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Christiane F, <strong>drogadicta</strong> y <strong>prostituta</strong>, capítulo <strong>IX</strong><br />

de ese lugar me reventaba.- le tenía horror a los alcohólicos- pero yo quería que ellos también<br />

me tuvieran consideración. Quería reafirmarme en una vida que podía ser la mía, en un<br />

porvenir, en el que la droga no tendría presencia. Por tanto, me ejercitaba en el flipper y me<br />

adiestraba en el billar con mucha vehemencia.<br />

También quise aprender a jugar sisca. Quería adiestrarme en todos los juegos masculinos.<br />

Quería ser mejor que los hombres. Si me veía obligada a convivir con aquellos clientes<br />

habituales del bar “Schluckspecht” quería, al menos, hacerme respetar.<br />

Sería una vedette. Tendría mi orgullo. Como los árabes. No le pediría jamás nada a nadie. No<br />

estaría jamás en inferioridad de condiciones.<br />

Pero no aprendí a jugar sisca. Me comencé a sentir nuevamente agobiada por otras<br />

preocupaciones. Las primeras manifestaciones de la crisis de abstinencia se hicieron sentir.<br />

Tenía que ir al Parque todos los días y eso me tomaba tiempo: no podía visitar a Mustafá,<br />

coger mi heroína y largarme. Las palomas de mi padre comían ya cada tres días. A diario debía<br />

hallar una excusa para deshacerme de mi chaperona, Catherine. Y tenía que estar en casa a la<br />

hora que llamaba mi padre para controlarme. En caso de ausencia, no me quedaba otra<br />

alternativa que inventar una excusa creíble y, por cierto, no podía repetirla. No me sentía bien<br />

con esta nueva actitud que había asumido.<br />

Una tarde, en el Parque Hasenheide, dos m<strong>anos</strong> se posaron delante de mis ojos. Me di<br />

vuelta. ¡Detlev! Nos dimos un tremendo abrazo… Yianni nos festejó hecho un loco. Detlev lucía<br />

bien. Estaba “limpio” , dijo. Lo miré a los ojos:” Mi pobre viejo. ¡Qué ingenuo eres! “me dije…tus<br />

ojos te delatan”. Detlev se había desenganchado definitivamente durante su estadía en París.<br />

Sin embargo, al llegar, partió directamente a la Estación Zoo para inyectarse.<br />

Nos fuimos a mi casa. Teníamos tiempo antes de que llegara mi padre. Como mi lecho era<br />

demasiado caluroso, saqué el cubrecama y lo tendí en el suelo. Nos hicimos el amor, felices de<br />

la vida. Después conversamos acerca de nuestra futura desintoxicación. La realizaríamos la<br />

semana entrante. Detlev me contó que Bernd y el habían conseguido dinero para ir a París de<br />

la siguiente manera: encerraron a un cliente en la cocina, le robaron tranquilamente sus Euro<br />

Cheques y los revendieron por mil marcos a un comprador. Bernd se dejó apresar. A él no lo<br />

podían detener porque el tipo ignoraba su nombre.<br />

Comenzamos a reencontrarnos a diario en el Parque Hasenheide. Después, por lo general,<br />

llevaba a Detlev a mi casa. Dejamos de hablar de la desintoxicación porque nos sentíamos<br />

muy felices en ese entonces. Sólo que cada vez empecé a sentirme más presionada por mi<br />

carné de responsabilidades y por la falta de tiempo.<br />

Mi padre multiplicó sus controles y me cargó con un montón de nuevas tareas. Por mi parte,<br />

necesitaba tiempo para compartir con la pandilla de los árabes, sobretodo ahora que tenía<br />

conseguir algo de mercadería para Detlev. Y necesitaba otro tanto - y más aún- para<br />

dedicárselo a Detlev. Nuevamente comencé a sentirme estresada.<br />

Por lo tanto, me di cuenta que no tenía otra alternativa que hacerme de un cliente en la<br />

estación del Zoo. A la hora de almorzar. No le dije nada a Detlev. Pero la alegría que me<br />

embargaba entonces se había esfumado para darle entrada nuevamente a los gajes del oficio<br />

de la drogadicción. A raíz de que ambos aún no estábamos en estado de dependencia- no<br />

temíamos sufrir crisis de abstinencia y no sentíamos necesidad obligatoria de drogarnos -<br />

pudimos disfrutar de varias jornadas sin la compulsión de tener que inyectarnos. Pero eran<br />

cada vez más escasas. Una semana después del regreso de Detlev ¿Quién hizo<br />

sorpresivamente su aparición? Rolf, el marica, el que alojaba a Detlev en su casa. Tenía un<br />

aspecto muy sombrío y pronunció sólo estas tres palabras: “Lo encarcelaron hoy”. Lo habían<br />

cogido en una redada y de inmediato le endosaron el cuento de los Euro- Cheques. El<br />

comprador había dado su nombre.<br />

Partí a encerrarme en los baños públicos para poder llorar a destajo. Nuevamente el futuro<br />

cargado de alegría, desaparecía de nuestros horizontes. La realidad hizo valer sus derechos y<br />

eso significaba que no había esperanza alguna. Para colmo me sentí amenazada por una crisis<br />

de abstinencia. Me resultaba imposible ir tan tranquila donde los árabes a masticar semillas de<br />

girasol para que después me soltaran un poco de heroína. Me fui a la estación del Metro, me<br />

coloqué delante de una vitrina para atraer a los clientes. Pero en esos momentos había una<br />

calma total: un partido de fútbol por la tele. Tampoco había extranjeros a la vista.<br />

De pronto apareció un tipo que conocía: Henri, el maduro cliente de Stella y Babsi. El tipo<br />

que pagaba siempre con mercadería, además de jeringas, pero exigía acostarse. En esos<br />

momentos, cuando me había enterado que Detlev estaba preso- y para rato- todo me daba<br />

igual. Henri no me reconoció pero cuando le dije: “Yo soy Christianne, la amiga de Stella y<br />

Babsi” reaccionó de inmediato. Me propuso acompañarlo. Ofreció dos cuartos. No estaba mal,<br />

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