La Carta a los Romanos - Tomo I - Daily Biblical Sermons
La Carta a los Romanos - Tomo I - Daily Biblical Sermons
La Carta a los Romanos - Tomo I - Daily Biblical Sermons
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LA CARTA A LOS ROMANOS<br />
UN COMENTARIO<br />
Fr. Steven Scherrer<br />
<strong>Tomo</strong> I<br />
(Capítulo I-III)
ANUNCIO<br />
ESPAÑOL: Si le gustó el enfoque de mis sermones en inglés y español a<br />
http://360.yahoo.com/scherrersteven y quisiera leer ahora un tratamiento más<br />
extenso, de largura de un libro, pero desde el mismo punto de vista y con la<br />
misma orientación espiritual en general, creo que le gustaría este comentario<br />
sobre la <strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> <strong>Romanos</strong>. Él comenta el texto sagrado con la misma<br />
preocupación para una espiritualidad que es contemporáneamente pertinente y<br />
arraigada en las escrituras; y él profundiza el texto espiritual y teológicamente,<br />
respetando su autoridad como palabra de Dios, que habla un mensaje<br />
espiritualmente pertinente para cada edad.<br />
ENGLISH: If you have liked the approach of my sermons in English and Spanish<br />
at http://360.yahoo.com/scherrersteven and would like to read a more extensive<br />
book-length treatment of something with the same general approach and same<br />
basic spiritual orientation, I think you will like this commentary on the Letter to the<br />
Romans. It approaches the sacred text with the same concern for a<br />
contemporarily relevant spirituality rooted in the Scriptures; and it reflects<br />
spiritually and theologically on the <strong>Biblical</strong> text, respecting its authority as the<br />
word of God, speaking a spiritually relevant message to every age.<br />
Este es un libro que habla de la vida nueva que tenemos ahora por medio de<br />
nuestra fe en Jesucristo, quien nos salva, justifica, transforma, y diviniza,<br />
haciéndonos nuevas criaturas y participantes de la naturaleza divina. Es un libro<br />
que profundiza la vida justificada, santificada, y resucitada que tenemos en<br />
Jesucristo. Quizás el sexto capítulo será su favorito.<br />
Aunque mi lengua es inglés, escribí este comentario en castellano para<br />
compartirlo con el pueblo latinoamericano, donde serví como capellán<br />
monástico.<br />
El comentario fue hecho sobre el texto griego impreso en la edición 26 (1979) de<br />
NESTLE-ALAND Novum Testamentum Graece, Deutsche Bibelgesellschaft,<br />
Stuttgart, usando ampliamente sus abundantes referencias marginales.<br />
2
<strong>La</strong> mayoría de las citas patrísticas fueron tomadas de Gerald BRAY, <strong>La</strong> Biblia<br />
Comentada por <strong>los</strong> Padres de la Iglesia y otros autores de la época patrística,<br />
Nuevo Testamento 6, <strong>Romanos</strong>, Ciudad Nueva, Madrid, 2000.<br />
Para mis homilías bíblicas corrientes, dominicales y diarias, sobre el año<br />
litúrgico, en inglés y español, visite http://360.yahoo.com/scherrersteven.<br />
Fr. Steven Scherrer nació en 1945 en <strong>los</strong> Estados Unidos y fue ordenado<br />
sacerdote católico en 1972. Recibió un doctorado (Th.D.) en Nuevo Testamento<br />
de la Universidad de Harvard (Harvard Divinity School) en 1979. Ha enseñado<br />
Sagrada Escritura en seminarios mayores, y ha trabajado como misionero en<br />
Tanzania y Kenya. También sirvió cuatro años como capellán monástico en<br />
Venezuela. Actualmente está viviendo una vida contemplativa y monástica en<br />
<strong>los</strong> Estados Unidos.<br />
Ossining, New York<br />
2008<br />
3
Anuncio<br />
Introducción<br />
<strong>Tomo</strong> I<br />
ÍNDICE<br />
Capítulo uno 7<br />
Salutación 1, 1-7 7<br />
Deseo de Pablo de visitar Roma 1, 8-15 17<br />
El poder del evangelio 1, 16-17 21<br />
<strong>La</strong> culpabilidad del hombre 1, 18-32 28<br />
Capítulo dos 43<br />
El justo juicio de Dios 2, 1-16 43<br />
Los judíos y la ley 2, 17-29 64<br />
Capítulo tres 76<br />
Dios siempre justo 3, 1-8 76<br />
No hay justo. Todos son pecadores 3, 9-20 83<br />
<strong>La</strong> justicia es por medio de la fe 3, 21-31 98<br />
<strong>Tomo</strong> II<br />
Capítulo cuatro 3<br />
El ejemplo de Abraham 4, 1-12 3<br />
<strong>La</strong> promesa realizada mediante la fe 4, 13-25 18<br />
Capítulo cinco 49<br />
Resultados de la justificación 5, 1-11 49<br />
Adán y Cristo 5, 12-21 79<br />
Capítulo seis 94<br />
Muertos al pecado 6, 1-14 94<br />
Siervos de la justicia 6, 15-23 116<br />
4
<strong>Tomo</strong> III<br />
Capítulo siete 3<br />
Analogía tomada del matrimonio 7, 1-6 3<br />
El hombre pecador fuera de Cristo 7, 7-13 12<br />
El llamado a la perfección 7, 14-25 23<br />
Capítulo ocho 35<br />
<strong>Tomo</strong> IV<br />
<strong>La</strong> vida en el espíritu 8, 1-13 35<br />
Hijos de Dios gracias al Espíritu 8, 14-17 59<br />
Destinados a la gloria 8, 18-27 67<br />
Más que vencedores 8, 28-39 76<br />
Capítulo nueve y diez 3<br />
<strong>La</strong> situación salvífica de Israel 9, 1-13 3<br />
Dios no es injusto 9, 14-29 12<br />
<strong>La</strong> justicia que es por fe 9, 30 - 10, 21 26<br />
Capítulo once 54<br />
El remanente de Israel 11, 1-10 54<br />
<strong>La</strong> salvación de <strong>los</strong> gentiles 11, 11-24 63<br />
<strong>La</strong> restauración de Israel 11, 25-36 85<br />
<strong>Tomo</strong> V<br />
Capítulo doce 3<br />
Deberes cristianos 12, 1-21 3<br />
Capítulo trece 41<br />
El reino de Dios y el reino de este mundo 13, 1-7 41<br />
<strong>La</strong> caridad, resumen de la ley 13, 8-10 45<br />
Es ya hora de levantarnos del sueño 13, 11-14 48<br />
Capítulo catorce 57<br />
<strong>La</strong> vida ascética 14, 1-23 57<br />
Capítulo quince 78<br />
Caridad con el prójimo 15, 1-6 78<br />
El evangelio a <strong>los</strong> gentiles 15, 7-21 84<br />
Pablo se propone ir a Roma 15, 22-33 97<br />
5
Capítulo dieciséis 109<br />
Saludos personales 16, 1-24 109<br />
Doxología final 16, 25-27 113<br />
6
CAPÍTULO UNO<br />
SALUTACIÓN 1, 1-7<br />
Nota introductoria. En esta primera parte de la <strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> <strong>Romanos</strong>, hasta<br />
Rom 3, 20, san Pablo quiere demostrar la necesidad que todo hombre, tanto<br />
judío como gentil, tiene de un Salvador. Demuestra esto al argüir que nadie ha<br />
podido ser justo o justificado ante Dios por sus propias obras buenas según la<br />
ley, tanto la ley de Moisés para <strong>los</strong> judíos como la ley natural escrito en el<br />
corazón para <strong>los</strong> gentiles. Hay también otros temas menores en esta primera<br />
sección de la carta, pero este es el tema principal de esta parte de la carta.<br />
A veces el argumento de san Pablo no parece muy claro en esta primera<br />
sección, pero si uno siempre recuerda el gran propósito de san Pablo aquí,<br />
podrá seguir su razonamiento mejor. Entonces, en Rom 3, 21-31 san Pablo<br />
expone el gran tema de su <strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> <strong>Romanos</strong> que es que puesto que nadie,<br />
ni judío ni gentil, ha podido justificarse a sí mismo ante Dios por sus propias<br />
obras buenas según la ley, Dios dio al hombre un Salvador, Jesucristo, que nos<br />
salva por medio de nuestra fe en él, por <strong>los</strong> méritos de su muerte en la cruz.<br />
“Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio<br />
de Dios” (Rom 1, 1). San Pablo empieza su carta con la forma antigua normal,<br />
pero, sin embargo, añade algo, aun aquí, de su mensaje teológico. Esta no es<br />
una mera salutación pagana de aquel<strong>los</strong> tiempos. Desde la segunda palabra es<br />
diferente y explícitamente cristiana. Pablo se identifica inmediatamente como<br />
esclavo de Cristo Jesús. Esta es ahora su identidad personal desde que ha<br />
comenzado a creer en Jesucristo. Un esclavo es alguien que es completamente<br />
al servicio de su amo. Más aún, es la propiedad de su amo; y no hace nada<br />
fuera de la voluntad de su amo una vez que conoce lo que su amo quiere de él.<br />
Esto es lo que se espera de un esclavo. Si un esclavo de Cristo conoce su<br />
voluntad, no puede descansar en paz si no pone esta voluntad en práctica en su<br />
vida lo más pronto posible. Al hacer perfectamente esta voluntad de Cristo,<br />
tiene mucha paz. Un esclavo es una persona completamente obediente. No<br />
sigue su voluntad propia.<br />
Pablo es, además, llamado “apóstol” (Rom 1, 1). No es uno de <strong>los</strong> doce, pero es<br />
un apóstol en el sentido más general, es decir, una persona “enviada”. Pablo es<br />
7
enviado por el mismo Jesucristo, y por el Espíritu Santo, enviado a una misión, a<br />
la misión de predicar el evangelio a <strong>los</strong> gentiles, para que no sólo <strong>los</strong> judíos, sino<br />
