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Liubliana - Eduardo Sanchez Rugeles

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Limón, un río aragüeño que se desbordó a finales de los años ochenta. Nunca encontraron el

cuerpo. El carro, sin embargo, un Fairlane 500 color terracota, apareció abandonado y podrido en

una zanja del Parque Nacional Henri Pittier. Años después, en medio de un aguacero caraqueño,

Vivancos me contó que había visto a una persona muy parecida a su hijo en la entrada del Asia, el

restaurante chino de la Principal. Luego, palpándome el hombro, me dijo: «Aunque no creo que

haya sido él —los ojos se le enredaban en el tiempo—. Luisito ahora debe tener, por lo menos,

cuarenta años. Y la persona que vi en el Asia era un muchacho de veinte».

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Elena se convirtió en otra persona. En principio, pensé que podríamos esperar, intentarlo más

adelante. Tenía la convicción de que el tiempo la ayudaría a salir de su infierno. Elena no lo vio

así. Se atiborró de médicos: nuevos ginecólogos, obstetras, psiquiatras, especialistas en fertilidad,

nutricionistas, etc. Solo hablaba de tratamientos, medicinas, dietas, de páginas webs esotéricas

que recomendaban caldos asquerosos. Y así, de un día para otro, sin remordimientos, me ladillé.

La última vez que hicimos el amor fue un día miércoles en el que, según el calendario de su

ginecóloga, los óvulos daban una fiesta rave. La erección fue tibia, blanda. El erotismo se

transformó en insoportable escatología. Su saliva, de repente, comenzó a provocarme alergia. Las

pecas de su espalda tomaron la impertinencia de la ropa sucia. Todo lo que tenía que ver con

Elena se convirtió en algo abyecto: la toalla húmeda, el cepillo de dientes, los cabellos sobre la

almohada. Comenzamos imperceptiblemente a compartir un único sentimiento: el asco. La calle,

sin embargo, era testigo del romance perfecto. Ramiro y Adriana decían que éramos la pareja

ideal, el matrimonio del nuevo milenio. Adriana, publicista egresada del Nuevas Profesiones,

siempre fue aficionada a redactar eslóganes mediocres.

No sé cómo sucedió. No sé quién tuvo la culpa. No sé si hay culpables. El cansancio era

irreversible. Tardé mucho tiempo en asimilar su desidia. Mis taimados intentos por tocarla

parecían molestarla. Siempre había una razón para esquivar el tacto, siempre había un mañana, un

esta tarde, un estoy cansada, un el lunes estaré fértil. Cuando cedía a mis impulsos de

madrugada, parecía abrir las piernas con repulsión y flojera. Su vientre estaba seco, su sexo

parecía haber sido frisado con cemento, penetrarla le provocaba dolor. Me haces daño, me duele,

me arde eran los sonidos articulados de nuestra sexualidad mediocre. A veces, tras el orgasmo

solitario, tenía la impresión de que acababa de violarla. La cotidianidad redujo nuestros cuerpos a

la mera fisiología, a los sonidos del cuarto de baño, a la ducha, al agua del lavamanos, a la

palanca de la poceta. Elena anhelaba tener un hijo pero quería evitar el incómodo trance del amor

físico; mucho menos le interesaba echar un polvo bruto. Todos nuestros fluidos le provocaban una

desagradable sensación de náusea. Decía, sin embargo, amarme, quererme. Tras su rechazo

insistía en la prédica romántica de nuestra hermosa familia. Sin darme cuenta me acostumbré a su

frigidez: «Hoy no, Gabriel —decía cuando le ponía la mano en la pierna—. Estoy cansada. No

tengo ganas». El martes habrá luna llena, mareas rojas y puede que, si me tomo tal pastilla con

Coca-Cola o Seven Up o chicle o papas Pringles, entonces pueda concebir, fabulaba incómodo.

Llegaban los días fértiles y abría las piernas con el empeño de un acróbata; parecía concentrarse

en la trama interior. En aquello no había placer, no había goce. Luego, tras hacer la lástima,

permanecía en una posición ridícula que, según leyó en una revista, facilitaría el encuentro, la

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