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SI TÚ SUPIERAS Antonio Gómez Rufo Andrea cometió dos ...

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meses había perdido por la idea de desear huir de lo que era, la idea estúpida de pretender<br />

huir de sí misma, algo tan absurdo que ni siquiera entonces pudo comprender.<br />

La segunda equivocación fue permitir que Joan le presentara a su mujer en el<br />

aeropuerto, aquella mañana de puente aéreo en la que ella volaba a Madrid. También ellos<br />

tenían que tomar un avión, a Milán, un poco más tarde. Los vio de lejos y dudó si debía<br />

acercarse o no, para saludarlo, pero después de pensar que su presencia podía<br />

comprometerlo decidió encaminarse hacia la puerta de embarque; pero él ya la había visto y<br />

estaba haciendo tantas señas y aspavientos con los brazos sobre la cabeza que no haber<br />

atendido su llamada hubiese sido mucho peor que una descortesía; sin duda él lo habría<br />

interpretado como un desprecio inexplicable. Se acercó y lo besó en las mejillas, le preguntó<br />

qué tal estaba y él, sin contestar, le mostró a su mujer, pronunciando su nombre como se<br />

vocaliza una marca japonesa de automóviles de lujo: Carmen.<br />

Se dieron un beso en la mejilla, sólo uno, y eso, a <strong>Andrea</strong>, la desconcertó. Lo natural en<br />

el uso social es darse <strong>dos</strong> besos; dar sólo uno tiene un significado especial para ella: quiere<br />

decir que existen otras intenciones, que ya soplan ráfagas de ternura o que se desean avivar<br />

hogueras de seducción. Por eso <strong>Andrea</strong> la miró sin pudor y por eso se fijó en ella como si no<br />

hubiese nadie más en el aeropuerto aquella mañana.<br />

Carmen era una mujer morena, de ojos despiertos y sonrisa de pericia. Mantuvo la<br />

mirada sin esfuerzo y cuando <strong>Andrea</strong> le dijo lo guapa que era, sonrió como si ya lo supiera.<br />

Acababa de cumplir treinta y ocho años y por eso iban a Milán a celebrarlo, pero insistió en<br />

que a la vuelta tendrían que telefonearse y verse. Fue una invitación de amiga recién<br />

conocida, pero en el fondo de su mirada se abrieron abismos de necesidad, un deseo sincero<br />

y no disimulado de volverse a ver. Un poco más alta que ella, con un olvidado acento<br />

andaluz que sólo se asomó <strong>dos</strong> veces a la punta de su lengua, una al pronunciar "móvil" y<br />

otra al decir "adiós" con tacañería de letras, le dio <strong>dos</strong> números de teléfono, el de su casa y el<br />

de su trabajo, y después encargó a Joan que no olvidara de que tenía que darle el suyo. "No<br />

lo tengo", se encogió de hombros, y entonces <strong>Andrea</strong> lo recitó titubeando, con temor,<br />

mirando a Joan, mientras Carmen lo escribía a toda prisa en la palma de la mano con una<br />

pluma que sacó del interior de la chaqueta de su marido. Cuando <strong>Andrea</strong> se alejó de ellos,<br />

con el tiempo justo para no perder el avión, aún cruzaron una nueva mirada en la lejanía.<br />

Una mirada que la excitó.<br />

Joan le dijo a Carmen durante el vuelo que prefería que no se llamasen, que sería<br />

mejor que no se vieran, sin responder a la intriga de Carmen que le preguntó por qué,<br />

hacién<strong>dos</strong>e la ingenua. Y como no podía haber nada mejor que la prohibición infundada<br />

para crear los hilos de curiosidad que tejen los deseos, aquel veto fue tan efectivo como la<br />

luz prometedora que nació de la mirada interesada de <strong>Andrea</strong>.<br />

Y el lunes, a media mañana, telefoneó.<br />

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