que también <strong>los</strong> gentiles puedan creer en Cristo y hallar la salvación en él. Él es<br />
un “apóstol, apartado para el evangelio de Dios” (Rom 1, 1). Su servicio, su<br />
ministerio, por el cual está enviado, es la predicación del evangelio, es decir, él<br />
es enviado para anunciar una buena noticia, para informar a <strong>los</strong> gentiles que<br />
ahora existe una nueva forma de salvación, un nuevo camino, recientemente<br />
revelado por Jesucristo, por el cual el hombre pueda ahora unirse con Dios, ser<br />
perdonado de sus pecados, santificado, transformado en hijo de la luz,<br />
divinizado por participar en la naturaleza divina, alcanzar la vida eterna con Dios<br />
en el cielo después de su muerte, y, al último día, ser resucitado en su cuerpo ya<br />
glorificado con Cristo resucitado y glorificado.<br />
Un ministro del evangelio, que es enviado por la Iglesia y por el Espíritu Santo,<br />
como lo fue Pablo, y que es, por ello, un verdadero “apóstol” (Rom 1, 1), y que<br />
es también un “esclavo de Jesucristo” (Rom 1, 1), es decir, completamente<br />
dedicado a él —un ministro así, de verdad, está “apartado para el evangelio de<br />
Dios” (Rom 1, 1). Él tiene el poder de Dios para cambiar vidas, para transformar<br />
las personas en la imagen del Hijo de Dios. No es su propio poder que hace<br />
esto, sino el poder divino, actuando por medio del evangelio, que él predica,<br />
porque el “evangelio…es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree”<br />
(Rom 1, 16). El evangelio que él predica tiene este poder, porque, aunque Pablo<br />
usa sus propias palabras e ideas, el mensaje no es suyo, sino de Dios, llevando<br />
en sí el poder divino para la salvación.<br />
“(…apartado para el evangelio de Dios), que él había prometido antes por sus<br />
profetas en las santas Escrituras” (Rom 1, 2). Este evangelio es el resultado de<br />
mucha preparación. Todo el Antiguo Testamento preparaba para el evangelio.<br />
El evangelio de la salvación de Dios en Jesucristo sólo puede ser entendido y<br />
apreciado en toda su belleza desde el punto de vista de la revelación de Dios en<br />
el Antiguo Testamento, que Dios dio de antemano para preparar el camino para<br />
el evangelio.<br />
¿Cómo pudiéramos entender a Cristo sin <strong>los</strong> profetas que profetizaron que él<br />
nacería de la casa y linaje de David, heredará su trono, y reinará para siempre; y<br />
que se llamará el Príncipe de Paz y que su reino de paz no tendría límite y que<br />
su señorío extendería de mar a mar y hasta <strong>los</strong> confines de la tierra; y que su<br />
trono será como el sol delante de Dios? Este es el contexto en que Dios quiere<br />
que entendamos la predicación de Jesucristo.<br />
Este es el contexto previsto por Dios para que pudiéramos entender el anuncio<br />
del ángel Gabriel a María: “Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y<br />
el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de<br />
Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin… El Espíritu Santo vendrá sobre ti,<br />
y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser<br />
que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 32-33.35).<br />
8
Claramente el Antiguo Testamento es el contexto en el cual el evangelio se<br />
entiende con toda su belleza y poder. <strong>La</strong> fe del Antiguo Testamento es la fe y la<br />
expectativa en que el evangelio vive y da vida. El Antiguo Testamento es el<br />
contexto que tiene <strong>los</strong> matices en que el evangelio aparece en toda su belleza.<br />
Esto es importante porque en esta carta, Pablo arguye mucho contra la ley del<br />
Antiguo Testamento. Pero esto no quiere decir que Pablo rechaza el Antiguo<br />
Testamento. Al contrario, su epístola está llena de citaciones del Antiguo<br />
Testamento.<br />
“…acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David<br />
según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de<br />
santidad, por la resurrección de entre <strong>los</strong> muertos” (Rom 1, 3-4). Estos dos<br />
versícu<strong>los</strong> expresan brevemente la identidad de Jesucristo, del cual trata el<br />
evangelio. Él es a la vez hombre y Dios. Es decir, el evangelio trata del Hijo de<br />
Dios: “acerca de su Hijo” (1, 3), quien, como hombre, fue de la semilla de David,<br />
según la carne; pero, según el Espíritu, está establecido Hijo de Dios con poder<br />
por medio de su resurrección de entre <strong>los</strong> muertos; y él es nuestro Señor. Es<br />
esta doble naturaleza que le da la capacidad de ser nuestro Salvador. Él es<br />
Dios por su Persona, y como Dios, tiene una naturaleza divina. Él tiene sólo una<br />
Persona, la del Hijo unigénito de Dios desde toda la eternidad, igual en divinidad<br />
al Padre; y siempre ha existido. Pero tiene también un alma humana con una<br />
inteligencia, voluntad, memoria, y cuerpo humanos. Es decir, tiene una<br />
naturaleza humana. Por ello puede ser nuestro Salvador, porque él es el<br />
eslabón entre Dios y el hombre, siendo a la vez Dios y hombre.<br />
Según la carne, en su naturaleza humana, fue del linaje de David y el heredero<br />
de todas las promesas divinas hechas a David. Fue, según la carne, el Mesías,<br />
el hijo prometido y esperado de David. Según el Espíritu, es decir, según su<br />
Persona, es Dios, el Hijo único del Padre, y en su Persona tiene poder, el poder<br />
de Dios, el poder del “Espíritu de santidad” (Rom 1, 4), que es el Espíritu Santo.<br />
San Pablo dice que Jesús es una Persona divina por su resurrección, pero no en<br />
el sentido de que comenzó a ser una Persona divina sólo después de su<br />
resurrección, sino que fue establecido así después de su resurrección, siendo<br />
entonces glorificado en su cuerpo y claramente reconocido así por todos sus<br />
discípu<strong>los</strong>. Lo que fue antes secretamente, es ahora de manifiesto, y está<br />
sentado a la derecha del Padre con su humanidad glorificada. En esta forma, él<br />
es nuestro Señor Jesucristo, es decir, lo reconocemos ahora como Mesías<br />
(Cristo) y Señor (Dios). Él es ahora nuestro Dios (Señor) y Mesías, nuestro<br />
Señor Jesucristo.<br />
“…y por quien recibimos la gracia y el apostolado, para la obediencia a la fe en<br />
todas las naciones a gloria de su nombre” (Rom 1, 5). San Pablo ahora dice que<br />
su propia vocación viene de este Hijo de Dios. Del Hijo divino él ha recibido “la<br />
gracia y el apostolado” (Rom 1, 5), y específicamente el apostolado a <strong>los</strong><br />
gentiles. Pablo admite y confiesa al principio de esta carta que tanto exalta la<br />
9
gracia de Dios para la salvación en Jesucristo, que él también personalmente ha<br />
recibido la gracia por medio del Hijo de Dios, Jesucristo.<br />
<strong>La</strong> gracia en sí es un don libre de Dios que Dios nos puede dar cuando quiera,<br />
independientemente de nuestros méritos o buenas obras. Este es el gran punto<br />
que san Pablo tanto arguye en esta epístola, es decir, que la gracia de la<br />
justificación, que nos hace rectos y justos ante Dios, viene de Dios como un don<br />
libre por medio de la fe. El que cree en Jesucristo recibirá este don que le<br />
justifica ante Dios, que le hace una nueva criatura, un nuevo hombre, una nueva<br />
masa, un hijo adoptivo de Dios, lleno del Espíritu Santo, que reza al Padre desde<br />
dentro de su corazón, y que le forma en la imagen del Hijo unigénito.<br />
También hay otros dones de gracia que nos llena de amor y esperanza por<br />
medio de nuestra fe. <strong>La</strong> vida de fe es una vida de gracia que nos pone en la<br />
cercanía de Dios y nos ilumina con la iluminación de la resurrección de<br />
Jesucristo. Este don de la justificación por medio de nuestra fe, una vez<br />
recibido, podemos disponernos a recibir más gracia al vivir en obediencia<br />
perfecta a la voluntad de Dios y al contemplar la gloria de Jesucristo, por la cual<br />
somos transformados de un grado de gloria a otro por el Espíritu Santo, como<br />
dice Pablo: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un<br />
espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma<br />
imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor 3, 18). Esta es la gracia que nos<br />
transforma, que nos diviniza, que nos da una participación de la naturaleza<br />
divina, por la cual podemos armar nuestras tiendas en las alturas, en las cimas<br />
de la luz, y permanecer ahí con el Señor calentándonos en su esplendor. Esta<br />
es la vida de gracia, libremente dada, y recibida por la fe, y en la cual podemos<br />
entonces crecer siempre más por nuestra obediencia y adoración. Y si<br />
permanecemos radicalmente obedientes a la voluntad de Dios como él nos la<br />
revela en nuestras conciencias, permaneceremos en su amor, en su esplendor,<br />
en las cimas de la luz.<br />
San Pablo no sólo ha recibido la gracia por medio de Jesucristo, su Señor, sino<br />
