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"Obra de Dios", pensó <strong>De</strong>metrio. Y fue el primero que la escaló.<br />
Cual monos, siguieron tras él los otros, llegando arriba con las manos estriadas de tierra y de sangre.<br />
El resto fue más fácil: escalones ahuecados en la mampostería les permitieron salvar con ligereza el<br />
muro de la capilla; luego la cúpula misma los ocultaba de la vista de los soldados.<br />
—Párense tantito —dijo el paisano—; voy a ver dónde anda mi hermano. Yo les hago la señal...,<br />
después sobre las clases, ¿eh?<br />
Sólo que no había en aquel momento quien reparara ya en él.<br />
<strong>De</strong>metrio contempló un instante el negrear de los capotes a lo largo del pretil, en todo el frente y por<br />
los lados, en las torres apretadas de gente, tras la baranda de hierro.<br />
Se sonrió con satisfacción, y volviendo la cara a los suyos, exclamó:<br />
— ¡Horal...<br />
Veinte bombas estallaron a un tiempo en medio de los federales, que, llenos de espanto, se irguieron<br />
con los ojos desmesuradamente abiertos. Mas antes de que pudieran darse cuenta cabal del trance,<br />
otras veinte bombas reventaban con fragor, dejando un reguero de muertos y heridos.<br />
—¡Tovía no!... ¡Tovía no!... Tovía no veo a mi hermano... —imploraba angustiado el paisano.<br />
En vano un viejo sargento increpa a los soldados y los injuria, con la esperanza de una<br />
reorganización salvadora. Aquello no es más que una correría de ratas dentro de la trampa. Unos van<br />
a tomar la puertecilla de la escalera y allí caen acribillados a tiros por <strong>De</strong>metrio; otros se echan a los<br />
pies de aquella veintena de espectros de cabeza y pechos oscuros como de hierro, de largos<br />
calzones blancos desgarrados, que les bajan hasta los guaraches. En el campanario algunos luchan<br />
por salir, de entre los muertos que han caído sobre ellos.<br />
— ¡Mi jefe! —exclama Luis Cervantes alarmadísimo—. ¡Se acabaron las bombas y los rifles están<br />
en el corral! ¡Qué barbaridad!...<br />
<strong>De</strong>metrio sonríe, saca un puñal de larga hoja reluciente. Instantáneamente brillan los aceros en las<br />
manos de sus veinte soldados; unos largos y puntiagudos,<br />
otros anchos como la palma de la mano, y muchos pesados como marrazos.<br />
—¡El espía! —clama en son de triunfo Luis Cervantes—. ¡No se los dije!<br />
— ¡No me mates, padrecito! —implora el viejo sargento a los pies de <strong>De</strong>metrio, que tiene su mano<br />
armada en alto.<br />
El viejo levanta su cara indígena llena de arrugas y sin una cana. <strong>De</strong>metrio reconoce al que la víspera<br />
los engañó.<br />
En un gesto de pavor, Luis Cervantes vuelve bruscamente el rostro. La lámina de acero tropieza con<br />
las costillas, que hacen crac, crac, y el viejo cae de espaldas con los brazos abiertos y los ojos<br />
espantados.<br />
— ¡A mi hermano, no!... ¡No lo maten, es mi hermano! —grita loco de terror el paisano que ve a<br />
Pancracio arrojarse sobre un federal.<br />
Es tarde. Pancracio, de un tajo, le ha rebanado el cuello, y como de una fuente borbotan dos chorros<br />
escarlata.<br />
— ¡Mueran los juanes!... ¡Mueran los mochos!...<br />
Se distinguen en la carnicería Pancracio y el Manteca, rematando a los heridos. Montañés deja caer<br />
su mano, rendido ya; en su semblante persiste su mirada dulzona, en su impasible rostro brillan la<br />
ingenuidad del niño y la amoralidad del chacal.<br />
—Acá queda uno vivo —grita la Codorniz.<br />
Pancracio corre hacia él. Es el capitancito rubio de bigote borgoñón, blanco como la cera, que,<br />
arrimado a un rincón cerca de la entrada al caracol, se ha detenido por falta de fuerzas para