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SI TÚ SUPIERAS Antonio Gómez Rufo Andrea cometió dos ...

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Se acercaban las vacaciones de Semana Santa y al igual que to<strong>dos</strong> los años Carmen<br />

iría con su marido y sus hijos a un lugar en el que <strong>Andrea</strong> no podría estar. A ella sólo le<br />

quedaba esperar en Barcelona, tachando los días con ansiedad según se fueran descontando<br />

hasta que llegase el momento del reencuentro. Aquella relación estaba terminando por<br />

convertirse en un continuo reencontrarse, pero nunca como aquella Semana Santa se<br />

produjo una pausa tan larga entre un abrazo y el siguiente. La ciudad siempre le había<br />

gustado, pero en esos días comprendió que únicamente era útil cuando estaba sola, que la<br />

gente sólo era necesaria en la soledad. Con Carmen jamás necesitó la ciudad; sin ella, era la<br />

única manera de sobrevivir. Como hace ahora, esta noche y todas las noches.<br />

Se acercaba la fecha del viaje y Carmen no hacía otra cosa que quitarle importancia:<br />

creía que exageraba, que <strong>Andrea</strong> se obsesionaba, que tampoco iba a pasar nada porque<br />

estuviesen unos días sin verse, y además llamaría por teléfono siempre que le fuera posible.<br />

Quizá fuese cierto. <strong>Andrea</strong> nunca llegó a controlar del todo sus sentimientos cuando se<br />

trataba de Carmen, pero en aquellas vísperas empezó a notar el mismo vacío que sintió<br />

luego, en su ausencia. Y, no obstante, recuerda que la tarde anterior a su marcha estuvieron<br />

hablando de ellas y Carmen le dijo que era muy hermosa, que le gustaban sus ojos, sus<br />

manos, sus labios y sus entrañas, que comerla era saborear dulce de membrillo, que amaba<br />

sus rodillas y sus tobillos, que le encantaría tener su pelo. A cada cosa que decía, <strong>Andrea</strong><br />

respondía que no lo creía, pero en realidad estaba diciendo ojalá. Siempre fue así: <strong>Andrea</strong><br />

decía "no" y quería decir "ojalá". Aceptar que a Carmen le podía gustar algo de ella era tan<br />

presuntuoso que le avergonzaba pensarlo. Pero aquella tarde de víspera de vacaciones<br />

Carmen dijo tantas cosas, habló de tal manera y hurgó tanto en su timidez, que <strong>Andrea</strong> pasó<br />

los diez días de su ausencia recreando esos momentos, reviviendo sus palabras para<br />

soñarlas, para imaginar que eran ciertas y que acaso fuese verdad que la amaba, aunque no<br />

fuera nada más que la sombra de lo que la amaba ella.<br />

Aquella noche durmió como si fuera sobre el cuerpo desnudo de Carmen en un cochecama.<br />

Por la tarde había conocido a una chica amable, adorable, dulce, cariñosa, divertida,<br />

graciosa, interesante, respetuosa, cuida<strong>dos</strong>a y atractiva. Sobre todo atractiva. Se había<br />

enamorado otra vez como nunca imaginó que se podía enamorar. Carmen no podía saber lo<br />

maravillosa que era porque, a veces, a <strong>Andrea</strong> se le nublaban los ojos y no podía reflejarlo<br />

para que Carmen lo viese en ellos y se contemplara en toda su hermosura. Creía que la<br />

conocía pero no era así. Descubrió que estaba enamorada de <strong>dos</strong> mujeres, de ella y de la que,<br />

cuando quería, Carmen llegaba a ser.<br />

Tampoco era la primera vez que se quedaba eufórica cuando Carmen se había ido. No<br />

era la primera vez que oía música, bailaba, leía, recitaba o planchaba en el mismo estado<br />

adolescente de los quince o dieciséis años, cuando se enfrentaba al espejo de cuerpo entero<br />

que había en su habitación. Jugaba entonces a vestirse con la malla azul o negra de manga<br />

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