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SI TÚ SUPIERAS Antonio Gómez Rufo Andrea cometió dos ...

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Cuando estaba en casa, hiciera lo que hiciera, <strong>Andrea</strong> miraba el teléfono para ver si<br />

estaba puesto el contestador, para ver si funcionaba, para ver si ella llamaba. Y nunca le dijo<br />

a Carmen que desde que se quedaba sola hasta que la volvía a ver, la imaginaba. La<br />

imaginaba en la cocina desayunando, gateando por el suelo del salón jugando con los niños,<br />

desnuda sobre la cama, durmiendo... El día que <strong>Andrea</strong> le dijo que no merecía su amor,<br />

Carmen la miró sonriendo y la abrazó de una manera tan tierna que aún puede sentir el<br />

fuego con que tatuó su nombre sobre su piel. Respondió en un susurro: "No se trata de lo<br />

que uno merece, niña, sino lo que uno quiere..."<br />

Ahora sabe que las <strong>dos</strong> sabían lo que querían...<br />

Fue un tiempo en el que <strong>Andrea</strong> no veía a nadie. Y si hablaba con alguien, la<br />

desconocían quienes mejor creían conocerla. <strong>Andrea</strong> hablaba de fidelidad, con la de saltos<br />

de gacela que había ejecutado en otros tiempos; alababa la delicia de quedarse en casa<br />

leyendo o mirando la televisión, cuando nunca se la vio permanecer cómoda en la rutina.<br />

No entendía por qué se escribían novelas de lesbianas en las que mataban a las<br />

protagonistas, pensó si acaso se imponía otra vez el imperio de la vieja moral protestante<br />

según la cual ningún pecado puede quedar sin castigo, si sus autores, ata<strong>dos</strong> al<br />

subconsciente, identificaban lesbianismo y pecado y así resolvían la trama, sin mayores<br />

complicaciones. Por eso ya no leía novelas de amor, sólo releía a Esther Tusquets de vez en<br />

cuando. <strong>Andrea</strong> se convirtió en la mujer más aburrida de Barcelona a los ojos de to<strong>dos</strong>. Y<br />

ella insistía en que lo mejor de la vida era la tranquilidad, seguir pequeñas costumbres,<br />

dejarse llevar... Y era precisamente lo que hacía: iba de casa al trabajo y del trabajo a casa,<br />

algunas noches hablaba por teléfono con Toni y Rosa, deseando colgar cuanto antes por si<br />

Carmen llamaba, y algún fin de semana iba a comer a casa de Montse y Laura, hasta que a<br />

Carmen dejó de parecerle bien. No es que se lo prohibiese, no hizo ningún comentario que<br />

significara reprobación por ir a verlas, pero <strong>Andrea</strong> creía percibir un mohín de desagrado<br />

cuando le decía lo que había hecho y con quién, y si además empezaba a hablar de un nuevo<br />

perfume de Cacharel, de un pantalón crema de pinzas que había visto en Versace o de los<br />

biquinis de lunares de precio imposible de Chanel, no había duda de que estaba<br />

escondiendo su enfado bajo los pliegues de su blusa para evitar que lo descubriese. <strong>Andrea</strong><br />

sabía que Carmen evitaba aparentar que estaba celosa para que ella no lo confundiese con<br />

debilidad, pero llegó a la conclusión de que no le agradaban aquellas visitas a una casa<br />

habitada por <strong>dos</strong> mujeres que la podían rozar, acariciar, besar y robar pensamientos de ella,<br />

aunque fuese durante unos instantes. Ahora cree que no supo transmitirle que la quería más<br />

de lo que percibía y mucho más de lo que era capaz de expresarle, que to<strong>dos</strong> sus<br />

pensamientos estaban posa<strong>dos</strong> en ella, hiciese lo que hiciese, y en esa creencia se amarga<br />

hasta que se da cuenta de que tiene que orinar porque le va a estallar la vejiga.<br />

No puede evitarlo. Mira a un lado y a otro y no hay nada abierto. Un establecimiento<br />

de teléfonos móviles, la sucursal de un banco, una panadería, un zapatero remendón, una<br />

tienda de ordenadores, una bocatería. Y, entre la bocatería y la tienda de ordenadores, un<br />

portal resguardado que se esconde en sombras. Una oferta de urinario. Una buena oferta,<br />

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