que también ha recibido el apostolado, es decir una misión, un trabajo, una<br />
responsabilidad. No es un cristiano pasivo, sino un ministro del evangelio, un<br />
apóstol de Jesucristo, una persona enviada para predicar a otros la buena<br />
noticia de este nuevo camino de la salvación en Jesucristo. Y más aún, su<br />
apostolado es específico, es a <strong>los</strong> gentiles, para que el<strong>los</strong> también puedan<br />
someterse a la obediencia de la fe, creyendo en Cristo y obedeciendo su<br />
voluntad en todo. Así Pablo tiene la responsabilidad de encaminar a otras<br />
personas hacia la santidad y la perfección.<br />
En la conversión de Pablo, el Señor reveló a Ananías que Pablo (Saulo en aquel<br />
tiempo) sería un instrumento especial. Dijo el Señor: “Ve, porque instrumento<br />
escogido me es éste, para llevar mi nombre en presencia de <strong>los</strong> gentiles, y de<br />
reyes, y de <strong>los</strong> hijos de Israel” (Hch 9, 15). <strong>La</strong> vida de san Pablo no fue la suya;<br />
fue de Cristo, y fue controlada no más, desde su conversión, por su propia<br />
10
voluntad, sino por la voluntad de Cristo, su Señor. Así fue Pablo un verdadero<br />
esclavo de Cristo, su propiedad para ejecutar su voluntad salvífica en el mundo,<br />
sobre todo entre <strong>los</strong> paganos, <strong>los</strong> que no han conocido a Dios, <strong>los</strong> que no fueron<br />
preparados por medio de la revelación del Antiguo Testamento.<br />
“…por amor a su nombre” (Rom 1, 5). Todo esto fue hecho para la gloria del<br />
nombre de Cristo. Cristo y su gloria constituyeron toda la vida y alegría de san<br />
Pablo. No se permitió otra alegría mundana y terrenal fuera de esta gran alegría<br />
de vivir para el nombre, honor, y gloria de Jesucristo, para la gloria de su<br />
nombre. Esta fue su propia gloria y alegría desde el día de su conversión. Este<br />
es un modo completamente nuevo de vivir en este mundo, es decir, por<br />
Jesucristo en todo, todo el tiempo; y no por sí mismo. Este es el significado del<br />
apostolado para san Pablo. Él es uno de el<strong>los</strong> que han dejado todo por Cristo,<br />
porque, como él mismo dice: “Dios ha exhibido a nosotros <strong>los</strong> apóstoles como<br />
<strong>los</strong> últimos, como a sentenciados a muerte; pues hemos llegado a ser<br />
espectáculo al mundo, a <strong>los</strong> ángeles y a <strong>los</strong> hombres” (1 Cor 4, 9).<br />
Este es también el ideal del monje que vive una vida de renuncia a <strong>los</strong> placeres<br />
normales de la vida humana en este mundo, por ejemplo, siempre<br />
permaneciendo en el mismo lugar, y tradicionalmente en <strong>los</strong> tiempos de más<br />
fervor, viviendo una vida de ayuno continuo, sin desayunar, y durante seis<br />
meses al año comiendo una sola vez al día, sin condimentos, excepto la sal, y<br />
sin delicadezas, comiendo sólo cosas básicas y sencillas. El monje vive en una<br />
clausura, lejos de su familia, y en silencio, rezando en su corazón, haciendo<br />
calladamente y recogido el trabajo que le es asignado. Su vida, en resumen, es<br />
Jesucristo en todo, como la de san Pablo. Él vive sólo para el honor y gloria de<br />
Cristo que le da toda su felicidad; y no busca otra alegría fuera de él. Así uno<br />
puede llegar a la pureza de corazón, en que percibimos en la alegría de nuestro<br />
espíritu a Cristo resplandeciendo en nuestros corazones (2 Cor 4, 6).<br />
<strong>La</strong> importancia de la renuncia en la tradición cristiana<br />
<strong>La</strong> importancia de la renuncia del mundo y sus placeres para llegar a la<br />
unión con Dios es la enseñanza común de <strong>los</strong> escritores espirituales más<br />
autorizados como San Antonio, Abad, san Bernardo, <strong>La</strong> Imitación de<br />
Cristo, y san Juan de la Cruz. San Juan de la Cruz dice: “que son pocas<br />
las almas que se dejan purificar y despojar hasta el fondo por el Señor, y<br />
por ello pocos son santos” (Llama de amor viva B 2, 27 y 3, 27). <strong>La</strong><br />
Imitación de Cristo dice: “Cuanto más te retiras de <strong>los</strong> consue<strong>los</strong> de todas<br />
las criaturas, tanto más dulces y bendecidos serán <strong>los</strong> consue<strong>los</strong> que<br />
recibirás de tu Creador” (3.12). Y san Juan de la Cruz dice: “no podrá<br />
comprender a Dios el alma que en criaturas pone su afición” (Subida<br />
1.4.3), y “...el alma que pone su corazón en <strong>los</strong> bienes del mundo,<br />
sumamente es mala delante de Dios. Y así, como la malicia no<br />
comprende a la bondad, así esta tal alma no podrá unirse con Dios”<br />
(Subida 1.4.4). San Juan de la Cruz dice también: “el alma que hubiere<br />
de subir a este monte de perfección a comunicarse con Dios, no sólo ha<br />
de renunciar a todas las cosas y dejarlas abajo, más bien <strong>los</strong> apetitos... Y<br />
11
así es menester que el camino y subida para Dios sea un ordinario<br />
cuidado de hacer cesar y mortificar <strong>los</strong> apetitos; y tanto más presto<br />
llegará el alma, cuanto más prisa en esto se diere” (Subida 1.5.6), y<br />
“Hasta que <strong>los</strong> apetitos se adormezcan por la mortificación en la<br />
sensualidad, y la misma sensualidad esté ya sosegada de el<strong>los</strong>, de<br />
manera que ninguna guerra haya al espíritu, no sale el alma a la<br />
verdadera libertad para gozar de la unión de su amado” (Subida 1.15.2).<br />
Y San Antonio, abad dijo: “<strong>La</strong> inteligencia del alma se hace fuerte cuando<br />
se debilita <strong>los</strong> placeres del cuerpo” (san ATANASIO, Vida de san Antonio<br />
7). Esta es también la enseñanza de san Bernardo. <strong>La</strong> primera <strong>Carta</strong> y<br />
el tercer y cuarto Sermón sobre Navidad de san Bernardo son buenos<br />
ejemp<strong>los</strong> del hincapié que san Bernardo hace en la importancia de la<br />
vida austera. Él dice: “Al que vive con prudencia y sobriedad le basta la<br />
sal, y su único condimento es el hambre” (<strong>Carta</strong> 1, 11). Y “ahuyenta el<br />
deleite, porque la muerte está apostada al umbral del deleite. Haz<br />
penitencia y te acercarás al reino” (3 Sermón sobre Navidad 3). <strong>La</strong> razón<br />
por esta renuncia es para tener un corazón indiviso en su amor y<br />
devoción al Señor.<br />
San Pablo será enviado por el Espíritu Santo como apóstol de Jesucristo para<br />
predicar la palabra de Dios, la palabra de la salvación en Jesucristo, para llevar<br />
a muchos otros también a este nuevo modo de vivir, a esta nueva alegría, a esta<br />
vida nueva en Dios, a esta vida en la luz, en que somos unidos con Cristo por la<br />
fe, animados por su amor, y anhelando por la esperanza el cumplimiento de su<br />
obra salvífica cuando él venga en su gloria en las nubes del cielo con todos <strong>los</strong><br />
santos en gran luz. Los creyentes vivirán para este gran día, y vivirán en<br />
vigilancia, modestia, y moderación, en preparación constante y expectativa<br />
continua por algo que ya ha empezado en su vida y la ilumina. Vivirán en la<br />
conciencia de la cercanía del Señor, y por eso vivirán alegres con una alegría<br />
espiritual e interior en cuanto permanecen en la obediencia a su voluntad como<br />
es revelada en su conciencia. Es, en resumen, un nuevo tipo de vida, que Pablo<br />
vivirá él mismo primero, y llamará a otros a vivir con él. Es, en pocas palabras,<br />
una vida de fe, de amor, y de esperanza en Jesucristo nuestro Señor.<br />
San Pablo aprenderá que al predicar a otros, él se predica a sí mismo también; y<br />
que él mismo será el mejor beneficiario de su propia predicación, inspirándose a<br />
sí mismo en gran manera al preparar y escribir sus cartas, y al predicar sus<br />
sermones. Así es el misterio de la palabra de Dios. Los que la anuncian, si lo<br />
hacen con todo su corazón, reciben más beneficios que <strong>los</strong> que la oyen. <strong>La</strong><br />
predicación no es otra cosa que la profundización del misterio de Cristo, del<br />
misterio humano vivido a la luz del evangelio. Escribiendo y predicando un<br />
sermón o escribiendo otro tipo de escrito espiritual, uno profundiza su propia fe,<br />
caridad, y esperanza, y a la vez las pone a la disposición de otros, para<br />
alimentar<strong>los</strong> a el<strong>los</strong> también. Un predicador descubre pronto que él se alimenta<br />
a sí mismo al alimentar a <strong>los</strong> demás.<br />
12
San Pablo descubrió también que cuando <strong>los</strong> judíos rechazaron su predicación,<br />
<strong>los</strong> gentiles la recibieron con buenas ganas y se aprovecharon mucho de su<br />
enseñanza. Por eso, poco a poco, él se especializó en predicar a <strong>los</strong> gentiles.<br />
