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Christiane F, <strong>drogadicta</strong> y <strong>prostituta</strong>, capítulo <strong>IX</strong><br />

hubiese podido hacerle a daño a nadie y el sólo ver un acto de violencia me enfermaba. Yo<br />

pensaba entonces que los miembros de la pandilla de Baader realizaban un acertado análisis<br />

de la realidad actual. Que no se podía cambiar esta sociedad podrida si no era a través de la<br />

violencia.<br />

La historia de Stella logró conmover a mi padre. Dijo que se contentaría con sacarla de la<br />

cárcel y adoptarla. Por mi parte, lo convencí de que si no estábamos juntas, Stella y yo,<br />

volveríamos a reincidir en la droga. El cuento lo ponía ante la evidencia de estar enfrentado<br />

ante el último intento de lucha. Una suerte de última oportunidad. Era un razonamiento idiota<br />

pero ¿cómo podía llegar a saberlo? Mi padre no empleó, ciertamente, el método adecuado<br />

conmigo durante el tiempo que permanecí junto a él pero hizo lo que pudo. Igual que mi madre.<br />

Mi padre se dedicó a tramitar la tutela de Stella a través de visitadoras sociales. Estas<br />

últimas se negaban a dejarla en libertad. Decían que se encontraban al borde del arroyo, tanto<br />

físicamente como psicológicamente. Peor aún que antes de ser arrestada.<br />

Yo me había prometido estar “limpia” para cuando llegara a nuestra casa, pero no fue así. Y<br />

también hice recaer a Stella a partir del primer día. Pero ella habría reincidido de todas<br />

maneras. Después de algunos días hablamos seriamente de nuestro desenganche. Después<br />

adquirimos una técnica perfecta para engañar a mi padre. Para nosotras nos resultaba fácil,<br />

nos repartíamos todas las tareas e igual íbamos al hipódromo por turnos. Siempre en la<br />

Kurfurstentrasse. A buscar clientes en automóvil.<br />

Todo me provocaba tal indiferencia que aquello no me disgustaba. Éramos un grupo de<br />

cuatro chicas: Stella y yo además de las dos Tinas. El destino quiso que ambas se llamaran<br />

Tina. Una tenía un año menos que yo, había cumplido recién catorce años. Trabajábamos al<br />

menos de a dos. Cuando una partía con un cliente, la otra anotaba en forma ostensible el<br />

número de la patente- eso desalentaba a los tipos que deseaban jugarnos alguna jugarreta.<br />

También servía como sistema de protección contra los cabrones. Ya no le teníamos miedo a<br />

los policías. Algunos nos hacían una seña amistosa con la mano cuando salían a patrullar. Uno<br />

de ellos pasó a convertirse en uno de mis clientes habituales. Un fulano enfermo de divertido.<br />

Todo el tiempo reclamaba porque aspiraba a recibir amor: había que explicarle que la<br />

prostitución juvenil era un asunto de trabajo y totalmente ajeno al amor.<br />

El no era el único cliente que se formaba expectativas amorosas. La mayoría deseaban<br />

conversar un poco. Por supuesto, tendían a repetir el mismo cuento: ¿Cómo era posible que<br />

una chica tan bonita como yo hubiera terminado en esto? Debería haber alguna solución, etc.<br />

Era el tipo de infelices que más me exasperaba. A algunos se les metía en la cabeza la idea de<br />

salvarme. Recibí montones de proposiciones matrimoniales. Y en debida forma. Sin embargo,<br />

todos aquellos bellos sentimientos no les impedían explotar el desamparo de las toxicómanas<br />

para su satisfacción personal, con pleno conocimiento de causa. Eran mentirosos como la<br />

noche oscura. ¡Qué tipos! Se imaginaban que nos podrían ayudar cuando ellos mismos<br />

estaban embromados hasta el cuello con sus propios problemas.<br />

La mayoría de ellos eran unos cobardes que no se atrevían a ir con las profesionales. Por<br />

lo general, tenían dificultades con las mujeres hechas y derechas y por eso recurrían a la<br />

prostitución infantil. Ellos no contaban que se sentían terriblemente frustrados por causa de su<br />

esposa, o de su familia, o bien por causa de la vida que llevaban donde nada cambiaba jamás.<br />

En ocasiones, ellos también nos daban la impresión de desearnos, al menos, porque éramos<br />

jóvenes. Nos interrogaban acerca de la juventud actual, sobre sus gustos, su música, su<br />

lenguaje, la moda, la vestimenta, etc.<br />

Una vez, uno de esos tipos, un tipo de unos cincuenta y tantos, quería fumar hachís en<br />

forma muy insistente porque se figuraba que todos los jóvenes lo hacían. Y me pagó para que<br />

lo acompañara. Me entregó el doble de la tarifa y nos fuimos en busca de un revendedor.<br />

Recorrimos la mitad de Berlín y yo no había considerado que en aquella ciudad uno<br />

encontraba heroína en todos los rincones. Sin embargo, en ninguna parte había hachís.<br />

Uno se encontraba con ejemplares retorcidos en este oficio. Había un tipo que me pedía que<br />

lo golpeara con una varilla de acero que, por lo general, llevaba puesta en una de sus piernas<br />

después de sufrir un accidente en motocicleta. Otro llevaba siempre consigo un papel con un<br />

sello azul que tenía aspecto de documento oficial: era un certificado de esterilidad- por lo que<br />

no usaba preservativos. Había otro, el más puerco de todos, me contó que dentro de una sala<br />

de cine podía simular un asalto. Acto seguido, sacó una pistola y me obligó a ocuparme de él<br />

en forma gratuita.<br />

Mis clientes favoritos eran los estudiantes. Ellos iban de a pié. Figuraban entre los clientes<br />

más reprimidos. Pero a mí me gustaba mucho conversar con ellos. Discutíamos el tema de la<br />

pudrición de la sociedad actual. Sólo a ellos los acompañaba a sus habitaciones. Con los otros,<br />

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