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Culdbura nº 3

Revista cultural online de Burgos (ES)

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La gárgola<br />

La señora Emma Laurie vivía en el<br />

número ocho de Park Lane, una calleja<br />

tortuosa y, a menudo, embarrada, que,<br />

desde el otoño a la primavera, había que<br />

atravesar apoyándose con firmeza en<br />

unas cuantas baldosas que el señor<br />

Laurie había dejado caer años antes, aquí<br />

y allá, bajo la sombría protección del<br />

alero de la casa, hasta poder cruzar a la<br />

calle principal asfaltada por el<br />

ayuntamiento. La anciana señora bajaba<br />

por la callejita cada día para hacer la<br />

compra tambaleándose bajo el peso de<br />

una gárgola, que aleteaba, exactamente<br />

del mismo modo que los buitres, para<br />

mantener el equilibrio sobre su hombro<br />

huesudo. Aunque arrastraba un<br />

deshilachado bolsón de cuadros<br />

escoceses en la otra mano para<br />

compensar el trabajo del brazo izquierdo,<br />

de hecho, se la veía tan claramente<br />

arqueada y torcida desde la cadera a la<br />

cabecita gris, caminando a pasos tan<br />

lentos y forzados con sus diminutos pies<br />

enfundados en las mullidas zapatillas<br />

negras, que resultaba imposible no<br />

imaginarla como una interrogación<br />

ambulante.<br />

El señor Laurie acostumbraba a<br />

realizar frecuentes viajes, que lo alejaban<br />

de la casa por un día o dos. Regresaba<br />

cargado de yogures. Siempre vestía<br />

chaleco y una chaqueta de pana de estilo<br />

cazador. Le agradaba particularmente el<br />

color rojo, sobre todo desde que vio unos<br />

rasguños algo profundos que la gárgola le<br />

había provocado a Emma en la clavícula<br />

al aferrarse para no resbalar, en aquellos<br />

tiempos en que todavía vacilaba,<br />

inestable, sobre su espalda. Pintó la<br />

puerta de la casa del mismo tono; luego<br />

le colgó un llamador en forma de garra<br />

de águila que sostenía una pelota.<br />

La gárgola solía imponer su opinión<br />

sobre cualquier asunto que considerara<br />

que afectaba a los defectos y las<br />

obligaciones de Emma. Le chiflaba<br />

expresarse como una antigua institutriz<br />

decimonónica, con una dulzura maternal<br />

machacona y terca; sin embargo, la<br />

señora Laurie la obedecía con tal<br />

humildad que se transparentaba su<br />

terror. Nadie en el pueblo daba crédito a<br />

su paciencia, o su resignación, con el<br />

vejestorio emplumado, impertinente y<br />

grosero, hasta que unas amigas fueron<br />

testigos de las razones de su sumisión<br />

durante una merienda. Deseaban<br />

celebrar esplendorosamente el<br />

cumpleaños de la más joven en una<br />

adorable –y carísima– casa de té a las<br />

afueras del pueblo, entre jardines de<br />

rosales amarillos y hortensias<br />

reventonas. Se sentaron, muy<br />

ceremoniosas, charlando como palomas<br />

que zurean en el mes de mayo, en una<br />

mesa cubierta por manteles de bordado<br />

Richelieu y tazas de porcelana miniadas<br />

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