Descubrió que no era necesario que fueran judíos primero, aunque Dios preparó<br />
a <strong>los</strong> judíos para la venida de Cristo. Pablo vio que aun <strong>los</strong> paganos pudieron<br />
entender el mensaje de la salvación en Cristo que él predicó. Tenía que usar el<br />
Antiguo Testamento, y lo usaba continuamente, y vio que esto era suficiente<br />
preparación, y así con esto <strong>los</strong> paganos podían venir a la fe y recibir el bautismo<br />
y la salvación en Cristo. Así Pablo descubrió que la fe en Cristo es universal,<br />
una fe para todo hombre; no sólo para <strong>los</strong> judíos. Así vino a ser el Cristianismo,<br />
por medio de Pablo, una religión mundial y universal. Cada persona es invitada<br />
a creer en Jesucristo para su salvación.<br />
Todo esto —la gracia que Pablo está recibiendo, y su apostolado entre <strong>los</strong><br />
gentiles para la obediencia de el<strong>los</strong> a la fe— es para la gloria y el amor “de su<br />
nombre” (Rom 1, 5), es decir, para el nombre bien amado de Jesucristo. <strong>La</strong> vida<br />
para Pablo ahora es Jesucristo, y su trabajo es Jesucristo, es llevar a otros a<br />
Jesucristo y a esta vida nueva que Pablo vive ahora en el mundo. En resumen,<br />
todo es “por amor de su nombre” (Rom 1, 5). Su nombre representa su Persona<br />
en el rico sentido bíblico. El nombre de Jesús resume todo. Esto es importante<br />
porque esta nueva vida es centrada en este nombre. Este nombre, en la boca<br />
del creyente, resume la revelación de Dios y le pone en contacto íntimo con<br />
Jesucristo y su salvación.<br />
El nombre de Jesús<br />
El cristiano tiene una nueva forma de oración y adoración, es decir, llamando el<br />
nombre de Jesús, viviendo y trabajando “por amor de su nombre” (Rom 1, 5). <strong>La</strong><br />
Persona de Jesús está en su nombre. Pablo dirá más tarde en esta carta: “todo<br />
aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Rom 10, 13). El invocar el<br />
nombre de Jesús tiene mucho significado, es una forma corta de invocar a la<br />
Persona de Jesús. A <strong>los</strong> corintios, Pablo escribe a “todos <strong>los</strong> que en cualquier<br />
lugar…invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro” (1 Cor 1, 2). Esta es<br />
como una definición del cristiano, es decir, uno que invoca el nombre de nuestro<br />
Señor Jesucristo. Y san Pablo dice que “todo aquel que invocare el nombre del<br />
Señor será salvo” (Rom 10, 13).<br />
Esta invocación del nombre de Jesús es ya un acto salvador de fe, porque, al<br />
decir: “Señor Jesucristo”, estamos reconociendo que Jesús es Señor (Kyrios,<br />
Dios) y Mesías (Cristo). Sólo uno que tiene fe puede decir esto sinceramente.<br />
Es en sí una profesión de fe que salva, que justifica. Es una oración cristiana.<br />
Sólo con el poder del Espíritu Santo, quien nos da esta fe, podemos decir esto,<br />
como dice san Pablo: “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu<br />
Santo” (1 Cor 12, 3). Y sobre el nombre “Cristo”, san Juan dice: “Todo aquel que<br />
cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (1 Jn 5, 1). El decir “Jesucristo”<br />
es un acto de fe que nos salva porque es una confesión de Jesús como Mesías.<br />
13
San Pablo dice: “si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en<br />
tu corazón que Dios le levantó de <strong>los</strong> muertos, serás salvo. Porque con el<br />
corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Rom<br />
10, 9-10).<br />
No es suficiente sólo creer en el corazón. Tenemos que tener la valentía, de no<br />
sólo creer en secreto, sino que también de profesar públicamente nuestra fe.<br />
Esta profesión con la boca delante de otras personas y ante Dios tiene gran<br />
poder. Es esta profesión que nos salva. Creyendo en él en nuestro corazón nos<br />
justifica; y tomando otro paso para profesarlo con la boca nos salva.<br />
Hay dos cosas aquí relacionadas con la invocación del nombre de Jesús. Una<br />
es la oración en que usamos el nombre de Jesús, sobre todo con sus dos títu<strong>los</strong><br />
de Señor y Cristo (Dios y Mesías). Esta es una forma muy poderosa de orar que<br />
nos une con todo el misterio de Cristo. <strong>La</strong> otra cosa es la profesión pública de<br />
nuestra fe de que Jesús es el Señor y el Cristo (Dios y Mesías). Esta segunda<br />
cosa nos ayuda a nosotros para la salvación, pero al mismo tiempo es un<br />
testimonio de valor para ayudar a otras personas también a llegar a la fe en<br />
Cristo que las salvará.<br />
En todo esto, sin embargo, nuestra intención tiene que ser sincera. No debemos<br />
usar el nombre sagrado en vano o como una maldición. También la sinceridad<br />
de nuestra profesión de fe al usar el nombre de Jesús con sus títu<strong>los</strong> tiene que<br />
ser demostrada en hechos, es decir, en una vida santa y obediente a la voluntad<br />
de Dios, en una vida coherente con nuestra proclamación de fe, porque si no,<br />
sería mera palabrería que no nos ayudará para la salvación, como Jesús nos<br />
enseñó, diciendo: “No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de<br />
<strong>los</strong> cie<strong>los</strong>, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en <strong>los</strong> cie<strong>los</strong>” (Mt 7,<br />
21).<br />
“…entre las cuales estáis también vosotros, llamados a ser de Jesucristo” (Rom<br />
1, 6). Los romanos son entre <strong>los</strong> gentiles a quienes san Pablo hace un<br />
apostolado, porque el<strong>los</strong> también son “llamados a ser de Jesucristo” (Rom 1, 6).<br />
Alguien que es un cristiano es “de Jesucristo” (Rom 1, 6), es la posesión de<br />
Jesucristo, y por eso no pertenece más a sí mismo. Toda su identidad ahora es<br />
en relación con Jesucristo. Él es de él; no de sí mismo. Este es el llamado que<br />
han recibido <strong>los</strong> romanos.<br />
¡Qué gran diferencia hace esto en la vida de un cristiano! Ahora todo lo que<br />
hacemos, pensamos, y juzgamos debe ser en relación con Jesús. Es una nueva<br />
manera de vivir en este mundo. No vivimos más por el sentido común o por las<br />
cosas que parecen razonables a <strong>los</strong> ojos de este mundo. Más bien tenemos<br />
ahora otro principio que nos guía en nuestra vida, en las decisiones que<br />
hacemos, en la manera en que arreglamos nuestra vida, y este otro principio es<br />
14
nuestra fe en Jesucristo; es Jesucristo mismo con su amor, sus enseñanzas, y el<br />
ejemplo de su vida. Sobre todo es la cruz que nos guía ahora. Siendo de<br />
Jesucristo quiere decir que somos de la cruz. Él nos enseñó que debemos<br />
cargar cada día nuestra cruz y seguirle, dejando este mundo por amor a él, y<br />
sufriendo por amor a él toda persecución que este tipo de vida nos traerá.<br />
Viviendo así, seremos verdaderamente felices. Si vivimos en Cristo, fieles a la<br />
voluntad de Dios, como él nos la revela en nuestra conciencia, será como vivir<br />
en el cielo aquí en la tierra.<br />
Este nuevo principio es muy diferente del principio del sentido común y de la<br />
sabiduría de este mundo. Una persona que es “de Jesucristo” (Rom 1, 6) vive<br />
guiada por este nuevo principio, que es Cristo. Su sabiduría es la sabiduría de<br />
la cruz, no la de este mundo. Por eso su vida es muy diferente de la vida de <strong>los</strong><br />
que se guían por el principio del sentido común. Y muchos dirán de él, como<br />
explicación, que él es “de Jesucristo” (Rom 1, 6). No es como <strong>los</strong> demás. Es<br />
diferente. No es como nosotros. Y la persecución que él experimentará por vivir<br />
así tan diferentemente lo santificará. Por eso él se alegra aun en sus<br />
persecuciones, conociendo que estas lo unen más íntimamente aún con Cristo,<br />
el amor de su vida. Así él no cambia su vida para evitar persecuciones, sino las<br />
acoge con acción de gracias. Él es, en verdad, “de Jesucristo” (Rom 1, 6).<br />
Llamados a ser santos<br />
“…a todos <strong>los</strong> que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos:<br />
Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Rom 1,<br />
7). San Pablo nota que todos <strong>los</strong> creyentes en Roma son “llamados a ser<br />
santos” (Rom 1, 7). “…ser santos” —esto es más que sólo un nombre o título<br />
para <strong>los</strong> cristianos. Es una vocación, un llamado. No sólo son llamados<br />
“santos”, sino que están llamados a “ser” santos. Pablo dice: “pues la voluntad<br />
de Dios es vuestra santificación” (1 Ts 4, 3). Aquí es claro que esto es más que<br />
sólo un nombre o título. Aunque en griego no hay el verbo “ser” aquí, parece<br />
claro que “ser santos” es su significado aquí, como lo traduce la Revised<br />
Standard Version (“to be saints”).<br />
“Ser santos” (Rom 1, 7) quiere decir “ser santificados”, vivir una vida<br />
verdaderamente santa, santificada por <strong>los</strong> méritos de la cruz de Jesucristo, y<br />
