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— ¡Hum! —interrumpió la Pintada—. Hora va de discurso, y eso es cosa que a mí me aburre<br />
mucho. Voy mejor al corral, al cabo ya no hay qué comer.<br />
Luis Cervantes ofreció el escudo de paño negro con<br />
una aguilita de latón amarillo, en un brindis que nadie entendió, pero que todos aplaudieron con<br />
estrépito.<br />
<strong>De</strong>metrio tomó en sus manos la insignia de su nuevo grado y, muy encendido, la mirada brillante,<br />
relucientes los clientes, dijo con mucha ingenuidad:<br />
— ¿Y qué voy a hacer ahora yo con este zopilote?<br />
—Compadre —pronunció trémulo y en pie Anastasio Montañés—, yo no tengo que decirle...<br />
Transcurrieron minutos enteros; las malditas palabras no querían acudir al llamado del compadre<br />
Anastasio. Su cara enrojecida perlaba el sudor en su frente, costrosa de mugre. Por fin se resolvió a<br />
terminar su brindis:<br />
—Pos yo no tengo que decirle... sino que ya sabe que soy su compadre...<br />
Y como todos habían aplaudido a Luis Cervantes, el propio Anastasio, al acabar, dio la señal,<br />
palmoteando con mucha gravedad.<br />
Pero todo estuvo bien y su torpeza sirvió de estímulo. Brindaron el Manteca y la Codorniz.<br />
Llegaba su turno al Meco, cuando se presentó la Pintada dando fuertes voces de júbilo.<br />
Chasqueando la lengua, pretendía meter al comedor una bellísima yegua de un negro azabache.<br />
— ¡Mi "avance"! ¡Mi "avance"! —clamaba palmoteando el cuello enarcado del soberbio animal.<br />
La yegua se resistía a franquear la puerta; pero un tirón del cabestro y un latigazo en el anca la<br />
hicieron entrar con brío y estrépito.<br />
<strong>Los</strong> soldados, embebecidos, contemplaban con mal reprimida envidia la rica presa.<br />
— ¡Yo no sé qué carga esta diabla de Pintada que siempre nos gana los mejores "avances"! —<br />
clamó el güero Margarito—. Así la verán desde que se nos juntó en Tierra Blanca.<br />
—Epa, tú, Pancracio, anda a traerme un tercio de alfalfa pa mi yegua —ordenó secamente la Pintada.<br />
Luego tendió la soga a un soldado.<br />
Una vez más llenaron los vasos y las copas. Algunos comenzaban a doblar el cuello y a entrecerrar<br />
los ojos; la mayoría gritaba jubilosa.<br />
Y entre ellos la muchacha de Luis Cervantes, que había tirado todo el vino en un pañuelo, tornaba de<br />
una parte a la otra sus grandes ojos azules, llenos de azoro.<br />
—Muchachos —gritó de pie el güero Margarito, dominando con su voz aguda y gutural el vocerío—,<br />
estoy cansado de vivir y me han dado ganas ahora de matarme. La Pintada ya me hartó... y este<br />
querubincito del cielo no arrienda siquiera a verme...<br />
Luis Cervantes notó que las últimas palabras iban dirigidas a su novia, y con gran sorpresa vino a<br />
cuentas de que el pie que sentía entre los de la muchacha no era de <strong>De</strong>metrio, sino del güero<br />
Margarito.<br />
Y la indignación hirvió en su pecho.<br />
— ¡Fíjense, muchachos —prosiguió el güero con el revólver en lo alto—; me voy a pegar un tiro<br />
en la merita frente!<br />
Y apuntó al gran espejo del fondo, donde se veía de cuerpo entero.<br />
— ¡No te buigas, Pintadal...<br />
El espejo se estrelló en largos y puntiagudos fragmentos. La bala había pasado rozando los cabellos<br />
de la Pintada, que ni pestañeó siquiera.