Alberto Vazquez Figueroa - Sicario.pdf - LaFamilia.info
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<strong>Sicario</strong>. <strong>Alberto</strong> Vázquez-<strong>Figueroa</strong> 48<br />
Estaba claro que no éramos los primeros en elegir tal escondite, ni<br />
seríamos desde luego los últimos, pues en los meses que siguieron las<br />
cloacas de Bogotá se fueron poblando de tal forma que podría llegar a<br />
pensarse que en lugar de mojones de mierda, aquellos riachuelos<br />
arrastraban diamantes.<br />
Me dicen que hoy son ya más de cinco mil y no me sorprende. Si nadie<br />
se preocupa de solucionar el problema que existe arriba, el número<br />
continuará aumentando hasta que llegue un día en que existan dos<br />
Bogólas muy diferentes.<br />
Dos años, sí. Dos increíbles años.<br />
Y el segundo fue en verdad espantoso, pues llovió a mares y el nivel de<br />
las aguas subió en los pasadizos hasta el punto de que en más de una<br />
ocasión llegamos a temer que alcanzaría el techo ahogándonos a todos<br />
como se ahogaban las cucarachas y las ratas.<br />
¿Enfermedades...? Los más pequeños solían quedarse con las rodillas<br />
muy pegadas al pecho, abrazándose las piernas como si tuvieran la<br />
invencible necesidad de abrazarse a algo en el último momento,<br />
tosiendo y tiritando hasta que de improviso dejaban de estremecerse.<br />
Lo mejor, si tenía suficiente caudal, era dejar que el agua se los llevara<br />
ya que subir con un cadáver por la escalerilla de hierro y sacarlo a la<br />
calle era un trabajo que superaba con mucho nuestras escasas fuerzas.<br />
De día volvíamos arriba.<br />
Debía resultar ciertamente dantesco ver cómo se iban abriendo las<br />
tapas de las alcantarillas para que surgieran unos rostros sucios,<br />
amarillentos y famélicos que guiñaban los ojos a la violenta luz del sol,<br />
aunque los transeúntes, acostumbrados a ver tantas cosas absurdas,<br />
pronto dejaron de sentir curiosidad por los topos humanos.<br />
Ya no pedíamos limosna.<br />
A partir del momento en que empezó a crecerme un ligero vello sobre el<br />
labio comprendí que resultaba inútil implorar la compasión de nadie, y<br />
no es porque me considerase en aquel punto un hombre prematuro, sino<br />
porque había llegado a la conclusión de que quienes permitían que<br />
tuviéramos que vivir como las ratas no conocían el significado del<br />
término compasión, ni yo la necesitaba.<br />
Todos los que estaban arriba eran mis enemigos.<br />
No importaba quien fuese. El simple hecho de saber que no tenían que<br />
descender cada noche a nuestro infierno privado les convertía en<br />
miembros de una especie diferente a la que cualquier daño que<br />
causásemos estaba justificado.