vivida según la perfecta voluntad de Dios, viviendo el misterio de la cruz de<br />
Cristo. Esta es la meta de la vida cristiana —“ser santos”— que esperamos<br />
lograr antes de la segunda venida de Jesucristo, para que él nos halle<br />
irreprensibles a sus ojos, como dice Pablo: “Y el mismo Dios de paz os<br />
santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma, y cuerpo, sea<br />
guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts 5, 23).<br />
¿Qué quiere decir ser irreprensible, sino hacer siempre y perfectamente la<br />
voluntad de Dios? A veces hacemos errores en el discernir su voluntad,<br />
haciendo algo que creemos sea su voluntad, tan sólo a descubrir después que<br />
15
no era su voluntad. Esto es fácilmente corregido y perdonado, y no nos hace<br />
mucho daño, y aprendemos algo; y una vez que entendemos mejor qué<br />
exactamente es su voluntad, nos corregimos. Si en todas las otras cosas<br />
hacemos siempre exactamente lo que el Espíritu Santo nos inspira a hacer,<br />
entonces, con la ayuda de Cristo, nuestra vida será irreprensible “en santidad<br />
delante de Dios…en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus<br />
santos” (1 Ts 3, 13). Y cuando hacemos errores, nos arrepentimos y en su<br />
debido tiempo Dios nos perdona y nos restaura en el esplendor de su gracia.<br />
¡No hay una vida más feliz que esta! No hay una vida más limpia, más llena de<br />
luz. No hay una vida con una conciencia más pura que esta; y la pureza de la<br />
conciencia es la esencia de la verdadera felicidad. Esto es lo que quiere decir<br />
“ser santos” (Rom 1, 7).<br />
Es importante también que san Pablo, escribiendo a <strong>los</strong> tesalonicenses (1 Ts 3,<br />
13), pone todo esto en el contexto de la parusía. Este es el contexto<br />
específicamente cristiano. Vivimos para la parusía del Señor. Esta esperanza<br />
ansiosa y alegre es el ambiente de la verdadera felicidad cristiana. Esperamos<br />
ver al Señor, al amado de nuestro corazón. Él viene ahora cuando quiera, en<br />
tiempos de oración profunda, y él vendrá un día en forma manifiesta en su gloria<br />
para colmarnos de su propia gloria. Una vida santa es una vida alegre, de<br />
conciencia limpia, que vive en esta espera.<br />
Por eso, habiendo recibido un llamado a la santidad, debemos vivir sobria y<br />
frugalmente en este mundo, aguardando la parusía del Señor (1 Ts 5, 23),<br />
viviendo lejos de las pasiones y deseos mundanos, y teniendo una manera santa<br />
de vivir en imitación del mismo Dios, quien es santo, como dice san Pedro: “Por<br />
tanto, ceñid <strong>los</strong> lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por<br />
completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado; como<br />
hijos obedientes, no os conforméis a <strong>los</strong> deseos que antes teníais estando en<br />
vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también<br />
vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed<br />
santos, porque yo soy santo” (1 Pd 1, 13-16; ver Lev 11, 44).<br />
Al vivir así, santamente, vivimos ya en este mundo, en espíritu, en la gloria<br />
venidera. Esta vida santa nos llena de gracia y esplendor. Es como vivimos en<br />
un encanto. Vivimos de la plenitud de el que viene. Los que viven sólo para<br />
esto reciben una gran recompensa del Señor ya en esta vida. Viven en gran<br />
tranquilidad y paz interior. Viven con un gran sentido de la presencia del Señor.<br />
Viven en el sol de su amor. Sus anhe<strong>los</strong> para el futuro se realizan en cierto<br />
sentido ahora, porque el Señor está cerca de el<strong>los</strong>. Viven en la cercanía del<br />
Señor (Fil 4, 5). El<strong>los</strong> viven en su presencia constante; y la alegría de Dios llena<br />
sus corazones. Así es vivir una vida santa. Así es “ser santos” (Rom 1, 7) en<br />
esta vida. Es vivir ya de antemano en la edad de oro que ha de venir. Es vivir<br />
un anticipo de la gloria de la parusía ya en el presente. Es vivir una vida que es<br />
un preludio de la vida bienaventurada del cielo. Es vivir en el encanto de la<br />
espléndida luz de la gloriosa venida del Señor.<br />
16
San Pedro dice: “el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad<br />
en oración” (1 Pd 4, 7). Una vida santa es una vida de vela por el Señor. Es<br />
una vida sobria, callada, y modesta. Es una vida que vive calladamente en el<br />
encanto de la presencia del Señor. Es una vida moderada y modesta (Fil 4, 5),<br />
que sacrifica todo por él. Es una vida sacrificial. Es una vida llena de amor y<br />
esplendor.<br />
El libro de Levítico dice: “Porque yo soy el Señor vuestro Dios; vosotros por tanto<br />
os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo” (Lv 11, 44). “Habéis,<br />
pues, de serme santos, porque yo el Señor soy santo, y os he apartado de <strong>los</strong><br />
pueb<strong>los</strong> para que seáis míos” (Lv 20, 26). Debemos imitar a Dios, que es santo,<br />
al ser nosotros mismos santos, apartados de <strong>los</strong> pueb<strong>los</strong> para ser santos.<br />
“Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Rom 1,<br />
7). Esta es la salutación que Pablo usa en muchas de sus cartas. De todas las<br />
cosas que pudiera haberles deseado, él escogió estas dos: gracia y paz. Cristo<br />
nos trae la paz, una paz profunda y rica, que el mundo no conoce, ni puede dar<br />
(Jn 14, 27). Es una paz traída a nosotros por la gracia del Padre por medio de la<br />
cruz de Jesucristo. Este es el sentido cristiano de esta salutación.<br />
<strong>La</strong> “paz” de Cristo es un don interior, es uno de <strong>los</strong> frutos del Espíritu Santo (Gal<br />
5, 22), corriendo dentro de nuestras entrañas como ríos de agua viva (Jn 7, 37-<br />
39). Este Espíritu fue desatado sólo con la muerte de Jesús en la cruz (Jn 14,<br />
27), y enviado por el Padre, por medio de y junto con el Hijo, en una gran efusión<br />
mesiánica sobre todo aquel que cree en el Hijo.<br />
<strong>La</strong> “gracia” (Rom 1, 7) es el favor de Dios, ganada para nosotros por el sacrificio<br />
del Hijo en la cruz. El centro de esta bendición de gracia y paz, por tanto, es la<br />
muerte del Señor Jesucristo en la cruz, sacrificio aceptable al Padre, y redención<br />
para el mundo entero.<br />
DESEO DE PABLO DE VISITAR ROMA 1, 8-15<br />
Esta sección es un himno de gracias, normal en las cartas de san Pablo. En<br />
este himno él expresa su deseo de visitar Roma. Dice: “deseo veros, para<br />
comunicaros algún don espiritual, a fin de que seáis confirmados; esto es, para<br />
ser mutuamente confortados por la fe que nos es común, a vosotros y a mí”<br />
(Rom 1, 11-12). <strong>La</strong> Iglesia de Roma es desconocida personalmente a Pablo, y<br />
él escribe esta carta para introducirse a ella y notificarla sobre sus intenciones<br />
de visitarla. En estos versícu<strong>los</strong> él explica su motivación para visitar<strong>los</strong>, es decir:<br />
17
“para ser mutuamente confortados en vuestra compañía por medio de la fe que<br />
ambos vosotros y yo tenemos en común” (Rom 1, 12).<br />
Este concepto de su apostolado es muy honesto y bello. Así es el ministerio de<br />
la palabra de Dios. Esta oportunidad de predicar a el<strong>los</strong> le daría a Pablo la<br />
ocasión de profundizar más aún su propia fe, lo cual aumentaría su propia<br />
alegría en Cristo, y el<strong>los</strong>, por su interés y atención, por sus preguntas y<br />
respuestas, y por el testimonio de su propia fe, alentarían a Pablo. Y en todo<br />
esto, al mismo tiempo, Pablo les instruiría y edificaría en su fe. Así <strong>los</strong> dos<br />
serían mutuamente edificados y confortados; y el gozo del Espíritu Santo se<br />
avivaría por medio de su comunicación mutua, cada uno compartiendo lo que<br />
tiene, y enriqueciendo al otro; y cada uno recibiendo del otro, y siendo<br />
enriquecido por él. Por eso Pablo anhela visitar Roma para compartir el<br />
evangelio con el<strong>los</strong>.<br />
Esta es su vida en Jesucristo. Para esto él vive, y esto le da vida. Al hacer así,<br />
él cumple la voluntad de Dios, y se santifica. Por mucho tiempo él ha deseado<br />
visitar<strong>los</strong>, si la voluntad de Dios se lo permitiría. Y ahora parece que la voluntad<br />
de Dios se lo permitirá: “rogando que de alguna manera tenga al fin, por la<br />
voluntad de Dios, un próspero viaje para ir a vosotros” (Rom 1, 10).<br />
San Pablo dice que muchas veces ha tenido el plan de visitar<strong>los</strong>, “para tener<br />
también entre vosotros algún fruto, como entre <strong>los</strong> demás gentiles” (Rom 1, 13).<br />
Él es un hombre lleno de buen celo, celo para Dios y para dar fruto. Quiere dar<br />
fruto por su vida en este mundo, y fruto para él es ganar a muchas almas que se<br />
