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Pedro Páramo<br />
Juan Rulfo<br />
sea de cada quien. Ahora ya sé de qué se trata y me da risa. Dizque «usufruto». Vergüenza<br />
debía darle a su patrón ser tan ignorante.<br />
Se acordaba. Estaban en la fonda de Eduviges. Y hasta él le había preguntado:<br />
-Oye, Viges, ¿me puedes prestar el cuarto del rincón?<br />
-Los que usted quiera, don Fulgor; si quiere, ocúpenlos todos. ¿Se van a quedar a<br />
dormir aquí sus hombres?<br />
-No, nada más uno. Despreocúpate de nosotros y vete a dormir. Nomás déjanos la<br />
llave.<br />
-Pues ya le digo, don Fulgor -le dijo Toribio Aldrete-. A usted ni quien le menoscabe lo<br />
hombre que es; pero me lleva la rejodida con ese hijo de la rechintola de su patrón.<br />
Se acordaba. Fue lo último que le oyó decir en sus cinco sentidos. Después se había<br />
comportado como un collón, dando de gritos. «Dizque la fuerza que yo tenía atrás. ¡Vaya!»<br />
Tocó con el mango del chicote la puerta de la casa de Pedro Páramo. Pensó en la<br />
primera vez que lo había hecho, dos semanas atrás. Esperó un buen rato del mismo modo<br />
que tuvo que esperar aquella vez. Miró también, como lo hizo la otra vez, el moño negro<br />
que colgaba del dintel de la puerta. Pero no comentó consigo mismo: «¡Vaya! Los han<br />
encimado. El primero está ya descolorido, el último relumbra como si fuera de seda;<br />
aunque no es más que un trapo teñido».<br />
La primera vez se estuvo esperando hasta llenarse con la idea de que quizá la casa<br />
estuviera deshabitada. Y ya se iba cuando apareció la figura de Pedro Páramo.<br />
-Pasa, Fulgor.<br />
Era la segunda ocasión que se veían. La primera nada más él lo vio; porque el Pedrito<br />
estaba recién nacido. Y ésta. Casi se podía decir que era la primera vez. Y le resultó que le<br />
hablaba como a un igual. ¡Vaya! Lo siguió a grandes trancos, chicoteándose las piernas:<br />
«Sabrá pronto que yo soy el que sabe. Lo sabrá. Y a lo que vengo».<br />
-Siéntate, Fulgor. Aquí hablaremos con más calma.<br />
Estaban en el corral. Pedro Páramo se arrellanó en un pesebre y esperó:<br />
-¿Por qué no te sientas?<br />
-Prefiero estar de pie, Pedro.<br />
-Como tú quieras. Pero no se te olvide el «don».<br />
¿Quién era aquel muchacho para hablarle así? Ni su padre don Lucas Páramo se había<br />
atrevido a hacerlo. Y de pronto éste, que jamás se había parado en la Media Luna, ni<br />
conocía de oídas el trabajo, le hablaba como a un gañán. ¡Vaya, pues!<br />
-¿Cómo anda aquello?<br />
Sintió que llegaba su oportunidad. «Ahora me toca a mí», pensó.<br />
-Mal. No queda nada. Hemos vendido el último ganado.<br />
Comenzó a sacar los papeles para informarle a cuánto ascendía todavía el adeudo. Y ya<br />
iba a decir: «Debemos tanto», cuando oyó:<br />
-¿A quién le debemos? No me importa cuánto, sino a quién.<br />
Le repasó una lista de nombres. Y terminó:<br />
-No hay de dónde sacar para pagar. Ése es el asunto.<br />
-¿Y por qué?<br />
-Porque la familia de usted lo absorbió todo. Pedían y pedían, sin devolver nada. Eso se<br />
paga caro. Ya lo decía yo: «A la larga acabarán con todo». Bueno, pues acabaron. Aunque<br />
hay por allí quien se interese en comprar los terrenos. Y pagan bien. Se podrían cubrir las<br />
libranzas pendientes y todavía quedaría algo; aunque, eso sí, algo mermado.<br />
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