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solía decir el Gordo. María Fernanda gritaba hasta el delirio. ¡No puedo creer que me esté
cogiendo a esta jeva!, insistía prepotente mi soliloquio macho. De repente, abrió los ojos. Me
miró con las pupilas estrábicas. Retomó la respiración natural, acercó su rostro a mi oreja y
preguntó: «¿Qué se siente cogerse a la mujer de un chavista?». Loca, pensé. Dudé por segundos.
Me limité a hacer mi trabajo, a enfocarme en el tacto, en el sudor de su pecho falso, en los sonidos
y de ser necesario a evocar el perfil del comediante Pepeto López. Y así, repentinamente, me
encontré con su orgasmo. Elena no tenía orgasmos. María Fernanda se masticó el labio inferior
hasta destrozarlo, los muslos le temblaban. Salivaba, gemía y decía groserías en alemán. Sabía
que si alcanzaba a darle tres estocadas más podría matarla de un ataque de asfixia. Una tras otra,
logré golpearla con fuerza. Primera estocada. «¡Dios!», gritó. Segunda estocada: «¡Sigue, sigue!».
Y... no sé, fue algo que pasó de repente, ni siquiera lo pensé; fue una pendejada que ocurrió y que,
hasta el día de hoy, no sabría decir muy bien por qué la hice. Ella esperaba el último golpe, estaba
al borde de la muerte; sin embargo, preferí quedarme en la orilla. Acerqué mi rostro y, bajito,
susurré: «Dime que Chávez es un maldito». Respiró con dificultad. Repetí, entonces, mi solicitud:
«¡Dime que Chávez es un maldito!». Cuatro segundos trágicos. «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!». «¡Dilo!». «Es un
maldito, sí. ¡Sí! Maldito, hijo’e puta, coño’e madre, etc». Solo entonces retomé la cuestión
práctica. Veinte segundos después me olvidé de la cara de Pepeto. Todo terminó. Pasaron diez
minutos, más o menos. «Quiero otro, ven», dijo ansiosa. Y así hasta la medianoche. Antes de
regresar a la casa entré a un bar para ver cómo había quedado el partido en Stanford Bridge. Supe
que Andrés Iniesta había hecho un gol impresionante. El Barcelona sería finalista. Cuando llegué a
la casa Elena estaba dormida. Me bañé y me acosté con la conciencia tranquila. «¡Cuando vayas a
Caracas, llámame!», había dicho al despedirse. «Sí, sí, seguro», mentí. Nunca más volví a verla.
A las dos semanas me sacó de Facebook.
6
El Ávila se desplomó, citaban los rumores. La imaginación, amarillista y hostil, hacía más difícil
la espera. Antes del amanecer se corrió la voz: centenares de muertos, desaparecidos; también se
dijo que los grupos de damnificados estaban siendo apiñados en El Poliedro. El apartamento de
los Ramírez se había convertido en el centro de comunicaciones del Inírida. Las señoras Gloria y
Rosaura rezaban en silencio. La Nena Guerrero y Enrique Vivancos buscaban la verdad en los
reportajes de Globovisión. Las decisiones se tomaron sobre la marcha, sin concierto. Entre gritos,
se decidió explorar un controvertido itinerario: Poliedro, Parque Naciones Unidas, La Carlota y la
morgue. El señor Ramírez había perdido los nervios; delante de todo el mundo insultó a la señora
Lili porque no encontraba las llaves del carro. Yo hablaba por teléfono con la gorda Alicia, mi
amiga del colegio. Muchos amigos comunes se habían ido a la playa ese fin de semana. Había
elecciones de algo (la constitución, la constituyente, algún referéndum). El nuevo gobierno,
instalado en febrero de ese año, impuso un régimen sucesivo de consultas electoreras que se
mantuvo durante mucho tiempo; todos los años había elecciones por cualquier cosa. Ninguno de
nosotros votó. Yo nunca había votado. En aquel tiempo lo normal, e incluso civilizado, era no
participar en esas pendejadas. La cuestión política, y la obligatoria suspensión de clases impuesta
por el Plan República para el fin de semana, motivó el éxodo masivo. Nadie se preocupó por la
lluvia. Ya dejaría de llover, se dijo la mayoría. Fue difícil asimilar que La Guaira que habíamos