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IV<br />
Al atardecer despertó Luis Cervantes, se restregó los ojos y se incorporó. Se encontraba en el suelo<br />
duro, entre los tiestos del huerto. Cerca de él respiraban ruidosamente, muy dormidos, Anastasio<br />
Montañés, Pancracio y la Codorniz.<br />
Sintió los labios hinchados y la nariz dura y seca; se miró sangre en las manos y en la camisa, e<br />
instantáneamente hizo memoria de lo ocurrido. Pronto se puso de pie y se encaminó hacia una<br />
recámara; empujó la puerta rcpetidas veces, sin conseguir abrirla. Mantúvose indeciso algunos<br />
instantes.<br />
Porque todo era cierto; estaba seguro de no haber soñado. <strong>De</strong> la mesa del comedor se había<br />
levantado con su compañera, la condujo a la recámara; pero antes de cerrar la puerta, <strong>De</strong>metrio,<br />
tambaleándose de borracho, se precipitó tras ellos. Luego la Pintada siguió a <strong>De</strong>metrio, y<br />
comenzaron a forcejear. <strong>De</strong>metrio, con los ojos encendidos como una brasa y hebras cristalinas en<br />
los burdos labios, buscaba con avidez a la muchacha. La Pintada, a fuertes empellones, lo hacía retroceder.<br />
—¡Pero tú qué!... ¿Tú qué?... —ululaba <strong>De</strong>metrio irritado.<br />
La Pintada metió la pierna entre las de él, hizo palanca y <strong>De</strong>metrio cayó de largo, fuera del cuarto. Se<br />
levantó furioso.<br />
—¡Auxilio!... ¡Auxilio!... ¡Que me matal...<br />
La Pintada cogía vigorosamente la muñeca de <strong>De</strong>metrio y desviaba el cañón de su pistola.<br />
La hala se incrustó en los ladrillos. La Pintada seguía<br />
berreando. Anastasio Montañés llegó detrás de <strong>De</strong>metrio y lo desarmó.<br />
Este, como toro a media plaza, volvió sus ojos extraviados. Le rodeaban Luis Cervantes, Anastasio,<br />
el Manteca y otros muchos.<br />
—¡Infelices!... ¡Me han desarmado!... ¡Como si pa ustedes se necesitaran armas!<br />
Y abriendo los brazos, en brevísimos instantes volteó de narices sobre el enladrillado al que alcanzó.<br />
¿Y después? Luis Cervantes no recordaba más. Seguramente que allí se habían quedado bien<br />
aporreados y dormidos. Seguramente que su novia, por miedo a tanto bruto, había tomado la sabia<br />
providencia de encerrarse.<br />
"Tal vez esa recámara comunique con la sala y por ella pueda entrar", pensó.<br />
A sus pasos despertó la Pintada, que dormía cerca de <strong>De</strong>metrio, sobre la alfombra y al pie de un<br />
confidente colmado de alfalfa y maíz donde la yegua negra cenaba.<br />
— ¿Qué busca? —preguntó la muchacha—. ¡Ah, sí; ya sé lo que quiere!... ¡Sinvergüenzal... Mire,<br />
encerré a su novia porque ya no podía aguantar a este condenado de <strong>De</strong>metrio. Coja la llave, allí está<br />
sobre la mesa.<br />
En vano Luis Cervantes buscó por todos los escondrijos de la casa.<br />
— A ver, curro, cuénteme cómo estuvo eso de esa muchacha.<br />
Luis Cervantes, muy nervioso, seguía buscando la llave.<br />
—No coma ansia, hombre, allá se la voy a dar. Pero cuénteme... A mí me divierten mucho estas<br />
cosas. Esa currita es igual a usté... No es pata rajada como nosotros.<br />
— No tengo qué contar... Es mi novia y ya.<br />
— da, ja, jal... ¡Su novia y... no! Mire, curro, adonde usté va yo ya vengo. Tengo el colmillo duro. A<br />
esa pobre la sacaron de su casa entre el Manteca y el Meco; eso ya lo sabía...; pero usté les ha de<br />
haber dado por ella... algunas mancuernillas chapeadas... alguna estampita milagrosa del Señor de la