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— Pos pobre criatura... ¡Y pior si va resultando con que es de su tío Nazario!...<br />
—¡Dios la favorezcal...<br />
—¡No, qué tío Nazario ni qué ojo de hachal... ¡Mal ajo pa los federales condenados!...<br />
— ¡Bah, pos aistá otra enfelizada más!...<br />
El barullo de las comadres acabó por despenar a <strong>De</strong>rríetrio.<br />
Asilenciáronse un momento, y a poco dijo señá Pachita, sacando del seno un palomo tierno que abría<br />
el pico casi sofocado ya:<br />
— Pos la mera verdá, yo le traiba al siñor estas sustancias..., pero sigún razón está en manos de<br />
médico...<br />
— Eso no le hace, señá Pachita...; es cosa que va por juera...<br />
—Siñor, dispense la parvedá...; aquí le traigo este presente —dijo la vejarruca acercándose a<br />
<strong>De</strong>metrio—. Pa las morragias de sangre no hay como estas sustancias...<br />
<strong>De</strong>metrio aprobó vivamente. Ya le habían puesto en el estómago unas piezas de pan mojado en<br />
aguardiente, y aunque cuando se las despegaron le vaporizó mucho el ombligo, sentía que aún le<br />
quedaba mucho calor encerrado.<br />
— Ande, usté que sabe bien, señá Remigia —exclamaron las vecinas.<br />
<strong>De</strong> un otate desensartó señá Remigia una larga y encorvada cuchilla que servía para apear tunas;<br />
tomó el pichón en una sola mano y, volviéndolo por el vientre, con habilidad de cirujano lo partió por<br />
la mitad de un solo tajo.<br />
—¡En el nombre de Jesús, María y José! —dijo señá Remigia echando una bendición. Luego, con<br />
rapidez,<br />
aplicó calientes y chorreando los dos pedazos del palomo sobre el abdomen de <strong>De</strong>metrio.<br />
—Ya verá cómo va a sentir mucho consuelo...<br />
Obedeciendo las instrucciones de señá Remigia, <strong>De</strong>metrio se inmovilizó encogiéndose sobre un<br />
costado.<br />
Entonces señá Fortunata contó su cuita. Ella le tenía muy buena voluntad a los señores de la<br />
revolución. Hacía tres meses que los federales le robaron su única hija, y eso la tenía inconsolable y<br />
fuera de sí.<br />
Al principio de la relación, la Codorniz y Anastasio Montañés, atejonados al pie de la camilla,<br />
levantaban la cabeza y, entreabierta la boca, escuchaban el relato; pero en tantas minucias se metió<br />
señá Fortunata, que a la mitad la Codorniz se aburrió y salió a rascarse al sol, y cuando terminaba<br />
solemnemente: "Espero de Dios y María Santísima que ustedes no han de dejar vivo a uno de estos<br />
federales del infierno", <strong>De</strong>metrio, vuelta la cara a la pared, sintiendo mucho consuelo con las<br />
sustancias en el estómago, repasaba un itinerario para internarse en Durango, y Anastasio Montañés<br />
roncaba como un trombón.<br />
X<br />
—¿Por qué no llama al curro pa que lo cure, compadre <strong>De</strong>metrio? —dijo Anastasio Montañés al jefe,<br />
que a diario sufría grandes calosfríos y calenturas—. Si viera, él se cura solo y anda ya tan aliviado<br />
que ni cojea siquiera.<br />
Pero Venancio, que tenía dispuestos los botes de manteca y las planchuelas de hilas mugrientas,<br />
protestó:<br />
— Si alguien le pone mano, yo no respondo de las resultas.