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sólo a mí, sino a muchos bien quemados nos dejó con tamaña boca abierta.<br />
Luis Cervantes, confuso, no sabía qué decir.<br />
— ¡Ah! ¿No estaba usted allí? ¡Bravo! ¡Buscó lugar seguro a muy buena horal... Mire,<br />
compañero; venga para explicarle. Vamos allí, detrás de aquel picacho. Note que de aquella laderita,<br />
al pie del cerro, no hay más vía accesible que lo que tenemos delante; a la derecha la vertiente está<br />
cortada a plomo y toda maniobra es imposible por ese lado; punto menos por la izquierda: el ascenso<br />
es tan peligroso, que dar un solo paso en falso es rodar y hacerse añicos por las vivas aristas de las<br />
rocas. Pues bien; una parte de la brigada Moya nos tendimos en la ladera, pecho a tierra, resueltos a<br />
avanzar sobre la primera trinchera de los federales. <strong>Los</strong> proyectiles pasaban zumbando sobre<br />
nuestras cabezas; el combate era ya general; hubo un momento en que dejaron de foguearnos. Nos<br />
supusimos que se les atacaba vigorosamente por la espalda. Entonces nosotros nos arrojamos sobre<br />
la trinchera. ¡Ah, compañero, fíjese!... <strong>De</strong> media ladera abajo es un verdadero tapiz de cadáveres.<br />
Las ametralladoras lo hicieron todo; nos barrieron materialmente; unos cuantos pudimos escapar. <strong>Los</strong><br />
generales estaban lívidos y vacilaban en ordenar una nueva carga con el refuerzo inmediato que nos<br />
vino. Entonces fue cuando <strong>De</strong>metrio Macías, sin esperar ni pedir órdenes a nadie, gritó:<br />
—¡Arriba, muchachos!...<br />
—¡Qué bárbaro! —clamé asombrado.<br />
"<strong>Los</strong> jefes, sorprendidos, no chistaron. El caballo de Macías, cual si en vez de pesuñas hubiese tenido<br />
garras de águila, trepó sobre estos peñascos. '¡Arriba, arriba!', gritaron sus hombres, siguiendo tras<br />
él, como venados, sobre las rocas, hombres y bestias hechos uno. Sólo un muchacho perdió pisada y<br />
rodó al abismo; los demás aparecieron en brevísimos instantes en la cumbre, derribando trincheras y<br />
acuchillando soldados. <strong>De</strong>metrio lazaba las ametralladoras, tirando de ellas cual si fuesen toros<br />
bravos. Aquello no podía durar. La desigual<br />
dad numérica los habría aniquilado en menos tiempo del que gastaron en llegar allí. Pero nosotros<br />
nos aprovechamos del momentáneo desconcierto, y con rapidez vertiginosa nos echamos sobre las<br />
posiciones y los arrojamos de ellas con la mayor facilidad. ¡Ah, qué bonito soldado es su jefe!"<br />
<strong>De</strong> lo alto del cerro se veía un costado de la Bufa, con su crestón, como testa empenachada de altivo<br />
rey azteca. La vertiente, de seiscientos metros, estaba cubierta de muertos, con los cabellos<br />
enmarañados, manchadas las ropas de tierra y de sangre, y en aquel hacinamiento de cadáveres<br />
calientes, mujeres haraposas iban y venían como famélicos coyotes esculcando y despojando.<br />
En medio de la humareda blanca de la fusilería y los negros borbotones de los edificios incendiados,<br />
refulgían al claro sol casas de grandes puertas y múltiples ventanas, todas cerradas; calles en<br />
amontonamiento, sobrepuestas y revueltas en vericuetos pintorescos, trepando a los cerros<br />
circunvecinos. Y sobre el caserío risueño se alzaba una alquería de esbeltas columnas y las torres y<br />
cúpulas de las iglesias.<br />
—¡Qué hermosa es la revolución, aun en su misma barbarie! —pronunció Solís conmovido. Luego, en<br />
voz baja y con vaga melancolía:<br />
—Lástima que lo que falta no sea igual. Hay que esperar un poco. A que no haya combatientes, a<br />
que no se oigan más disparos que los de las turbas entregadas a las delicias del saqueo; a que<br />
resplandezca diáfana, como una gota de agua, la psicología de nuestra raza, condensada en dos<br />
palabras: ¡robar, matar!... ¡Qué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo nuestro<br />
entusiasmo, nuestra misma vida por derribar a un miserable asesino, resultásemos los obreros de un<br />
enorme pedestal donde pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos de la misma especie!...<br />
¡Pueblo sin ideales, pueblo de tiranos!... ¡Lástima de sangre!<br />
Muchos federales fugitivos subían huyendo de soldados de grandes sombreros de palma y anchos<br />
calzones blancos.<br />
Pasó silbando una bala.<br />
Alberto Solís, que, cruzados los brazas, permanecía absorto después de sus últimas palabras, tuvo<br />
un sobresalto repentino y dijo:<br />
—Compañero, maldito lo que me simpatizan estos mosquitos zumbadores. ¿Quiere que nos alejemos<br />
un poco de aquí?