Cuentos_Dia_E

Una de mis hijas, siendo muy niña, me pidió de improviso una
noche, a la hora de los cuentos: «Cuéntame un cuento de los que te
contaba la abuela; pero que no sea de los de Caperucita o así».
En el apuro me vino a la memoria uno que hablaba de una princesa
encerrada en una torre con su doncella. No era yo capaz de recordar por
qué ni qué pasaba. Solo, eso sí, que la pobre princesa le preguntaba de
continuo a la doncella con voz débil y quejumbrosa:
—Cítara, ¿viene Pólvora?
—Ni viene ni asoma
—¡Ay, pobre de mí, en estos mundos sola!
Llamándose Cítara se veía claro que era también bella y dulcísima
como la princesa. Pero ¿Pólvora?, ¿quién sería Pólvora? No sabía
yo cómo armar el argumento, pero el diálogo resultaba, en cualquier
caso, conmovedor y daba pie a echar a volar la imaginación. Así lo
hicimos, a medias, mi hija y yo.
Toda la vida he pensado que los cuentos arrancan siempre, o
tienen en su raíz, un sentimiento universal. Los cuentos infantiles configuran
nuestro espíritu, como los de la tradición oral traducen el espíritu de
un pueblo. Cualquier cuento condensa muchas experiencias humanas y la
lengua en que se encarnan aporta valores expresivos de su tradición.
Aprender a contar en español significa conectar con las vivencias
multiformes de una lengua que nació mestiza y que recogió en sí
afluencias de muchas culturas.
Víctor García de la Concha,
Director del Instituto Cervantes
Madrid, julio 2013
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