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LEVA COSANOVICH
- Argentina-
MI VIEJO ES UN DESCONSIDERADO
El que anda detrás de mí es mi viejo que quiere que me consiga un laburito, decí que
mamá en eso es de fierro, desde que tuve el problemita del soplo es una incondicional
conmigo, una fiera contra el carcamán.
Una sola vez estuve a punto de comerme un disgusto, fue cuando el doctor Alcántara
viajó a Europa y yo me quedé a cuidarle la casa, el tipo terminó poniéndose de novio
con una albanesa que tocaba el acordeón en el metro de París y se quedó allá; como
yo tenía las llaves de su residencia y el encargado de la inmobiliaria me depositaba
puntualmente la mensualidad, que no era mucha pero alcanzaba para los gastos, a mí
me servía.
Decía que fue la única vez que casi me confundo porque prácticamente dejé de
depender de mis padres. Luego de su decepción al enterarse de que la albanesa en
cuestión era solo un albanés, los renovados efluvios del doctor Alcántara lo llevaron a
enamorarse, ahora sí de una verdadera mujer, finlandesa ella que enseñaba tango en
la Ciudad Luz y tenía entre sus materias pendientes, conocer El Viejo Almacén de
Buenos Aires del cual le habían dado referencias.
A pesar de las dificultades lógicas del idioma, salvadas en la pista de baile, (el doctor
Alcántara siempre se ufanó de tener buen tranco para la milonga) la nórdica aceptó
viajar a la Argentina con todos sus gastos pagos, acabando gracias a dios, por
corresponderle en sus sentimientos al doctor, a pesar de los cuarenta y pico de años
que los separaban al conocer la lista de sus propiedades en la Argentina y su holgado
tren de vida.
De un buen día para el otro, una madrugada, tipo nueve de la mañana, este buen
hombre me despertó, solo para despedirme demasiado amablemente, y con la rubia en
cuestión del brazo, no sin antes regalarme, agradeciéndome la enorme gauchada, una
remera con la imagen de fondo de Gardel; con una torre Eiffel y un Obelisco cruzados
en la pechera, en brillantina de varias colores, y que luego descubrí la misma, calcada
tal cual, en un comercio de coreanos en el Once. Ni siquiera se había tomado la
molestia de sacarle la etiqueta de made in china.
Tal circunstancia me hizo confirmar sendas dudas que yo tenía: la primera, que no
estaría tan errado mi profesor paraguayo de que en el futuro todos seremos chinos y
la segunda, que el doctor Alcántara era un perfecto pelotudo y calentón y que bien
merecidos tenía los cuernos con los que lo había suplementado su primera mujer. De
más está decir que me retiré con unos cuantos pesos en el bolsillo como compensación
y una alegría que no podía ocultar, ya que dicho trabajo me estaba ocasionando más
de un contratiempo y necesitaba un cambio de aire de manera urgente.