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Pedro Páramo<br />
Juan Rulfo<br />
-Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro<br />
polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre.<br />
¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma? Tu madre decía que cuando<br />
menos nos queda la caridad de Dios. Y tú la niegas, Susana. ¿Por qué me niegas a mí<br />
como tu padre? ¿Estás loca?<br />
-¿No lo sabías?<br />
-¿Estás loca?<br />
-Claro que sí, Bartolomé. ¿No lo sabías?<br />
-¿Sabías, Fulgor, que ésa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra?<br />
Llegué a creer que la había perdido para siempre. Pero ahora no tengo ganas de volverla a<br />
perder. ¿Tú me entiendes, Fulgor? Dile a sú padre que vaya a seguir explotando sus<br />
minas. Y allá... me imagino que será fácil desaparecer al viejo en aquellas regiones adonde<br />
nadie va nunca. ¿No lo crees?<br />
-Puede ser.<br />
-Necesitamos que sea. Ella tiene que quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar<br />
a alguien. ¿No crees tú?<br />
-No lo veo difícil.<br />
-Entonces andando, Fulgor, andando.<br />
-¿Y si ella lo llega a saber?<br />
-¿Quién se lo dirá? A ver, dime, aquí entre nosotros dos, ¿quién se lo dirá?<br />
-Estoy seguro que nadie.<br />
-Quítale el «estoy seguro que». Quítaselo desde ahorita y ya verás como todo sale bien.<br />
Acuérdate del trabajo que dio dar con La Andrómeda. Mándalo para allá a seguir<br />
trabajando. Que vaya y vuelva. Nada de que se le ocurra acarrear con la hija. Ésa aquí se<br />
la cuidamos. Allá estará su trabajo y aquí su casa adonde venga a reconocer. Díselo así,<br />
Fulgor.<br />
-Me vuelve a gustar cómo acciona usted, patrón, como que se le están rejuveneciendo<br />
los ánimos.<br />
Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia. Una lluvia menuda,<br />
extraña para estas tierras que sólo saben de aguaceros. Es domingo. De Apango han<br />
bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No<br />
han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está<br />
mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo, bajo los arcos del portal, y<br />
esperan.<br />
La lluvia sigue cayendo sobre los charcos.<br />
Entre los surcos, donde está naciendo el maíz, corre el agua en ríos. Los hombres no<br />
han venido hoy al mercado, ocupados en romper los surcos para que el agua busque<br />
nuevos cauces y no arrastre la milpa tierna. Andan en grupos, navegando, en la tierra<br />
anegada, bajo la lluvia, quebrando con sus palas los blandos terrones, ligando con sus<br />
manos la milpa y tratando de protegerla para que crezca sin trabajo.<br />
Los indios esperan. Sienten que es un mal día. Quizá por eso tiemblan debajo de sus<br />
mojados «gabanes» de paja; no de frío, sino de temor. Y miran la lluvia desmenuzada y al<br />
cielo que no suelta sus nubes.<br />
Nadie viene. El pueblo parece estar solo. La mujer les encargó un poco de hilo de<br />
remiendo y algo de azúcar, y de ser posible- y de haber, un cedazo para colar el atole. El<br />
«gabán» se les hace pesado de humedad conforme se acerca el mediodía. Platican, se<br />
cuentan chistes y sueltan la risa. Las manzanillas brillan salpicadas por el rocío. Piensan:<br />
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