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Liubliana - Eduardo Sanchez Rugeles

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peruanos, al otro lado de la vía, lo habían cambiado de acera. Los peruanitos, los hijos de la

señora María, se habían convertido en saludables adolescentes. Inicié, entonces, una revisión

mortificada e hiriente de todo lo que había pasado en mi Santa Mónica conversa, en el viejo

barrio violado por el tiempo. Caí en cuenta de que mi calle, la Marco Antonio Saluzzo, había sido

protegida por dos casetas de vigilancia: una arriba, a la vera del Kalmar, y otra abajo, en la

entrada del Caura. Todos los vecinos hablaban con temor de la inseguridad. Se decía con estupor

que la instalación del terminal de La Bandera en la frontera sur, más temprano que tarde,

convertiría a Santa Mónica en una fábrica de putas y malandros. Las viejas farmacias cambiaron

de nombre. Todas alternativamente pasaron a llamarse Farmatodo y Farmahorro. En esos días, la

ranchera verde de Enrique Vivancos se accidentó en la puerta de su casa, nunca más encendió; se

quedó varada para siempre. El viejo transporte se llenó de polvo y pintas incendiarias talladas en

los cristales. La avenida Principal (la Arturo Michelena) se convirtió en una parodia de Las

Mercedes. Comercios luminosos se apropiaron las calles: panaderías, clínicas, licorerías,

restaurantes, areperas, talleres mecánicos. Recuerdo que en la calle anterior al Cristo Rey

comenzó a funcionar un colegio pequeño, una casa de ladrillo sobre la que apenas podía leerse el

nombre de Paul Harris. Y así todo, Santa Mónica y Caracas, en una especie de aceleración

irresponsable, se convirtió en improvisado vertedero, en un nuevo relleno sanitario. Nunca vi la

transformación de mi barrio. De la misma manera, ausente en los compromisos universitarios,

distraído en los labios de Elena, me perdí la transformación de la niña más hermosa del mundo.

Carla Valeria también se convirtió en una extraña.

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Tras el terremoto de Haití, Andrea Savard había denunciado el caso de New Life Children’s

Refuge: Laura Silsby, ministra de una iglesia norteamericana (líder de una agrupación de

misioneros bautistas), fue detenida en la localidad de Malpasse bajo el cargo de tráfico humano.

El escándalo hacía referencia a la compra-venta de treinta y tres menores de edad abandonados en

los hospitales de Puerto Príncipe. Las discusiones en torno a las manipulaciones ético-jurídicas

llevadas a cabo por algunas ONG dieron lugar a controversiales debates de prensa. La defensa de

Silsby argumentó que los niños no habían sido robados sino adoptados por New Life Children’s

Refuge con la finalidad de insertarlos en un programa de adopción internacional. La ONG,

amparada en el Convenio de la Haya para la Protección de la Infancia, solo había actuado como

organismo mediador. Su objetivo, subrayaban los abogados, siempre había sido la felicidad de los

huérfanos. Instituciones filantrópicas y activistas de oficio tomaron posición. Algunos periodistas,

basados en testimonios anónimos, mostraron cómo Malpasse, puesto fronterizo entre Haití y

República Dominicana, se había convertido en el principal establecimiento de tráfico humano del

mundo. El terremoto fue el principal promotor de estos altruistas chimbos. Las investigaciones

sacaron a la luz una extensa red de esclavitudes modernas que se extendía hasta El Salvador,

Panamá, México y Estados Unidos.

Andrea Savard también había investigado el caso de El Arca de Zoé, en Chad. Una ONG

francesa, apelando al mito del bienestar, fue denunciada por robar menores africanos con el fin de

venderlos en el mercado europeo. El sueño, poco a poco, venció al entusiasmo lector. Revisé, en

ventanas simultáneas, centenares de páginas webs. Solo leí titulares, enlaces breves, recuadros.

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