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La gárgola<br />
La señora Emma Laurie vivía en el<br />
número ocho de Park Lane, una calleja<br />
tortuosa y, a menudo, embarrada, que,<br />
desde el otoño a la primavera, había que<br />
atravesar apoyándose con firmeza en<br />
unas cuantas baldosas que el señor<br />
Laurie había dejado caer años antes, aquí<br />
y allá, bajo la sombría protección del<br />
alero de la casa, hasta poder cruzar a la<br />
calle principal asfaltada por el<br />
ayuntamiento. La anciana señora bajaba<br />
por la callejita cada día para hacer la<br />
compra tambaleándose bajo el peso de<br />
una gárgola, que aleteaba, exactamente<br />
del mismo modo que los buitres, para<br />
mantener el equilibrio sobre su hombro<br />
huesudo. Aunque arrastraba un<br />
deshilachado bolsón de cuadros<br />
escoceses en la otra mano para<br />
compensar el trabajo del brazo izquierdo,<br />
de hecho, se la veía tan claramente<br />
arqueada y torcida desde la cadera a la<br />
cabecita gris, caminando a pasos tan<br />
lentos y forzados con sus diminutos pies<br />
enfundados en las mullidas zapatillas<br />
negras, que resultaba imposible no<br />
imaginarla como una interrogación<br />
ambulante.<br />
El señor Laurie acostumbraba a<br />
realizar frecuentes viajes, que lo alejaban<br />
de la casa por un día o dos. Regresaba<br />
cargado de yogures. Siempre vestía<br />
chaleco y una chaqueta de pana de estilo<br />
cazador. Le agradaba particularmente el<br />
color rojo, sobre todo desde que vio unos<br />
rasguños algo profundos que la gárgola le<br />
había provocado a Emma en la clavícula<br />
al aferrarse para no resbalar, en aquellos<br />
tiempos en que todavía vacilaba,<br />
inestable, sobre su espalda. Pintó la<br />
puerta de la casa del mismo tono; luego<br />
le colgó un llamador en forma de garra<br />
de águila que sostenía una pelota.<br />
La gárgola solía imponer su opinión<br />
sobre cualquier asunto que considerara<br />
que afectaba a los defectos y las<br />
obligaciones de Emma. Le chiflaba<br />
expresarse como una antigua institutriz<br />
decimonónica, con una dulzura maternal<br />
machacona y terca; sin embargo, la<br />
señora Laurie la obedecía con tal<br />
humildad que se transparentaba su<br />
terror. Nadie en el pueblo daba crédito a<br />
su paciencia, o su resignación, con el<br />
vejestorio emplumado, impertinente y<br />
grosero, hasta que unas amigas fueron<br />
testigos de las razones de su sumisión<br />
durante una merienda. Deseaban<br />
celebrar esplendorosamente el<br />
cumpleaños de la más joven en una<br />
adorable –y carísima– casa de té a las<br />
afueras del pueblo, entre jardines de<br />
rosales amarillos y hortensias<br />
reventonas. Se sentaron, muy<br />
ceremoniosas, charlando como palomas<br />
que zurean en el mes de mayo, en una<br />
mesa cubierta por manteles de bordado<br />
Richelieu y tazas de porcelana miniadas<br />
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