Alberto Vazquez Figueroa - Sicario.pdf - LaFamilia.info
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<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 34<br />
Asesinos a sueldo de la ultraderecha más reaccionaría, los<br />
terratenientes del Cauca habían utilizado a «Los Limones» para liquidar<br />
a la oposición liberal y campesina, y por lo que tengo entendido<br />
cumplieron tan a la perfección su macabro cometido que al fin no les<br />
quedó ya nadie digno de mención que empujar por delante.<br />
Dicen que fue una asociación de comerciantes de la Carrera Siete la<br />
que los trajo, aunque otros aseguran que fueron dueños de hoteles y<br />
restaurantes, e incluso hubo quien acusó a un comisario de Policía que<br />
prefería mantenerse al margen de tan sucio trabajo.<br />
Eran como una calcomanía el uno del otro; cetrinos, de nariz aguileña,<br />
medianos de estatura, flacos y silenciosos, con las manos ocultas<br />
siempre bajo los grises ponchos y el sombrero embutido sobre unos ojos<br />
que jamás te miraban, pero que parecían estarte acechando por más<br />
que te ocultaras.<br />
Establecieron su cuartel general en un cafetín de la avenida Lima, en la<br />
mesa del fondo, la espalda contra el muro y con la esquina del<br />
mostrador delante, sin que ningún cliente osara ocupar un lugar tan bien<br />
protegido por más que se supiera que «Los Limones» no acostumbraran<br />
hacer su aparición hasta mediada la tarde.<br />
Nadie supo jamás dónde vivían, nunca comían dos veces seguidas en el<br />
mismo restaurante, y nunca se acostaban con las mismas mujeres,<br />
saludables costumbres que habían adoptado en su lugar de origen y que<br />
les permitían continuar fumando sus eternos habanos a pesar de contar<br />
con tantos enemigos.<br />
Las primeras semanas no se hicieron notar, mas luego se<br />
transformaban al caer la noche en el mismísimo manto «De la Vieja<br />
Inesperada», pues donde quiera que iban dejaban a sus espaldas tal<br />
reguero de difuntos que se podría pensar que había pasado más bien la<br />
negra de la guadaña.<br />
Cadáveres sin nombre de chicos solitarios ni siquiera tenían tiempo de<br />
amontonarse en el Depósito, pues alguien había dado la orden de que<br />
los fueran echando a las fosas comunes antes de que se enfriaran.<br />
Otra vez el espanto.<br />
El terror en su más pura esencia y sin disculpas; la ley del tiro en la nuca<br />
o el tajo en la garganta, pues lo mismo les daba la bala o el cuchillo,<br />
sabiendo como sabían que nadie iba a exigirles explicación alguna de<br />
sus actos.<br />
¿Qué fue de las «galladas»? Incluso la más temida: la del «Cóndor»,<br />
que había implantado su ley durante años en pleno Parque Santander,<br />
se disolvió en el aire la madrugada en que su carismático líder, Gabino