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Liubliana - Eduardo Sanchez Rugeles

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los afectos, me veo tentado a percibir su infancia con colores cálidos e incluso, imitando lienzos

barrocos, con angelitos de fondo, ovejas y pastores. Muchas veces tengo la impresión de que se

trata de dos personas diferentes; de que Carla, mi Cari, y la niña que corría gritando groserías por

las escaleras del edificio no tienen nada que ver la una con la otra.

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Mi ascensión profesional dentro del mundo de la autoayuda literaria estuvo repleta de

casualidades. En Venezuela, alguna vez, escribí artículos de opinión para una revista de

variedades. Era una revista mediocre, sin patrocinantes ni lectores. Aquel panfleto solo lograba

sostenerse por el empeño del Jirafa Terrence, un viejo amigo de la universidad que fracasó en

todo lo que se propuso. Al principio, me tomé muy en serio mi trabajo de redactor. Por lo menos

cuidaba la forma. Vigilaba las concordancias gramaticales y la ortografía. Mis opiniones eran un

despropósito, un canto a la ignorancia. No tenía idea de nada pero tenía algo que decir sobre todo.

Escribí artículos sobre la deportación de Pinochet, sobre la ascensión de la derecha en la Austria

de Jorg Heider y la historia universal de las asambleas constituyentes. Aquellos artículos no

tenían ni pies ni cabeza, no sabía lo que decía pero tenía la convicción juvenil de que era portador

de la razón y, peor aún, que tenía derecho a decir lo que pensaba (porque yo, en ese entonces,

pensaba que pensaba). Hace unos años, durante el reposo de la Nena, encontré un ejemplar de la

revista. Intenté leerme y sentí vergüenza, mucha vergüenza. Aquellas pendejadas, sin embargo,

llamaron la atención de una franquicia, de un semanario comercial. Más tarde supe que mi fichaje

por Enjoy your Breakfast había sido en realidad una recomendación del Jirafa. Un amigo suyo

entró al negocio de la publicidad y necesitaba con urgencia un redactor de bajo presupuesto. El

trabajo era sencillo, había que referir algunos eventos de Caracas: espectáculos, conciertos,

fiestas nocturnas, estrenos cinematográficos y, lo más particular, escribir un horóscopo. El

director de la revista me informó que los contenidos se actualizaban semanalmente desde España

y que había que descargarlos de una página web. Mi trabajo, en principio, debía limitarse a

describir las actividades locales. Nunca supimos por qué pero, cuando recibíamos el material, el

horóscopo llegaba incompleto. Leo y Libra aparecían en blanco. «Coño, Gabriel, escríbete esa

mierda ahí, por fa’; escribe cualquier vaina, sabes que a la gente le gusta leer güevonadas», me

dijo el nuevo jefe de quien solo recuerdo que sufría de vitíligo. Y así, de repente, me convertí en

un popular iluminado. Escribía los horóscopos durante las clases de Derecho Civil: tropiezo en

escalera, esta semana evita el metrobús, encuentro con amigo del pasado, una persona cercana a ti

te traicionará, problema con vehículo, discusión familiar. Sufría ataques de risa solitaria mientras

redactaba todas aquellas estupideces. De un día para otro comencé a recibir correos electrónicos

de los lectores del Breakfast. Una señora me pedía consejos para conversar con su hijo

adolescente; otra me decía que tras mi pronóstico anduvo vagando por distintas escaleras hasta

tropezar con el amor de su vida. Escribí el horóscopo del Breakfast durante cuatro años. Cuando

me mudé a Madrid los directores elaboraron una carta de recomendación en la que subrayaron mi

talento en el campo de la Astrología. Fue esa referencia la que le interesó a Eduardo Camera para

su proyecto editorial. Él leyó mis horóscopos con satisfacción. Soltó carcajadas horribles en mi

cara y me felicitó por el uso comedido del cinismo. Me habló de la idea de Vientos de Cambio, un

concepto literario con el que se pretendía decirle a la gente que vivir era una cosa sencilla.

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