habrán convertido a Dios por medio de Jesucristo. Él hace esto por su<br />
predicación. El Espíritu le empuja a predicar, y a viajar para poder siempre<br />
predicar a nuevas personas. Él prefiere ser el primero en predicar en un lugar;<br />
pero ahora está dispuesto también a predicar a <strong>los</strong> romanos, una iglesia no<br />
fundada por él. Esto es porque ahora no tiene más campo en las otras regiones<br />
donde ya ha predicado, como dice: “no teniendo más campo en estas regiones,<br />
y deseando desde hace muchos años ir a vosotros, cuando vaya a España, iré a<br />
vosotros” (Rom 15, 23-24).<br />
Sobre su modo normal de no predicar donde otros le han precedido, dice: “me<br />
esforcé a predicar el evangelio, no donde Cristo ya hubiese sido nombrado, para<br />
no edificar sobre fundamento ajeno, sino, como está escrito: ‘Aquel<strong>los</strong> a quienes<br />
nunca les fue anunciado acerca de él, verán; y <strong>los</strong> que nunca han oído de él,<br />
entenderán’” (Rom 15, 20-21; cf. Is 52, 15).<br />
Este es el verdadero espíritu misionero. Es siempre más fácil dar un servicio<br />
pastoral y regular a personas ya convertidas, que ir en busca de <strong>los</strong> no<br />
creyentes y predicar a el<strong>los</strong>, dándoles su primera oportunidad de creer en Cristo<br />
y experimentar la salvación en él. Pablo no quiere que nadie permanezca sin<br />
esta nueva oportunidad de creer en Jesucristo, hasta el punto de que él mismo<br />
estuvo dispuesto y ansioso a viajar por el mundo entero predicando a Cristo a<br />
18
toda criatura (Mc 16, 15). Este celo es un don especial del Espíritu Santo y<br />
marca una vocación cristiana distinta: la vocación misionera. El Espíritu llena a<br />
Pablo de alegría a ir hasta <strong>los</strong> confines de la tierra para llevar hasta allá la buena<br />
noticia de la salvación por medio de la fe en Cristo.<br />
De verdad, “¡Cuán hermosos son sobre <strong>los</strong> montes <strong>los</strong> pies del que trae alegres<br />
nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica<br />
salvación!” (Is 52, 7). Estos pies son hermosos porque traen al mensajero de la<br />
salvación, que anuncia que el sacrificio que expía <strong>los</strong> pecados del mundo ya ha<br />
sido ofrecido, que el Espíritu Santo, como consecuencia, ha sido desatado y<br />
difundido sobre toda la tierra, y que la benevolencia del Padre ahora nos ilumina,<br />
transforma, y diviniza con esta efusión del Espíritu sobre <strong>los</strong> hombres; y que<br />
todo esto sucede a uno cuando él cree en Jesucristo, el único Hijo de Dios. De<br />
verdad, en Jesucristo y por la fe en él, “todos <strong>los</strong> confines de la tierra han visto la<br />
salvación de nuestro Dios” (Sal 97, 3).<br />
Falta sólo un predicador de esta alegre noticia, porque “¿Cómo creerán en aquel<br />
de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin tener quien les predique? ¿Y cómo<br />
predicarán si no fueren enviados?” (Rom 10, 14-15). Pablo es este predicador.<br />
<strong>La</strong> respuesta a la predicación es la confesión de la fe con la boca y el creer en el<br />
corazón para la salvación: “si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y<br />
creyeres en tu corazón que Dios le levantó de <strong>los</strong> muertos, serás salvo. Porque<br />
con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para<br />
salvación…porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo”<br />
(Rom 10, 9-10.13).<br />
Este es el fruto que san Pablo quiere tener en Roma: “para tener también entre<br />
vosotros algún fruto, como entre <strong>los</strong> demás gentiles” (Rom 1, 13). Él sabe que<br />
cuando llegue a el<strong>los</strong>, llegará con muchas bendiciones, y que su visita será muy<br />
provechosa: “Y sé que cuando vaya a vosotros, llegaré con abundancia de la<br />
bendición del evangelio de Cristo” (Rom 15, 29).<br />
Para Pablo, “el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (Fil 1, 21). Así él es<br />
siempre victorioso en Cristo: o por vivir, o por morir. Pero al vivir puede tener<br />
fruto, y por eso escoge vivir, como dice: “el vivir en la carne resulta para mi en<br />
fruto de la obra” (Fil 1, 22). Cuanto quiera que sea el tiempo que Dios le daría<br />
para vivir, él vivirá de buena gana para obtener fruto para Dios con su vida,<br />
predicando la salvación en Jesucristo. Así él cumpliría el mandato de Cristo y su<br />
comisión: “os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto<br />
permanezca” (Jn 15, 16).<br />
“A griegos y a bárbaros, a sabios y a no sabios soy deudor” (Rom 1, 14). Este<br />
es el verdadero espíritu misionero, llamado para todos, para <strong>los</strong> educados y para<br />
las personas sencillas. Los bárbaros son <strong>los</strong> que no hablan griego, pero la<br />
palabra no es peyorativa, como se ve aquí. El evangelio puede transformar la<br />
vida de todo hombre en toda condición, y Pablo está completamente dedicado a<br />
19
este trabajo de transformación humana, así transformando la tierra en el reino de<br />
Dios y santificando a <strong>los</strong> hombres —transformando a <strong>los</strong> hombres—.<br />
De hecho, Dios ha escogido a <strong>los</strong> pobres y sencil<strong>los</strong>, a la gente sin educación,<br />
para avergonzar a <strong>los</strong> sabios. Jesús escogió a pescadores para avergonzar a<br />
<strong>los</strong> filósofos griegos. Ahora todo el mundo lee, y muchos predican y escriben<br />
comentarios sobre el evangelio de Juan, un pescador sencillo; mientras que muy<br />
pocos leen o comentan sobre las obras de Platón o de Aristóteles o de <strong>los</strong> otros<br />
grandes filósofos griegos. Así es, como dice Pablo: “lo necio del mundo escogió<br />
Dios, para avergonzar a <strong>los</strong> sabios…lo vil del mundo y lo menospreciado<br />
escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es” (1 Cor 1, 27-28).<br />
Un pescador que cree en Cristo es más sabio y tiene más sabiduría que un<br />
filósofo griego que no cree en Cristo. Pablo hace a <strong>los</strong> hombres ser sabios por<br />
su predicación. Cristo les da el don de la sabiduría por medio de su fe. No son<br />
sabios según la carne, sino según el Espíritu: “Pues mirad, hermanos, vuestra<br />
vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni<br />
muchos nobles” (1 Cor 1, 26). Pablo sabe que, al evangelizar a <strong>los</strong> pobres y<br />
sencil<strong>los</strong>, él transformará al mundo. Así Jesús transformó al mundo<br />
evangelizando a un grupo de pescadores y a las multitudes de personas<br />
sencillas que lo escuchaban.<br />
“Así que, en cuanto a mí, pronto estoy a anunciar el evangelio también a<br />
vosotros que estáis en Roma” (Rom 1, 15). Es casi una compulsión en Pablo el<br />
evangelizar: “Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque<br />
me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio! Por lo cual,<br />
si lo hago de buena voluntad, recompensa tendré; pero si de mala voluntad, la<br />
comisión me ha sido encomendada” (1 Cor 9, 16-17). Así es la vocación<br />
misionera de evangelizar. Es un llamado dado a uno por el Espíritu Santo, de<br />
que uno no puede renegar sin sentirse mal. Por eso el predicar el evangelio no<br />
es algo que debemos alabar. Es una necesidad del predicador. Es su trabajo,<br />
su responsabilidad, su misión, su vocación. Es la voluntad de Dios para con él.<br />
Tiene que hacerlo, y hacerlo bien, y con mucha preparación. Si no, no es feliz.<br />
Es su deber. Si lo hace bien, se siente bien, siente mucha paz y alegría en el<br />
Señor. El predicar el evangelio es su deber y su alegría. Tiene que hacerlo para<br />
ser feliz.<br />
20
EL PODER DEL EVANGELIO 1, 16-17<br />
Toda salvación viene por medio de Jesucristo<br />
“Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para<br />
salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego”<br />
(Rom 1, 16). En Rom 1, 16-17 san Pablo introduce el tema teológico de esta<br />
carta: la justificación por medio de la fe en Jesucristo. San Pablo dice que él no<br />
se avergüenza del evangelio, aunque el evangelio no se presenta en la forma<br />
digna de la fi<strong>los</strong>ofía griega, sino como un mensaje que viene directamente de<br />
Dios sobre un hombre que fue recientemente ejecutado por crucifixión en la<br />
provincia romana de Judía, y que este hombre en realidad era Dios. San Pablo<br />
dice que no se avergüenza de este mensaje, aunque no se dirige a la razón,<br />
sino a la decisión de creerlo en fe.<br />
Sin embargo, es precisamente este evangelio o esta proclamación de la buena<br />
noticia de la salvación del hombre en Jesucristo que contiene el poder de Dios<br />
para la salvación de todos <strong>los</strong> que creen en él; y esto es para todos, tanto para<br />
<strong>los</strong> gentiles como para <strong>los</strong> judíos. Nadie es excluido.<br />
