Vertigo773
Vertigo773
Vertigo773
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
MEMORIAS DE UN BECARIO<br />
Eusebio Ruvalcaba<br />
eusebius1951_2@yahoo.com.mx<br />
Ilustración O. Moctezuma<br />
EL PERRO QUE ME MORDIÓ<br />
SELLÓ SU SENTENCIA DE MUERTE<br />
El 11 de enero de 1905 nació mi padre, el violinista Higinio Ruvalcaba.<br />
El 15 de enero de 1976 falleció. Sirvan estas líneas para recordarlo.<br />
T<br />
endría yo siete años. Tal vez ocho. Y entre mis posesiones<br />
favoritas era dueño de un perro al que no<br />
adoraba pero sí quería mucho —esto lo sé porque<br />
con el paso del tiempo tuve más perros, a los que quise en<br />
forma enfermiza. Me gustaba jugar con él, y acaso molestarlo.<br />
Se llamaba i. Mi padre le había puesto el nombre.<br />
Callejero 100%. De hecho, así llegó a la casa. Vio el garaje<br />
abierto y decidió probar suerte y meterse, alguna vez que mi<br />
padre abrió la puerta para meter el coche. A mi padre le pareció<br />
muy gracioso el animal, y como él y mi madre adoraban<br />
a los cánidos de inmediato lo adoptaron.<br />
Se quedó a vivir y adoptó la casa como suya. Que encima<br />
era muy grande. Se ubicaba en la calle de Miguel<br />
Ángel número 93, por el barrio de Mixcoac. Todo<br />
parecía hecho a la medida de i.<br />
nariz —casi me dolió tanto como la mordida— y mi madre<br />
y yo regresamos a la casa —el llanto me volvió en<br />
cuanto me sentí en sus brazos.<br />
Mi madre me estaba arropando bajo las sábanas cuando<br />
entró mi padre. Estaba hecho una furia. Con toda seguridad<br />
mi hermana le había contado. Me dijo que le mostrara la<br />
herida. “Y eso que no lo viste sangrando”, sentenció mi madre<br />
en forma imprudente.<br />
Adiós<br />
Mi padre salió de la recámara. Iba mascullando palabras. “Te<br />
vas a morir”, alcancé a escuchar. Entre el dolor, mi inconciencia<br />
y mi sentido común, sabía que se refería<br />
al i. Brinqué de la cama. Mi<br />
El i retozaba en el pasto, corría de un extremo al<br />
otro, jugaba conmigo a iii. Además de comer hasta<br />
hartarse.<br />
Pero aquella vez le entró no el pingo sino el demonio.<br />
Se metió debajo de mi cama y mi madre me ordenó sacarlo.<br />
Muéstrale un pancito para que salga. Pero yo en lugar<br />
de hacer eso también me metí bajo la cama y comencé a<br />
tirar de sus patas. Y de sus orejas. Cada vez me aproximaba<br />
más hasta que hubo un escaso par de centímetros entre su<br />
hocico y mi cara. Entonces gruñó y se abalanzó sobre mi<br />
nariz hasta casi arrancármela. Salí llorando de ahí. El susto<br />
que se puso mi madre fue tremendo. Había un doctor<br />
en la esquina —doctor Salcedo, en la esquina de Miguel<br />
Ángel y Rembrandt— y hasta allá me llevó cargando. Yo<br />
no paraba de llorar, y ella otro tanto. El doctor me curó la<br />
madre intentó detenerme pero me zafé de su<br />
brazo. Salí de la recámara y busqué a mi padre. Allí estaba.<br />
Atisbando en la tarde-noche. Le gritaba al perro pero el animal<br />
no se acercaba. ¿Sabía el riesgo que estaba corriendo?<br />
Quizás estaba más asustado que yo mismo. Mi padre recorrió<br />
el patio por completo. Hasta que dio con él. Entonces lo<br />
cargó con una sola mano. i aulló cuando se sintió en<br />
el aire. Le estaba doliendo la agresión. Yo lo alcancé y de<br />
rodillas y con el llanto incontrolable le rogué a mi padre que<br />
no lo matara. Que la culpa había sido mía. Por toda respuesta<br />
el jefe de la familia abrió la portezuela del auto y aventó<br />
al i al interior. “¿Qué vas a hacer?”, le grité yo. “Llevármelo<br />
de aquí. Para siempre. O lo mato”. Abrió el garaje, sacó<br />
el coche y se fue. En mi imaginación le dije adiós a mi perro.<br />
Al que no volví a ver nunca más.<br />
73<br />
www.vertigopolitico.com