Cuentos_Dia_E

Aquel día, como la familia había decidido ir de jira al
campo, mi tía vendría con su coche a recogernos y a llevarnos
cerca de un pueblecito a orillas de un arroyo.
Mi madrastra —mi madre murió cuando yo tenía cinco
años— nos había preparado un buen desayuno que mi hermana
mayor comió con gran apetito mientras que yo no pude
tragar nada.
Sobre las nueve mi padre nos dijo que nos diéramos prisa.
De repente se oyó la bocina de un coche. Me precipité al
pie de la escalinata dando saltos y brincos. Ahí estaba mi tía
resplandeciente de belleza, vestida con un abrigo amarillo y la
cabeza envuelta, a modo de turbante, en un gran pañuelo del
mismo color. Se apeó y me lancé hacia ella como un huracán
y en un visto y no visto nos abrazamos y quedamos tan unidas
como si en lugar de dos personas fuéramos una sola. Un
minuto después el resto de la familia la abrazó cariñosamente.
Pronto ella nos dijo que subiéramos al coche porque era hora
de salir y propuso a mi padre conducir el coche para sentarse
detrás a mi lado. Yo le sonreí con adoración. Mi padre, feliz,
arrancó.
Aquella mañana no había viento, sin embargo, con las
ventanillas abiertas al fresco de la mañana, la velocidad —aunque
muy moderada a mí me parecía vertiginosa— despeinó mis
cabellos y sin pensar lancé al aire mi boina de lana. Entonces
Carmen giró la cabeza y me guiñó un ojo.
Por el camino hablamos en voz baja de su vida en Madrid,
de mis amigas y del colegio, de los libros que leía y así, poco
a poco, entramos en nuestro imaginario poblado de seres extraños
como los elfos que yo veía —o creía ver— atravesar mi
cuarto por la noche cuando no podía dormir. Mi tía no era
una adulta como las demás porque tenía una dimensión especial:
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