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NUEVAS AVENTURAS DEL LADRÓN DE DISCOS - Rolling Stone

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C ARLOS SAMPAYO<br />

<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

Ahora. Ahora que es otoño, veo sin desprecio al joven emprendedor<br />

que se tomó las de Villadiego, lo cual sigue siendo un pequeño<br />

triunfo retrospectivo.<br />

Sé que la desilusión ante el primer disco bastardo de Miles Davis<br />

llegado a sus oídos en 1972, no fue un capricho. El disco: On the<br />

Corner.<br />

También se recuerda sollozando en público, en la sección discos<br />

de El Corte Inglés de Barcelona, ante las primeras notas de The Bill<br />

Evans Album. Aquí la emoción de un reencuentro.<br />

Desilusión y sollozos, el mismo día.<br />

Allí el ladrón, solo de toda soledad, viviendo en oscura casa de<br />

pensión, incomprendido por el medio y viceversa, sólo disponía de<br />

una radio portátil sin auriculares. Era la época del “rock sinfónico”,<br />

pero de jazz, ni las migajas. Sin embargo, una noche serena (es<br />

decir, privada de ilusiones), apareció un programa, unas notas, una<br />

voz amiga. Otro ladrón hablaba desde un micrófono y los sonidos<br />

confluían en dos corazones. Era un jazz yugoslavo, muy elaborado.<br />

Titoísta. Algo es algo.<br />

Al día siguiente, de regreso al Corte Inglés, y The Bill Evans<br />

Album fue a parar al armario y, así, se convirtió en la primera<br />

adquisición europea de una nueva discoteca.<br />

El problema era que no había dónde ponerlo.<br />

Ni amigos que ofrecieran su casa con tocadiscos para escucharlo.<br />

Ni otros oídos ávidos, para no hablar de corazones sangrantes.<br />

Por lo que el disco permaneció mudo durante un tiempo, hasta que<br />

un plato flamante aceptó su redondez; entonces, ya le habían nacido<br />

unos cuantos hermanos silenciosos.<br />

Con el éxodo, parecía haberse quedado la memoria de lo habido<br />

y sabido. Sí, Harold Land era el que había tocado con Clifford<br />

Brown, pero nada más. El corazón no palpitaba con testimonios<br />

cruzados, anécdotas o suposiciones; los discos iban por un lado,<br />

mientras los sueños se perdían en el almacenamiento de datos<br />

vitales, como la nueva denominación ibérica de los objetos: púa era<br />

ahora aguja, una discoteca era un lugar de baile, el altoparlante se<br />

había convertido en altavoz… y nadie tenía idea de quién era<br />

Harold Land. Ni de quién era yo.<br />

O había sido.<br />

Admitamos que yo tampoco. Tardío en todo desarrollo, a los<br />

veintinueve años no me había dado cuenta de nada.<br />

Harold bien merecía el riesgo de un delito. Un degüello del infiel<br />

o una apropiación debida.<br />

Pero, por más propensos al autoengaño que seamos los entusiastas<br />

del jazz, las piernas ya no responden y toda persecución,<br />

disco en mano (o bolsillo), ¡oh miserable objeto de hoy! terminará<br />

con el apresamiento y derivada humillación:<br />

–¿No le da vergüenza, a su edad?<br />

–¿Y qué edad tengo yo?<br />

El ahora interpelado se pone a calcular, me suelta el brazo, pone<br />

cara de Stuart Mill y dice, con un suspiro:<br />

–Le calculo unos setenta y cinco, años más, años menos.<br />

Unos setenta y cinco. No está mal, me salvaré por vejez mientras<br />

mis lozanos y espléndidos sesenta y tres ríen desde el fondo del<br />

disco (¡CD, imbécil!) olvidado por Stuart Mill, que, preso de sus<br />

cálculos y estadísticas, me deja ir como si con el cálculo (años más,<br />

años menos) fuera suficiente castigo. Así que, antes de retirarme,<br />

me animo a decirle:<br />

–Conozco grandes hombres de setenta y cinco años y más, grandes<br />

pensadores y moralistas, extraordinarios poetas…<br />

No sé por qué lo digo, aunque sí sé por qué rengueo exageradamente<br />

en vez de ponerme a correr, presa del júbilo, exultante de<br />

haber recuperado la juventud, la pasión, esa forma nada oblicua del<br />

deseo que es la música encerrada en un disco, nada menos que The<br />

Fox de Harold Land, que es como decir lo mejor de lo no evidente<br />

y celebrar la captura de lo indirecto, de lo injustamente postergado,<br />

porque The Fox, disco que no compra casi nadie, salvo algún<br />

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