perder tiempo. «Háblame de Javi». «¿Qué quieres saber?». «¿Sigues

pensando que le pasó algo? ¿Crees que no se suicidó?». «No lo sé», dijo pausadamente. Ordenó

un cosmopolitan. «¿Ustedes eran novios?», pregunté. «No —dijo—. Salimos varias veces pero no

éramos novios. Él tenía su pareja desde hace muchos años. Un viejo que vive por el metro de

Bilbao. David no sé qué, yo no lo conozco. Aunque, durante las últimas semanas, Javi estuvo

viviendo en mi casa». «Me contaste algo sobre el trabajo. Dijiste que él estaba preocupado por

algún asunto». El Diablito asintió. «¿Vienes a mi casa? —preguntó de repente. Notó mi

incomodidad. Luego se burló—. No te preocupes, sé que eres de los raros. No voy a abusar de ti,

Gabriel. No te voy a hacer daño». No sabía si reírme o tirarle un coñazo por prudencia. El

machismo sociológico es una herencia fuerte. Nada más imaginar que Atilio o Fedor pudieran

verme en el Club de los Poetas Publicistas me generaba sendas arcadas de vergüenza. Inmerso en

mis prejuicios no le respondí. «Hay algunas cosas en la computadora, cosas que no entiendo,

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