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SI TÚ SUPIERAS Antonio Gómez Rufo Andrea cometió dos ...

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pensaba que podía aparecer de repente en casa: creía que la falta de realismo era esencial<br />

para vivir en el paraíso de las ilusiones. Por eso no podía entregarse al sueño todavía; se<br />

quedaba levantada y despierta un poco más, sólo un poco más, remirando los rincones de<br />

su casa y preguntán<strong>dos</strong>e si a Carmen le agradaría cómo la tenía puesta. En las paredes,<br />

pintadas con el color del melocotón, había un cartel de Thelma y Louise, una serigrafía de<br />

Miquel Barceló (uno de aquellos estudios sobre moscas en los que había trabajado el artista<br />

a principios de los años noventa) y una serie de cuatro fotografías de desnu<strong>dos</strong> femeninos<br />

recortadas de revistas y enmarcadas en cristal. Sobre la cómoda había una escultura<br />

anónima de un premio de diseño que le habían concedido no recuerda cuándo, y en las<br />

estanterías se salpicaban bloques de libros, máscaras de carnaval y cintas de vídeo. El sofá<br />

era blanco, los cojines de colores, el puf de piel negra y la mesita de metacrilato. La mesa de<br />

comer era una camilla cubierta de faldones verdes, rodeada de cuatro sillas, de mimbre. El<br />

estor de la ventana nunca estaba bajado. Y sobre las guías, en el suelo, permanecía mudo el<br />

aparato del teléfono. Un teléfono del que siempre estaba pendiente: tal vez ella pudiese<br />

llamar. La felicidad era pensar que era posible que llamase, oír su voz, hablar de nuevo con<br />

ella. También lo era imaginarla disfrutando de sus vacaciones, aunque prefería oírselo decir<br />

por teléfono. Por el tono de su voz sabría si se lo estaba pasando bien o no.<br />

El sábado por la tarde tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para ir a ver a sus padres,<br />

pero regresó de l'Hospitalet esa misma noche: no quiso quedarse a dormir aunque su madre<br />

insistió para que lo hiciese. Les llevó una bandeja de pasteles que no abrieron. Su padre la<br />

miró durante toda la tarde como si tuviese la lepra, o el sida, con los ojos vueltos, sintiendo<br />

una pena que no disimuló ni siquiera para no ofenderla. Su padre era un moribundo que<br />

llevaba nueve años murién<strong>dos</strong>e pero que, aunque lo intentaba, todavía no había conseguido<br />

convencerla de que se moría por su culpa. Su madre le había dicho que era como era, y que<br />

qué se le iba a hacer: "En la vida no todo sale como se planea", y aunque <strong>Andrea</strong> le dijo que<br />

por qué se lo había tenido que decir, que su vida era suya y no tenía derecho a andar<br />

pregonando por ahí si su hija era de una forma o de otra, ella puso esa cara de indefensión y<br />

de ignorancia que dibuja cuando no quiere saber de qué le están hablando, pero lo sabe a la<br />

perfección, y ya no hubo más conversación. Su padre se dejó besar por <strong>Andrea</strong> cuando se<br />

fue, pero no se levantó del sillón ni la besó. En el vestíbulo, mientras se despedía de su<br />

madre, que la besó <strong>dos</strong> veces en la misma mejilla, oyó que desde la salita de estar repitió tres<br />

veces la palabra zorra. Su madre dijo que no le hiciese caso, y volvió a decir que podía<br />

quedarse a dormir.<br />

El viaje de regreso a casa, en autobús, fue una lucha ciega contra sus ojos para que no<br />

se rompiesen en lágrimas. Una batalla que perdió antes de entrar en el casco urbano de<br />

Barcelona. Al llegar a casa, parpadeaba el ojo del contestador y corrió a oír el mensaje, por si<br />

era de Carmen. Pero era la voz de su madre que decía: "<strong>Andrea</strong>, hija, te has dejado los<br />

pasteles. Ya sabes que tu padre y yo no los podemos comer. Si quieres, ven por ellos y, de<br />

paso, te quedas a dormir". Esa noche <strong>Andrea</strong> se bebió todo el alcohol que tenía en casa, se<br />

bañó en restos de colonias y perfumes y estuvo oyendo en el lector del CD canciones de<br />

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