No hay, de hecho, otro camino para ser salvo. Sólo la fe en Jesucristo salva al<br />
hombre. Todos <strong>los</strong> justos que vivieron antes de él tenían que esperar en el<br />
Hades hasta que él viniera y muriera en la cruz, y descendiera al Hades para<br />
librar<strong>los</strong> cuando le aceptaron en su aparición a el<strong>los</strong> en el Hades. Todos <strong>los</strong> que<br />
viven después de él serán salvos por medio de él y de <strong>los</strong> méritos que fluyen de<br />
su muerte en la cruz. Los que lo invocan en fe serán salvos. Dejamos a la<br />
misericordia misteriosa de Dios cómo él pueda salvar a <strong>los</strong> que no tienen<br />
conocimiento de Cristo; pero si son salvos, es por <strong>los</strong> méritos de Cristo, es por<br />
medio de Cristo.<br />
<strong>La</strong> actividad misionera es motivada por el deseo de dar a cada hombre la<br />
posibilidad de conocer que la salvación viene al hombre por medio de Jesucristo.<br />
El misionero quiere dar a cada persona la posibilidad de conocer a Jesucristo y<br />
sus enseñanzas, y venir a la fe en él que les justificaría delante de Dios y les<br />
daría la salvación. Es siempre mucho mejor ser justificado y salvado por medio<br />
de un conocimiento y una fe explícitos en Jesucristo. Estos son <strong>los</strong> que caminan<br />
en la plenitud de la luz salvadora que Dios envió al mundo en Jesucristo.<br />
Dios quiere usar a <strong>los</strong> hombres para llevar esta salvación a <strong>los</strong> demás. Por eso<br />
Jesús envió a sus apóstoles y a <strong>los</strong> sucesores de el<strong>los</strong> hasta <strong>los</strong> confines de la<br />
tierra, para que cada hombre sepa que la salvación nos viene de la muerte de<br />
Jesucristo en la cruz, y que es recibida por medio de la fe en él. Así <strong>los</strong><br />
misioneros, como san Pablo, tenían gran motivación por su trabajo y<br />
predicación. Supieron que estaban llevando hasta <strong>los</strong> confines de la tierra el<br />
21
mensaje salvador de Dios, dando a cada persona la oportunidad de conocer y<br />
creer en Jesucristo y ser justificada por Dios por medio de su fe en él, como Dios<br />
quiere.<br />
Este es el camino de la salvación que el Padre ha dado al hombre, y, en su plan,<br />
es la responsabilidad de <strong>los</strong> hombres a informar, por medio de la predicación, a<br />
otros hombres sobre esta salvación. Por eso Cristo resucitado dijo a sus<br />
apóstoles: “id, y haced discípu<strong>los</strong> a todas las naciones, bautizándo<strong>los</strong> en el<br />
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden<br />
todas las cosas que os he mandado” (Mt 28, 19-20). Todos deben ser<br />
evangelizados y bautizados. Cristo resucitado dijo: “Id por todo el mundo y<br />
predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será<br />
salvo; mas el que no creyere, será condenado” (Mc 16, 15-16). Y hablando del<br />
fin del mundo y de su segunda venida, Jesús dijo que “es necesario que el<br />
evangelio sea predicado antes a todas las naciones” (Mc 13, 10).<br />
Así todos tendrían la oportunidad de creer. Este es el plan de Dios. Los que<br />
oyen, creen, y son bautizados, serán salvos por su fe en Jesucristo. Los que se<br />
niegan a creer serán condenados, porque han oído el evangelio de Dios, y no lo<br />
han aceptado. No lo han creído. Prefieren sus propios caminos de placer en<br />
este mundo. Quizás prefieren <strong>los</strong> placeres de la carne y <strong>los</strong> deseos mundanos y<br />
carnales al amor de Dios, y por eso rechazan el arrepentimiento y el don de Dios<br />
que él nos dio en su único Hijo. El<strong>los</strong> mismos han oído, han tenido la<br />
oportunidad de la salvación, y la han rechazado, y por eso serán condenados.<br />
El<strong>los</strong> mismos han escogido libremente ser condenados, y no salvados. Han<br />
tenido la oportunidad de escoger entre la salvación y la condenación, y,<br />
sabiendo esto y conociendo la voluntad de Dios y las enseñanzas claras de las<br />
escrituras, han escogido la condenación, y rechazado la salvación. Quizás han<br />
escogido a seguir <strong>los</strong> deseos carnales, y por eso rechazaron el llamado de Dios<br />
a la santidad. “…el que no creyere, será condenado” (Mc 16, 16).<br />
Un rechazo directo de Jesucristo, un rechazo directo de creer en él después de<br />
haber sido evangelizado, traerá, como resultado, la condenación. Esto es<br />
porque Jesús, y sólo Jesús, es el medio enviado por el Padre al mundo para la<br />
salvación del hombre. “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro<br />
nombre bajo el cielo, dado a <strong>los</strong> hombres, en que podamos ser salvos” (Hch 4,<br />
12). Y “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene<br />
la vida” (1 Jn 5, 12). Y “El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree,<br />
ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de<br />
Dios” (Jn 3, 18)<br />
No es que cada tribu y cada cultura tiene su propio salvador o su propio medio<br />
de salvación enviado a el<strong>los</strong> por Dios, o que Dios se encarnó en cada cultura y<br />
religión. Cristo es para todo hombre de toda tribu, cultura, y religión. Es<br />
universal. Y esto es porque él es la única encarnación de Dios en la tierra. El<br />
único Hijo divino de Dios no se ha encarnado en otro pueblo. Cristo se encarnó<br />
22
en Palestina en tiempos de Poncio Pilato por todo pueblo de todo el mundo y por<br />
todo hombre de toda religión. Por eso todo hombre necesita ser evangelizado y<br />
dado la oportunidad de ser salvo por un conocimiento explícito de Jesucristo y<br />
por un acto explícito de fe en él. “…no hay otro nombre…dado a <strong>los</strong> hombres,<br />
en que podamos ser salvos” (Hch 4, 12). Hay sólo un Hijo de Dios y se encarnó<br />
sólo una vez.<br />
Y más aún toda cultura necesita ser evangelizada y transformada para que<br />
encarne valores cristianos, y <strong>los</strong> exprese en sus costumbres, para que sus<br />
costumbres sean cristianizados. Así, pues, no sólo individuos necesitan ser<br />
evangelizados, sino que también culturas necesitan ser evangelizadas y<br />
transformadas y así ser llevadas a su pleno desarrollo.<br />
Por eso no debemos avergonzarnos del evangelio —como dice san Pablo (Rom<br />
1, 16)— delante de las culturas no cristianas, o pensar que la fe en Cristo es<br />
solamente una cosa cultural de nuestras culturas del Oeste. No es así. Cristo<br />
es universal y para todo el mundo. Dios se encarnó una sola vez en Jesucristo,<br />
y no sólo para <strong>los</strong> judíos donde él mismo nació, sino también para <strong>los</strong> griegos y<br />
<strong>los</strong> romanos, y para todo el Imperio Romano, y para <strong>los</strong> bárbaros también, para<br />
Persia y Alemania, y dondequiera que había hombres.<br />
Es por eso que san Pablo quiso llegar a todos y extender su misión a todos.<br />
San Pablo dice que el evangelio es “para salvación a todo aquel que cree; al<br />
judío primero, y también al griego” (Rom 1, 16). Es para <strong>los</strong> judíos primero<br />
porque Dios <strong>los</strong> preparó por medio del Antiguo Testamento para esto, y<br />
entonces desde el<strong>los</strong> debe extender a <strong>los</strong> griegos, a <strong>los</strong> romanos, y a <strong>los</strong><br />
bárbaros, es decir a todos <strong>los</strong> demás gentiles.<br />
“El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado,<br />
porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Jn 3, 18). <strong>La</strong><br />
Persona del Verbo, igual al Padre en divinidad, asumió sólo una vez una<br />
naturaleza humana con un cuerpo y alma humanos, y murió sólo una vez en la<br />
cruz como sacrificio propiciatorio al Padre por <strong>los</strong> pecados de todo el mundo. Y<br />
el único Hijo de Dios resucitó con su único cuerpo humano que es ahora<br />
resucitado, glorificado, y sentado a la diestra del Padre en gloria (Heb 10, 12).<br />
Por eso hay sólo una encarnación de Dios en la tierra, y sólo un cuerpo<br />
glorificado del Hijo de Dios en el cielo. Por eso este único Hijo de Dios<br />
encarnado como hombre es para todo hombre.<br />
Para recibir este perdón y salvación, sólo tenemos que creer en él. Esta es una<br />
realidad objetiva para todo el mundo. Esta encarnación tuvo lugar entre <strong>los</strong><br />
judíos hace dos mil años. Por eso no hay ninguna cultura, tribu, o religión que<br />
puede decir que no necesita este don de Dios que él dio al mundo entero. Los<br />
que han oído el evangelio y creen en él son salvos. Los que rehúsan creer son<br />
condenados. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer<br />
en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn 3, 36). “El<br />
23
