flores rojas —pero de plástico, porque se habían inundado las carreteras con el chaparrón y la florista sólo consiguió aparcar su furgoneta tres días más tarde. Por entonces, la gárgola le dio a Emma un respirete: se apoderó de ella un alivio brutal. Vació la nevera. Descubrió un nido de ratones en el semisótano y los exterminó. El enlucido de las paredes del exterior había ido descascarillándose de modo casi imperceptible durante una década, hasta que se asomaron jirones de la madera original; contrató un operario barato que, raspando, raspando, las desnudó de porquería. Ahora pensaba a menudo en su marido: si sería feliz o si sufriría con el viento frío de marzo, tumbado en su caja. Soñó que él y el señor Miller habían ido de pesca y traían enganchadas en las cañas las piernas ortopédicas de ella: el sobresalto la despertó mientras se palpaba las canillas, por si acaso. Estaba limpiando el polvo del taquillón cuando la ahogaron pensamientos confusos sobre el más allá. La gárgola estaba dormida, apoyada en una pata, y roncaba por los orificios nasales del pico como un gigantesco periquito deforme. Notó que ya le iban doliendo a punzadas los riñones y los codos; incluso, le hormigueaba el callo que se le había formado en el hueso que servía a la gárgola de percha. Se sentía vieja, pero sin desarrollar, como una bellota verde vacía que se arruga y golpea el suelo del bosque... Al concluir su tarea, todavía sin soltar el trapo, se dejó caer lentamente en una silla. —Estoy cansada —declaró al silencio. En el pueblo, los meses de verano sucedieron a los anteriores del modo correcto, en un orden natural no aleatorio. Emma agonizaba a solas, arropada en su cama, en tanto la gárgola se estaba columpiando, incómoda, en las volutas metálicas del cabecero. —Me muero, cariño —murmuró la señora Laurie, aferrando el embozo de la sábana; sus manos y sus pies se habían convertido en sarmientos—. Esto es el final de todo, me doy cuenta... —rompió a sollozar desesperadamente, buscando en el pájaro una pizca de consuelo—. Dios mío... ¿hay algo más después? —Para ti, nada —gruñó la gárgola, seca, atusándose el plumaje en persecución de un piojo; sus iris amarillos contemplaron fijamente los ojos muy abiertos, espantados, de la anciana, que expiraba sin ruido, con un leve gesto de dolor. Las amigas íntimas se hicieron cargo del entierro, que no fue muy concurrido, pero tampoco solitario: una despedida razonable de aquellas que la amaban. La gárgola siguió costeando cada mes la tasa del agua y las basuras; abandonó el pago de la electricidad, porque se le cansaba mucho la vista, después de tanto trabajo duro de madrugada aleccionando a la tozuda de Emma, y ya sólo soportaba acomodarla a la suave luz diurna del sol tras las cortinas; por otro lado, no tenía intención ninguna de gastar en calefacción: su plumaje la calentaba de maravilla y, si la noche quería presentarse muy áspera, sobraban en la casa suficientes mantas y edredones entre los que acurrucarse. Ocasionalmente, escribía postales anodinas al señor Miller y renovaba las flores rojas en la tumba de mármol del señor Laurie. Dado que no necesitaba usar el camino embarrado para salir a hacer la compra —con un aleteo torparrón alcanzaba enseguida la calle principal—, las baldosas resquebrajadas sucumbieron lentamente a los barrizales de primavera, hasta que el número ocho de Park Lane quedó aislado del mundo por tierra, convertido en una isla Página42
misteriosa entre la niebla invernal, en un extraño y triste Avalon. Tras el fallecimiento de la señora Laurie, se pudo comprobar que el monstruo azulado que había pasado años oprimiendo y espachurrando aquel cuerpecillo femenino era el auténtico ser vivo, pensante, y que la anciana no había sido más que su poste, su andador, su taca-taca. Mercedes García Rega Página43