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otra. ¡Ah...! ¡Qué felicidad compartir esos<br />
cotilleos, para anticiparse a los envidiosos<br />
y a los tontos! La señora Laurie casi<br />
nunca se daba cuenta de los<br />
pensamientos ajenos, pero la gárgola...<br />
¡la gárgola era muy lista! A pesar de que<br />
Emma estaba acostumbrada a que ni una<br />
de las circunstancias de su existencia<br />
quedara a salvo de la inquina y la<br />
agudeza del pájaro, había un detalle en el<br />
que aún le molestaba que hurgase con<br />
sus discursos: el señor Miller. El señor<br />
Miller ocupaba una pequeña parte entre<br />
sus posesiones: concretamente, el<br />
interior de una caja rectangular decorada<br />
con espejuelos y bordaduras indias; pero<br />
en sus pensamientos llenaba varios<br />
armarios roperos y se extendía a lo largo<br />
de infinitos tapices que destilaban figuras<br />
enigmáticas en sus sueños. El señor<br />
Miller y la señora Laurie se habían<br />
conocido cuando la gárgola, más<br />
jovencita y menos tripuda, le permitía a<br />
Emma caminar erguida, inclinando sólo el<br />
cuello y balanceando ligeramente una<br />
cadera para compensar: estas cualidades,<br />
junto a su corto cabello rubio, le daban,<br />
en aquel tiempo, un porte encantador y<br />
especial. Emma enloqueció de amor por<br />
el señor Miller, pero nunca se lo confesó,<br />
excepto con miradas ardientes. Él era<br />
también demasiado tímido, aunque<br />
detallista y amable; no se decidía a robar<br />
el beso que ella ansiaba fuera robado.<br />
¿Por qué Emma no se percató de eso?<br />
¿Por qué nunca tomó la iniciativa, en uno<br />
de aquellos días azules entre los<br />
manzanos? ¿Por qué, a pesar de que se<br />
estuvieron viendo con cierta regularidad<br />
durante diez años, y carteándose treinta<br />
y dos, no se atrevió a sincerarse alguna<br />
vez acerca de sus intensos y jamás<br />
olvidados sentimientos? Como<br />
sentenciaba de tanto en tanto la gárgola,<br />
despiojándose su plumaje de pavo real<br />
displicentemente (y en esto Emma<br />
coincidía con fervor), el señor Miller debía<br />
hacerlo primero y debía haberlo hecho en<br />
su momento. ¿Acaso no parecía que él le<br />
daba indicios, y acaso ella no le respondió<br />
con señales clarísimas? Si no las había<br />
tomado en cuenta, debía de ser porque<br />
Emma estaba amargamente equivocada<br />
en sus intuiciones, o bien —este<br />
pensamiento la obsesionaba y le<br />
escocía— porque no merecía retribución<br />
similar; por tanto, la gárgola y ella<br />
concluyeron que convenía más, para la<br />
seguridad de su corazón, permanecer a la<br />
espera, en un penumbroso silencio<br />
infestado de palabras podridas. Ni el beso<br />
ni la declaración de amor se produjeron<br />
jamás. Por otra parte, después ya no<br />
hubiera sido decoroso, a causa del señor<br />
Laurie, que precisamente entraba por la<br />
puerta en ese instante, cargado de<br />
berenjenas. El señor Laurie había sido un<br />
novio fiable y un buen esposo. Incluso,<br />
un esposo ejemplar. No discutían,<br />
prácticamente. Pasaba las mañanas en su<br />
despacho, sin molestar, y comía sin<br />
escupir fragmentos alimenticios. En<br />
conjunto, Emma experimentaba gratitud<br />
por su vida en común: una vida tranquila,<br />
con pocas expectativas, pero muy<br />
manejable. Si de tarde en tarde dejaba<br />
que sensuales monstruos con el rostro<br />
del señor Miller asaltaran sus pesadillas,<br />
la cruel gárgola los reprimía con prolijos<br />
sermones y picotazos que le quitaban las<br />
ganas de repetir.<br />
El señor Laurie murió un invierno<br />
lluvioso, en que la calle, delante de la<br />
puerta pintada de rojo, se había<br />
convertido en un cenagal. Hubo que<br />
llevarlo chapoteando a enterrar en el<br />
estrecho cementerio, que, por suerte, se<br />
encontraba a distancia de un relajado<br />
paseo de Park Lane; su esposa se<br />
encargó de saturar la losa con ramos de<br />
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