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Sant Jordi’15

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Estuvimos caminando durante casi una hora antes de llegar a un muelle. Si no fuera<br />

por los barcos que había en él, hubiera pensado que estaba completamente<br />

abandonado. No había rastro de personas humanas en un ratio de cien metros, por lo<br />

menos. Se sentó en el suelo, y puso los pies en el agua. Me pareció muy curioso que<br />

hiciera eso, puesto que estábamos a unos tres grados de temperatura, y aún se veía<br />

nieve por las calles. Pero lo que más me sorprendió fue que empezó a hablar. Me<br />

explicó lo sola y diferente que se sentía, me dijo que toda la gente que la rodeaba<br />

estaba de acuerdo con el modo que les habían enseñado de quererse, un modo<br />

temporal e instantáneo, y que ella no podía entenderlo. Ella creía en el amor eterno.<br />

Ella creía que alguien podía despertar cada mañana al lado de la persona que le<br />

hacía feliz, y no cansarse nunca. Me dijo que necesitaba sentirse amada. Después se<br />

echó a llorar. Sin más. Me miró a los ojos y empezó a llorar como nunca había visto<br />

llorar a nadie, ni siquiera a mí mismo. Aunque no soy de llorar, cuando lloro, lloro<br />

mucho. Me explicó que se había sentido así durante casi toda su vida y, cuando<br />

terminó de relatarme la que me pareció la peor infancia para un crío, me miró a los<br />

ojos. Los suyos estaban rojos e hinchados por las lágrimas, pero aun así me parecieron<br />

preciosos, diferentes, brillantes. Suyos. Y entonces, justo en ese instante, supe que<br />

estaba perdido. No tuve más remedio que besarla cuando vi que ella sonreía, porque<br />

también lo supo.<br />

Pasamos toda la noche en ese maldito muelle, acostados, en el sentido más inocente<br />

de la palabra. No hicimos el amor, ni siquiera lo intenté como habría hecho con<br />

cualquier otra chica. Sólo me tumbé ahí, a su lado, y disfruté de sus labios. Nuestras<br />

manos no se separaron en toda la noche, encajaban a la perfección. Pero al salir el<br />

sol, me abandonó. Se levantó, me dijo que era tarde, me dio un último beso, y se fue. Y<br />

yo me quedé ahí mirándola. No la supe parar, no supe evitar que se fuera – a pesar de<br />

ver en sus ojos que me lo estaba rogando – y la dejé ir. Les juro que nunca me<br />

perdonaré por ello.<br />

Por suerte o por desgracia, dos meses después, cuando ya casi no me dolía recordar<br />

sus besos, la volví a encontrar en el andén del tren que me llevaba a la universidad. No<br />

nos habíamos visto des de la noche en que el amor me atrapó como a un pez en sus<br />

macabras redes. Me sonrió, y me mostró su camiseta, dónde se leía perfectamente el<br />

nombre de la universidad a la que asistía que, obviamente, no era la misma que la<br />

mía. No puedo recordar a cuál fue, pero era muy lista. Creo que fue a Oxford o algo<br />

así. Quién sabe, igual conoció al amor de su vida allí. Esa vez, en la estación, fue ella<br />

quien se acercó. Me dio dos besos y me habló sobre lo que había estado haciendo<br />

estos dos meses. No mencionó nada de la última vez que nos vimos, ni siquiera me<br />

preguntó que cómo había logrado olvidarla. Aunque, sinceramente, tampoco creo<br />

que le importara. Parecía haber olvidado cómo reparé su corazón con trozos del mío.<br />

Subimos al tren, se sentó a mi lado, y me dijo la parada en la que bajaba. Y le sonreí,<br />

como si la vida no me hubiera quitado las ganas de hacerlo.<br />

Tengo que decirles que estaba guapísima. Había ganado un poco del peso que le<br />

faltaba, y se había peinado el pelo. Lo llevaba suelto y sus negros rizos caían por sus<br />

hombros hasta alcanzar su pecho. Se había maquillado un poco, aunque sé que<br />

nunca lo hacía porque el delineador de ojos le había quedado completamente<br />

irregular. Tenía los labios y las mejillas algo rosadas y, junto con la forma de la cara,<br />

parecía un poco una niña. Esto me hizo sonreír, su inocencia me tenía cautivado.<br />

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