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1.Mestiza

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Capítulo 5<br />

El día siguiente fue como volver atrás en el tiempo, levantarse<br />

demasiado pronto como para pensar bien y llevar ropa diseñada<br />

para que te pateen el culo. Pero esta vez en cambio, había algunas cosas<br />

diferentes.<br />

Viendo a Aiden, por ejemplo, estaba claro que no iba a ser como los Instructores<br />

que tuve antes. Eran Centinelas o Guardias heridos en el trabajo, o los que querían<br />

asentarse. Antes siempre acababa con Instructores que eran o viejos como la peste o<br />

aburridos de morirse.<br />

Aiden no era nada de eso.<br />

Llevaba el mismo tipo de pantalones de trabajo que robé del armario del almacén,<br />

pero mientras yo llevaba una modesta camiseta blanca, él llevaba una sin mangas. Y<br />

dios, tenía brazos que lucir. Su piel no caía; estaba lejos de ser aburrido, e iba por ahí<br />

cazando daimons.<br />

Pero tenía algo en común con mis anteriores Instructores. Desde el momento en<br />

que entré en el gimnasio, no paró un segundo. Por la forma en que me hizo empezar<br />

con varios ejercicios de calentamiento y mandándome desenrollar todas las esterillas,<br />

supe que me iba a doler todo al acabar el día.<br />

—¿Cuánto recuerdas de tu entrenamiento anterior?<br />

Miré alrededor, viendo cosas que no había visto en tres años —esterillas de entrenamiento<br />

para amortiguar caídas, maniquíes con una piel que parecía real, y un kit<br />

de primeros auxilios en cada esquina. La gente solía sangrar en algún momento del<br />

entrenamiento. Pero la pared más lejana era la que más me interesaba. Estaba cubierta<br />

de cuchillos con mala pinta, con los que nunca llegué a practicar.<br />

—Lo normal: cosas de los libros, entrenamiento ofensivo, técnicas de patadas y<br />

puñetazos —fui directa a la pared de las armas; era como una obligación.<br />

—No mucho entonces.<br />

Cogí una de las delgadas dagas de titanio que solían llevar los Centinelas, asentí.<br />

—Todo lo bueno empezaba justo—<br />

Aiden llegó hasta mí, quitándome la daga de las manos y volviéndola a poner en<br />

la pared. Sus dedos tocaron el filo con respeto.<br />

—No te has ganado el derecho de tocar estas armas, especialmente esa.

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