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sin saber por qué<br />
ni por qué sé yo...<br />
Humo de cigarro, olor penetrante de ropas sudadas, emanaciones alcohólicas y el respirar de una<br />
multitud; hacinamiento peor que el de un carro de cerdos. Predominaban los de sombrero tejano,<br />
toquilla de galón y vestidos de kaki.<br />
— Caballeros, un señor decente me ha robado mi petaca en la estación de Silao... <strong>Los</strong> ahorros de<br />
toda mi vida de trabajo. No tengo para darle de comer a mi niño.<br />
La voz era aguda, chillona y plañidera; pero se extinguía a corta distancia en el vocerío que llenaba el<br />
carro.<br />
—¿Qué dice esa vieja? —preguntó el güero Margarito entrando en busca de un asiento.<br />
— Que una petaca... que un niño decente... —respondió Pancracio, que ya había encontrado las<br />
rodillas de unos paisanos para sentarse.<br />
<strong>De</strong>metrio y los demás se abrían paso a fuerza de codos. Y como los que soportaban a Pancracio<br />
prefirieran abandonar los asientos y seguir de pie, <strong>De</strong>metrio y Luis Cervantes los aprovecharon<br />
gustosos.<br />
Una señora que venía parada desde Irapuato con un niño en brazos sufrió un desmayo. Un paisano<br />
se aprontó a tomar en sus manos a la criatura. El resto no se dio por entendido: las hembras de tropa<br />
ocupaban dos o tres asientos cada una con maletas, perros, gatos y cotorras. Al contrario, los de<br />
sombrero tejano rieron mucho de la robustez de muslos y laxitud de pechos de la desmayada.<br />
—Caballeros, un señor decente me ha robado mi petaca en la estación de Silao... <strong>Los</strong> ahorros de<br />
toda<br />
mi vida de trabajo... No tengo ahora ni para darle de comer ami niño...<br />
La vieja habla de prisa y automáticamente suspira y solloza. Sus ojos, muy vivos, se vuelven de todos<br />
lados. Y aquí recoge un billete, y más allá otro. Le llueven en abundancia. Acaba una colecta y<br />
adelanta unos cuantos asientos:<br />
— Caballeros, un señor decente me ha robado mi petaca en la estación de Silao...<br />
El efecto de sus palabras es seguro e inmediato.<br />
— ¡Un señor decente! ¡Un señor decente que se roba una petaca! ¡Eso es incalificable! Eso<br />
despierta un sentimiento de indignación general. ¡Oh, es lástima que ese señor decente no esté a la<br />
mano para que lo fusilen siquiera cada uno de los generales que van allí!<br />
—Porque a mí no hay cosa que me dé tanto coraje como un curro ratero —dice uno, reventando de<br />
dignidad.<br />
—¡Robar a una pobre señora!<br />
— ¡Robar a una infeliz mujer que no puede defenderse!<br />
Y todos manifiestan el enternecimiento de su corazón de palabras y de obra: una insolencia para el<br />
ladrón y un bilimbique de cinco pesos para la víctima.<br />
— Yo, la verdad les digo, no creo que sea malo matar, porque cuando uno mata lo hace siempre<br />
con coraje; ¿pero robar?... —clama el güero Margarito.<br />
Todos parecen asentir ante tan graves razones; pero, tras breve silencio y momentos de reflexión, un<br />
coronel aventura su parecer:<br />
— La verdá es que todo tiene sus "asigunes". ¿Para qué es más que la verdá? La purita verdá es<br />
que yo he<br />
— robao... y si digo que todos los que venemos aquí hemos hecho lo mesmo, se me afigura que<br />
no echo mentiras...