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SI TÚ SUPIERAS Antonio Gómez Rufo Andrea cometió dos ...

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Empezaron a salir juntas para hacer las compras del verano que se anunciaba. El sol<br />

maduraba más cada día y les dejaba marcas en los antebrazos y en el escote. Abril se moría<br />

y empezaron a salir de compras por la tarde los días en los que Carmen no tenía que cuidar<br />

a sus hijos y en los que Joan, su marido, iba a volver tarde. Miraron camisetas, pantalones<br />

vaqueros, botas sin tacón y vesti<strong>dos</strong> sin mangas. Pero sobre todo pantalones ceñi<strong>dos</strong> y<br />

camisas amplias para llevar por fuera. Era casi un uniforme para <strong>Andrea</strong>, una costumbre;<br />

para Carmen una novedad a la que se habituó deprisa, siempre que los pantalones fueran<br />

de marca y las camisas caras, de última moda. Salieron de compras y fue suyo el paseo de<br />

Gràcia: desde Catalunya a Joan Carles entraron en todas las tiendas que tuvieran algo en el<br />

escaparate que atrapara la mirada de una u otra más de <strong>dos</strong> segun<strong>dos</strong> y gastaron poco<br />

porque tampoco compraron mucho. Y así una tarde, <strong>dos</strong>, tres, <strong>Andrea</strong> ya no recuerda<br />

cuántas. Hasta el día en que ocurrió lo de la boutique de <strong>Antonio</strong> Miró.<br />

Joan iba en su coche, dijo. Dio la casualidad de que las vio entrar en la tienda y bajó<br />

para confirmar que no había sido una alucinación. No lo vieron, por eso tampoco pudieron<br />

recordar si entraron juntas en el probador, como otras veces, o si se habían dado la mano o<br />

un beso. <strong>Andrea</strong> cree que no, y Carmen está segura de que si hubiesen roto el pacto se<br />

habría dado cuenta; pero esa noche, cuando volvió a casa, Joan estaba esperándola con los<br />

ojos encendi<strong>dos</strong> y las uñas afiladas, preparado para recriminarle sus mentiras. Al día<br />

siguiente, por teléfono, le contó a <strong>Andrea</strong> que no había negado que estaba con ella en una<br />

tienda, incluso que le había preguntado cuál era el delito, si acaso no podían ser amigas, y él<br />

sintió una rabia que fue incapaz de disimular. Joan quiso saber desde cuándo se veían y<br />

Carmen mintió asegurándole que se habían encontrado por casualidad, pero repitiendo que<br />

seguía ignorando cuál era el problema. "¡Que le gustan las mujeres, joder, que a ese<br />

marimacho le gustan las tías!", vociferó fuera de sí, y Carmen sonrió mientras decía, sin<br />

perder la sonrisa ni elevar la voz: "Pues qué bien. A lo mejor le gusto yo."<br />

Ella rió mientras se lo contaba, pero a <strong>Andrea</strong> no le hizo ninguna gracia porque según<br />

lo iba oyendo sentía en la garganta una soga que se estrechaba, en el cielo una nube que<br />

crecía negra y en la espalda una pesadez como si cargase un saco lleno de tierra húmeda de<br />

sepulcro abierto, un presagio aterrador. Tal vez temía tanto perderla que cualquier sombra<br />

la hería mortalmente, y así se lo dijo a sí misma para aliviar el ardor y deshacer la magia<br />

negra; pero al día siguiente comprendió por qué se había hecho de noche en su alma: recibió<br />

una llamada telefónica de Joan conminándola a no volver a ver a su mujer y advirtiéndola<br />

que si lo hacía se atuviese a las consecuencias, añadiendo que si no podía vivir sin hacerle<br />

daño acabaría con ella sin el menor remordimiento.<br />

A Carmen no podía decírselo. <strong>Andrea</strong> no sabía si él ya le había informado de las<br />

amenazas, ni tampoco si estaba al corriente de que Joan y ella habían sido amantes durante<br />

un mes y trece días. Ella no volvió a hablarle de su marido y <strong>Andrea</strong> no se atrevió a contarle<br />

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