Fe produce, en buena parte hay que reconocerlo, un divorcio entre una fe supuesta (“sociedad occidental y cristiana”) y una práctica que es, muchas veces, vergonzosamente antievangélica e inhumana; de ahí los signos de corrupción, amoralidad, desmoralización, injusticia y finalmente de muerte que se dan en nuestra sociedad supuestamente cristiana. En ese mismo sentido, y sobre todo en nuestro país, es necesario recordar que el compromiso con la justicia y la opción por los pobres y excluidos atraviesa toda la Biblia y no se puede eludir. En efecto, el ser cristiano no consiste en aceptar un conjunto de verdades teóricas, sino en la identificación con Jesucristo; no por su imitación mimética, sino por el seguimiento en su estilo de vida y su modo de ser y de actuar; teniendo su mismo modo de pensar (1 Cor. 2, 16) y sus mismos sentimientos (Fil. 2, 5), es decir su mismo Espíritu. Lo fundamental en la vida de Jesús, los dos ejes que constituían su vocación y misión fueron su experiencia de Dios como Padre, y el Reino de Dios para los hombres. Pues bien, fue tal su identificación con ellos, que su unión constituyó su ser y su quehacer. Así, la identidad <strong>del</strong> cristiano se ilumina en el ser de Jesús que constituye la verdad profunda de nosotros mismos y de nuestro mundo y nos da sentido y significado pues, como sugiere la carta a los Colosenses, el secreto de nuestra vida está escondido con Cristo en Dios (Col. 3, 3). La fe cristiana no consiste tampoco en observar fielmente unas leyes morales, sino tener a Jesús como referencia. Por ello hay que superar una fe moralista y perfeccionista (tipo fariseo <strong>del</strong> Evangelio) para escuchar el llamado de Jesús “no a los justos sino a los pecadores” (Mc. 2,17) a entrar en el camino <strong>del</strong> amor, el servicio y la misericordia. Cristianos somos aquellos que “hemos experimentado el amor que Dios nos tiene y hemos creído en ese amor” (I Jn. 4, 16) y, a partir de ahí encontramos que nuestra vocación cristiana exige ser renovada, redescubierta y confirmada durante toda la vida. Esta vocación se despliega a través de la misión que es, para nosotros los cristianos, lo que da sentido a nuestras vidas, nos hace salir de nosotros mismos y polariza todas nuestras facultades y potencialidades para buscar el reinado de Dios y su justicia en nuestro mundo. La misión se convierte así en un estilo de vida que abarca todas 18 <strong>Jesuitas</strong> <strong>del</strong> <strong>Perú</strong> sus dimensiones. De esta manera se podrá lograr que haya coherencia entre la fe y la vida cotidiana para que la fe no aparezca como algo paralelo a la vida, sino dinamizando e impregnando todos sus espacios: la profesión, el estudio, el matrimonio, la familia, la cultura, la economía y la política entendida como búsqueda <strong>del</strong> bien común. Por ello, resulta cada vez más necesario acertar con un proceso de reconstrucción de la comunidad eclesial que haga posible la vivencia de una fe personalizada y experimentada, acogida e inculturada, de tal manera que pueda ser vivida con sentido de misión. Es necesario, al mismo tiempo, personalizar y hacer más comunitario nuestro cristianismo. La personalización supone descender a las raíces donde se fragua el ser humano, allí donde somos interpelados en nuestra conciencia por lo que nos trasciende. Pero, al mismo tiempo, el cristianismo y la misma persona tienen una identidad relacional, comunitaria. La persona es “alguien ante Dios”, pues su relación fundamental es con Dios. La dignidad <strong>del</strong> ser humano le es intrínseca; sin embargo, para su realización necesita <strong>del</strong> Otro y de los otros a nivel afectivo, cultural, artístico, procreador, etcétera. Debemos saber y sentir que nos pertenecemos los unos a los otros en la fe; que la fe no se puede vivir en solitario, que es siempre algo compartido que se recibe y se transmite. La fe cristiana se vive y se realiza comunitaria y solidariamente, o sencillamente no es evangélica. La vida de la comunidad es la continuación de la vida de Jesús, pero lo es porque Jesús es el meollo de su identidad. En esta identificación con Jesús es esencial la Eucaristía sentida y vivida como centro de la comunidad. Es indispensable, por ello, forjar una identidad común en la que sea posible reconocernos y de la cual podamos sentirnos parte. En general, no se da entre nosotros un sentido claro de pertenencia y adhesión al conjunto de la Iglesia. Por el contrario, la mayor parte de cristianos se siente ajena a la vida eclesial, o su pertenencia es meramente pasiva porque no siente que es tenida en cuenta en ella; es impostergable, pues, generar mecanismos de participación, de tal manera que todos sintamos que somos importantes en la comunidad y en la que “ya no hay judío ni griego, siervo ni libre, hombre ni mujer, ya que todos y todas son uno en Cristo Jesús” (Gál. 3, 28).
<strong>Jesuitas</strong> <strong>del</strong> <strong>Perú</strong> Por otra parte, necesitamos, comunitariamente, discernir los “signos de los tiempos”, como pedía Jesús, y encontrar aquello que nos haga sentir convocados, para poder salir de una fe convencional y pasiva, hacia un cristianismo por opción y compromiso. Es preciso recobrar la mística que nos dinamice y nos permita enfrentar la interpelación que nos hace el Señor desde el Evangelio y des- Reflexión comunitaria en la Casa de Retiro “Santa María”, Chiclayo. / Archivo SJ 19 Fe de nuestra realidad. No faltan en nuestro medio, y en concreto en el <strong>Perú</strong>, retos y problemas, que leídos desde el Evangelio, requieren una respuesta de nuestra parte. Tenemos, pues, que salir de la inercia en la que nos encontramos y enfrentar esos cuestionamientos. Sólo así, y no meramente a través de un análisis abstracto, recobraremos nuestra auténtica identidad cristiana.