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Pedro Páramo<br />
Juan Rulfo<br />
-La semana venidera irás con el Aldrete. Y le dices que recorra el lienzo. Ha invadido<br />
tierras de la Media Luna.<br />
-Él hizo bien sus mediciones. A mí me consta.<br />
-Pues dile que se equivocó. Que estuvo mal calculado. Derrumba los lienzos si es<br />
preciso.<br />
-¿Y las leyes?<br />
-¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros. ¿Tienes<br />
trabajando en la Media Luna a algún atravesado?<br />
-Sí, hay uno que otro.<br />
-Pues mándalos en comisión con el Aldrete. Le levantas un acta acusándolo de<br />
«usufruto» o de lo que a ti se te ocurra. Y recuérdale que Lucas Páramo ya murió. Que<br />
conmigo hay que hacer nuevos tratos.<br />
El cielo era todavía azul. Había pocas nubes. El aire soplaba allá arriba, aunque aquí<br />
abajo se convertía en calor.<br />
Tocó nuevamente con el mango del chicote, nada más por insistir, ya que sabía que no<br />
abrirían hasta que se le antojara a Pedro Páramo. Dijo mirando hacia el dintel de la<br />
puerta: «Se ven bonitos esos moños negros, lo que sea de cada quien».<br />
En ese momento abrieron y él entró.<br />
-Pasa, Fulgor. ¿Está arreglado el asunto de Toribio Aldrete?<br />
-Está liquidado, patrón.<br />
-Nos queda la cuestión de los Fregosos. Deja eso pendiente. Ahorita estoy muy ocupado<br />
con mi «luna de miel».<br />
-Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran cerrados en el hueco de las<br />
paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos.<br />
Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya<br />
desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se<br />
apaguen.<br />
Eso me venía diciendo Damiana Cisneros mientras cruzábamos el pueblo.<br />
-Hubo un tiempo que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta.<br />
Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué para ver el mitote aquel y vi esto:<br />
lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora.<br />
Luego dejé de oírla. Y es que la alegría cansa. Por eso no me extrañó que aquello<br />
terminara.<br />
»Sí -volvió a decir Damiana Cisneros-. Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya no me<br />
espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento<br />
arrastrando hojas de árboles, cuando aquí, como tú ves, no hay árboles. Los hubo en<br />
algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?<br />
»Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de<br />
alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces. Ni más ni menos, ahora<br />
que venía, encontré un velorio. Me detuve a rezar un padrenuestro. En esto estaba,<br />
cuando una mujer se apartó de las demás y vino a decirme:<br />
»-¡Damiana! ¡Ruega a Dios por mí, Damiana!<br />
»-¿Qué andas haciendo aquí? -le pregunté.<br />
»Entonces ella corrió a esconderse entre las demás mujeres.<br />
»Mi hermana Sixtina, por si no lo sabes, murió cuando yo tenía 12 años. Era la mayor.<br />
Y en mi casa fuimos dieciséis de familia, así que hazte el cálculo del tiempo que lleva<br />
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