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Pedro Páramo<br />
Juan Rulfo<br />
-¿Adónde va usted, tío?<br />
Su sobrina Ana, siempre presente, siempre junto a él, como si buscara su sombra para<br />
defenderse de la vida.<br />
-Voy a ir un rato a caminar, Ana. A ver si así reviento.<br />
-¿Se siente mal?<br />
-Mal no, Ana. Malo. Un hombre malo. Eso siento que soy.<br />
Fue hasta la Media Luna y dio el pésame a Pedro Páramo. Volvió a oír las disculpas por<br />
las inculpaciones que le habían hecho a su hijo. Lo dejó hablar. Al fin ya nada tenía<br />
importancia. En cambio, rechazó la invitación a comer con él:<br />
-No puedo, don Pedro, tengo que estar temprano en la iglesia porque me espera un<br />
montón de mujeres junto al confesionario. Otra vez será.<br />
Se vino al paso, y cuando atardecía entró directamente en la iglesia, tal como iba, lleno<br />
de polvo y de miseria. Se sentó a confesar.<br />
La primera que se acercó fue la vieja Dorotea, quien siempre estaba allí esperando a<br />
que se abrieran las puertas de la iglesia.<br />
Sintió que olía a alcohol.<br />
-¿Qué, ya te emborrachas? ¿Desde cuándo?<br />
-Es que estuve en el velorio de Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me<br />
dieron de beber tanto, que hasta me volví payasa.<br />
-Nunca has sido otra cosa, Dorotea.<br />
-Pero ahora traigo pecados, padre. Y de sobra.<br />
En varias ocasiones él le había dicho: «No te confieses, Dorotea, nada más vienes a<br />
quitarme el tiempo. Tú ya no puedes cometer ningún pecado, aunque te lo propongas.<br />
Déjale el campo a los demás».<br />
-Ahora sí, padre. Es verdad.<br />
-Di.<br />
-Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía<br />
muchachas al difunto Miguelito Páramo.<br />
El padre Rentería, que pensaba darse campo para pensar, pareció salir de sus sueños<br />
y preguntó casi por costumbre:<br />
-¿Desde cuándo?<br />
-Desde que él fue hombrecito. Desde que le agarró el chincual. -Vuélveme a repetir lo<br />
que dijiste, Dorotea.<br />
-Pos que yo era la que conchavaba las muchachas a Miguelito. -¿Se las llevabas?<br />
Algunas veces, sí. En otras nomás se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el<br />
norte. Usted sabe: la hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas.<br />
-¿Fueron muchas?<br />
No quería decir eso: pero le salió la pregunta por costumbre.<br />
-Ya hasta perdí la cuenta. Fueron retemuchas.<br />
-¿Qué quieres que haga contigo, Dorotea? Júzgate tú misma. Ve si tú puedes<br />
perdonarte.<br />
-Yo no, padre. Pero usted sí puede. Por eso vengo a verlo.<br />
-¿Cuántas veces viniste aquí a pedirme que te mandara al cielo cuando murieras?<br />
¿Querías ver si allá encontrabas a tu hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al<br />
cielo. Pero que Dios te perdone.<br />
-Gracias, padre.<br />
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