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Pedro Páramo<br />
Juan Rulfo<br />
No quería pensar para nada que había estado en Contla, donde hizo confesión general<br />
con el señor cura, y que éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución:<br />
-Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú<br />
se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza<br />
de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de<br />
todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y para acabar con él, hay que ser<br />
duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien<br />
mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la<br />
pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días en tu<br />
cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen<br />
relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro<br />
servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en<br />
manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú?<br />
No, padre, mis manos no son lo suficientemente limpias para darte la absolución.<br />
Tendrás que buscarla en otro lugar.<br />
-¿Quiere usted decir, señor cura, que tengo que ir a buscar la confesión a otra parte?<br />
-Tienes que ir. No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estás en<br />
pecado.<br />
-¿Y si suspenden mis ministerios?<br />
-No creo que lo hagan, aunque tal vez lo merezcas. Quedará a juicio de ellos.<br />
-¿No podría usted...? Provisionalmente, digamos... Necesito dar los santos óleos... la<br />
comunión. Mueren tantos en mi pueblo, señor cura.<br />
-Padre, deja que a los muertos los juzgue Dios.<br />
-¿Entonces, no?<br />
Y el señor cura de Contla había dicho que no.<br />
Después pasearon los dos por los corredores del curato, sombreados de azaleas. Se<br />
sentaron bajo una enramada donde maduraban las uvas.<br />
-Son ácidas, padre -se adelantó el señor cura a la pregunta que le iba a hacer-. Vivimos<br />
en una tierra en que todo se da, gracias a la providencia; pero todo se da con acidez.<br />
Estamos condenados a eso.<br />
-Tiene usted razón, señor cura. Allá en Cotnala he intentado sembrar uvas. No se dan.<br />
Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha<br />
olvidado el sabor de las cosas dulces. ¿Recuerda usted las guayabas de China que<br />
teníamos en el seminario? Los duraznos, las mandarinas aquellas que con sólo apretarlas<br />
soltaban la cáscara. Yo traje aquí algunas semillas. Pocas; apenas una bolsita... después<br />
pensé que hubiera sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a<br />
morir.<br />
-Y sin embargo, padre, dicen que las tierras de Comala son buenas. Es lástima que<br />
estén en manos de un solo hombre. ¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no?<br />
-Así es la voluntad de Dios.<br />
-No creo que en este caso intervenga la voluntad de Dios. ¿No lo crees tú así, padre?<br />
-A veces lo he dudado; pero allí lo reconocen.<br />
-¿Y entre ésos estás tú?<br />
-Yo soy un pobre hombre dispuesto a humillarse, mientras sienta el impulso de<br />
hacerlo.<br />
Luego se habían despedido. Él tomándole las manos y besándoselas. Con todo, ahora<br />
aquí, vuelto a la realidad, no quería volver a pensar más en esa mañana de Contla.<br />
Se levantó y fue hacia la puerta.<br />
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