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exageraba, se hablaba de censuras, cierres de medios y otras represiones que, en el fondo, todos
comprendíamos que no sucederían nunca. En las meriendas de la señora Cristina, además de la
consecuente discusión política, se hablaba también de los problemas conyugales entre la señora
Lili y el señor Ramírez. De un día para otro, la señora Lili dejó de asistir a las reuniones
vecinales. La lógica interna del cotilleo la convirtió en el principal objeto de debate: «La hija de
Lili se puso un piercing en el ombligo». «¡Esa niña se la pasa fumando con el Miguelacho, el
Elias y la loca del Kalmar!». «¿Y ese tal Sergio no es mayor de edad? ¿Cuántos años tiene esa
criatura?». «¡Qué horror! Y el pobre Alejandro estudia que estudia, ese niño no sale de la
universidad». Cuando ocurrió el accidente Carla Valeria y yo nos habíamos convertido en dos
perfectos extraños, no nos teníamos la más mínima confianza.
7
«Hola, Cari», escribí. Así empezó todo, así perdí la cabeza, así mi rutina se transformó en una
dependencia enfermiza del BlaclcBerry, del saludo cotidiano, del «Buenos días, Cari» todas las
tardes durante el almuerzo, de la naturalización del «mi Gabo», del vulnerable «Hola,
Hemicraneal». Nuestra primera conversación tuvo lugar tras una de tantas discusiones con Elena.
Su mera aparición me puso nervioso. No sabía qué preguntar ni qué responder. No quería
parecerle un imbécil. La foto de perfil me había intimidado por completo. Recuerdo que, por
algún extraño derrotero de la charla, le comenté que tenía un fortísimo dolor de cabeza.
«Hemicraneal», respondió entonces. Al lado de la palabra colocó la figura de un emoticón
enfermo. «¿Qué es eso?», pregunté. «Es una canción de Estopa. Es la historia de un dolor de
cabeza. ¿Te gusta Estopa?». «Sí», mentí. Solo conocía dos o tres canciones a las que nunca le
había prestado atención. «Escúchala. Cuando llegues a tu casa quiero que la escuches. Búscala en
Youtube, es más cómodo». Escribía rapidísimo. «Háblame de ti, Cari, qué fue de tu vida». Supe
que estudiaba tercer año de Comunicación Social. Vivía con su tía (la mamá de Silvia) en La
Tahona. No dijo nada sobre la señora Lili. Recordé noticias siniestras: meses después del
accidente los padres de Carla se habían separado. Hacía tres o cuatro años Fedor me comentó que
el viejo Ramírez había muerto de un infarto. Esquivé el tema del accidente. Pregunté tonterías,
cordialidades. Cité elogios clásicos, cumplidos moralistas. Le dije que estaba muy bonita en su
foto de playa. Me respondió con un emoticón sonrojado y un «Gracias, mi Gabo» que me hizo
suspirar como el más atolondrado adolescente. El BlackBerry no paraba de vibrar, tenía tres
llamadas perdidas de Elena. Decidí ignorarla. Carla, entonces, inició un interrogatorio que
respondí con cortantes monosílabos. «¿Te casaste?». «Sí». «Vives en Madrid, ¿no?». «Sí». La
última pregunta, inesperada, maquiavélica, me costó responderla. «¿Eres feliz, Gabriel?». Fue la
primera vez que escribió mi nombre completo. No sabía qué decirle. Tenía mucho tiempo sin
saber de ella. Todavía, en mi memoria, no dejaba de ser una niña. No, mi Cari, soy un infeliz de
mierda, maldita sea, bla, bla, bla, sería patético. No respondí. Ella intervino inmediatamente.
«Yo no soy feliz. Quiero irme de esta mierda pero es complicado». Me comentó que un par de
veces al año solía viajar a Barcelona. No dijo por qué razón lo hacía y tampoco se lo pregunté.
«Estaré en Barcelona el mes que viene. Si quieres me escapo a Madrid para vernos un rato, para
tomar un café, para que me cuentes qué has hecho con tu vida». «Me encantaría, Cari». Llamada
perdida de Elena. Mensaje: «Sube, por favor. Tenemos que hablar». «Te dejo, mi Gabo, tengo