que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue: la palabra que<br />
he hablado, ella le juzgará en el día postrero” (Jn 12, 48). “El que tiene al Hijo,<br />
tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn 5, 12). “El que<br />
creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado”<br />
(Mc 16. 16). Y el camino para tener el Hijo es el de oír y aceptar la predicación<br />
del evangelio.<br />
Jesús quiere que el evangelio sea predicado a todas las naciones, a todos <strong>los</strong><br />
gentiles, a todos <strong>los</strong> no creyentes. Dijo: “Y es necesario que el evangelio sea<br />
predicado antes a todas las naciones” (Mc 13, 10). Esto debemos hacer antes<br />
de la segunda venida del Señor. San Pablo está empujado por el Espíritu Santo<br />
a hacer esta predicación. Él habla “del evangelio que habéis oído, el cual se<br />
predica en toda la creación que está debajo del cielo; del cual yo Pablo fui hecho<br />
ministro” (Col 1, 23). Claramente, la predicación del evangelio no tiene límites,<br />
es universal, y no existe lugar o cultura en que no debe ser predicado. Esta es<br />
la voluntad revelada de Dios, y la misión recibida por la Iglesia.<br />
El carcelero de Filipos, asustado por el terremoto en la cárcel, pidió a Pablo y a<br />
Silas; “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?” Probablemente él temió el<br />
castigo de la muerte por no haber guardado bien <strong>los</strong> prisioneros, y quiso saber<br />
qué necesitaba hacer para ser eternamente salvo. “El<strong>los</strong> dijeron: Cree en el<br />
Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hch 16, 30-31). Para que un<br />
pagano fuese salvo, él tuvo que creer en Jesucristo. Y creyó y fue bautizado.<br />
El plan de Dios para la salvación del mundo es bien descrito en un himno citado<br />
por Pablo: “Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de <strong>los</strong><br />
ángeles, predicado a <strong>los</strong> gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria”<br />
(1 Tim 3, 16). El plan de Dios para la salvación del mundo es que Cristo sea<br />
“predicado a <strong>los</strong> gentiles” (es decir, a todos) y “creído en el mundo”. Así serán<br />
salvos, es decir, <strong>los</strong> que creen en él y aceptan y vivan por sus enseñanzas.<br />
<strong>La</strong> justicia justificante de Dios obra una verdadera transformación en<br />
nosotros<br />
“Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está<br />
escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (Rom 1, 17). El evangelio “es el poder de<br />
Dios para salvación a todo aquel que cree” (Rom 1, 16), porque la justicia de<br />
Dios se revela en el evangelio. El evangelio contiene la justicia de Dios, y la<br />
ofrece al hombre que cree en Jesucristo. <strong>La</strong> justicia de Dios es el sujeto de esta<br />
carta. Dios es justo en sí mismo y él justifica o hace justo a todo aquel que cree<br />
en su Hijo. <strong>La</strong> justicia de Dios es una justicia justificante. Es una cualidad de<br />
Dios que se comunica al hombre para hacer al hombre como Dios, es decir,<br />
justo, como Dios es justo, con el don de la justicia de Dios, que Dios da<br />
gratuitamente al hombre que cree en su Hijo. Así Dios es quien justifica al<br />
hombre. El hombre no se justifica a sí mismo ante Dios por su propia justicia.<br />
Esto está fuera de la capacidad del hombre.<br />
24
Vemos esto en la parábola del fariseo y el publicano. El fariseo trata de<br />
justificarse a sí mismo ante Dios, diciendo: “ayuno dos veces a la semana, doy<br />
diezmos de todo lo que gano”. El publicano, al contrario, “se golpeaba el pecho,<br />
diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador”. El juicio de Jesús es: “Os digo que<br />
éste descendió a su casa justificado antes que el otro” (Lc 18, 12-14).<br />
<strong>La</strong> justicia justificadora de Dios es como su salvación. Es algo para nosotros<br />
que él nos da para transformarnos y santificarnos. Su justicia nos hace rectos y<br />
justos delante de Dios, aunque antes fuimos pecadores, como este publicano.<br />
Es una transformación real que Dios obra en nosotros, no sólo considerándonos<br />
o tratándonos como si fuéramos justos, sino haciéndonos justos en realidad por<br />
su poder, transformándonos y divinizándonos en verdad. Él nos hace<br />
verdaderamente nuevos por medio del misterio pascual de Jesucristo (2 Cor 5,<br />
17; Gal 6, 15; Apc 21, 5). Nos apropiamos <strong>los</strong> méritos del sacrificio de Jesús en<br />
la cruz por medio de nuestra fe en él. Por eso somos realmente justificados y<br />
cambiados por la fe en Cristo, y no por nuestras propias obras. Una vez<br />
justificados gratuitamente por Dios, por medio de la fe en Cristo, entonces<br />
podemos crecer más aún en la perfección, en la virtud, y en la cercanía de Dios<br />
por medio de nuestra obediencia a su voluntad. Así crecemos en virtud y<br />
santidad, que es algo que requiere nuestra sinergia, nuestra cooperación, con su<br />
gracia justificadora.<br />
El Concilio de Trento en su sexta sesión definió que la justificación por la fe nos<br />
hace justos de hecho, y no es como somos sólo reputados de ser justos, o como<br />
él nos considera como si fuésemos justos, pero en realidad no lo somos. Al<br />
contrario, la gracia justificante de Cristo nos hace verdaderamente justos, nos<br />
cambia y transforma porque nos diviniza. El concilio de Trento proclamó,<br />
diciendo: <strong>La</strong> causa formal de la justificación es “la justicia de Dios, no aquella<br />
con la cual Él es justo, sino aquella por la cual nos hace justos, es decir, que<br />
habiendo recibido de Él el don, somos renovados, en nuestro mismo espíritu<br />
(spiritu mentis nostrae), y no sólo somos reputados justos sino que somos a<br />
justo título llamados así, y lo somos, recibiendo en nosotros la justicia según la<br />
medida que el Espíritu Santo atribuye a cada uno según su voluntad y según la<br />
propia disposición y cooperación de cada uno” (Trento, De iustificatione, cap. 7,<br />
DS 1539).<br />
El Catecismo de la Iglesia Católica (1995) enseña la misma cosa. Dice: “<strong>La</strong><br />
justificación es concedida por el bautismo, sacramento de la fe. Nos asemeja a<br />
la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su<br />
misericordia” (# 1992). <strong>La</strong> justificación por la fe en Jesucristo es una verdadera<br />
justificación que nos transforma y diviniza, haciéndonos verdaderamente justos y<br />
santos.<br />
<strong>La</strong> escuela reciente de estudios luteranos de Finlandia (Tuomo MANNERMAA,<br />
Christ Present in Faith: Luther’s View of Justification, Fortress, Minneapolis,<br />
2005; y Veli-Matti KÄRKKÄINEN, One with God: Salvation as Deification and<br />
25
Justification, Liturgical Press, Unitas Books, Collegeville, Minn., 2004), ha<br />
demostrado que Martín Lutero también entendió la justificación así, es decir,<br />
como algo real que nos cambia realmente, obrando una verdadera<br />
transformación en el hombre, aunque mucha de la tradición luterana<br />
subsiguiente abrazó la teoría forense de la justificación, según la cual Dios sólo<br />
nos trata o nos cuenta como si fuésemos justos, pero en realidad no lo somos, ni<br />
somos cambiados. Mi posición es que la justificación nos transforma y cambia<br />
realmente, que es una verdadera transformación, y que nosotros tenemos que<br />
cooperar con esta gracia por nuestra sinergia.<br />
Pero el don de la justificación en sí viene gratuitamente de Dios, sin nuestras<br />
obras, y es recibido con humildad por medio de la fe en Jesucristo. El evangelio<br />
presenta a Jesucristo delante de <strong>los</strong> hombres para que el<strong>los</strong> puedan responder a<br />
él con fe, y recibir este don de la justificación. “…en el evangelio la justicia de<br />
Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: mas el justo por la fe vivirá”<br />
(Rom 1, 17; cf. Hab 2, 4).<br />
Vemos esta justicia justificadora de Dios ya en el Antiguo Testamento. Sal 97, 2<br />
dice: “El Señor ha hecho notoria su salvación; a vista de las naciones ha<br />
descubierto su justicia”. <strong>La</strong> justicia está en paralelo con la salvación, una<br />
cualidad de Dios que afecta a <strong>los</strong> hombres, que <strong>los</strong> hace justos realmente, que<br />
<strong>los</strong> justifica delante de él; y, es él que <strong>los</strong> justifica. Desde entonces en adelante<br />
el<strong>los</strong> están entre <strong>los</strong> justos.<br />
Pero la novedad ahora es que Dios justifica al hombre por su fe en Jesucristo.<br />
Antes de la encarnación de Cristo, el hombre tenía que esperar su venida para<br />
ser salvo. Ahora, desde la encarnación de Jesucristo, la vida eterna está abierta<br />
en su plenitud al hombre; y si uno cree en él, cuando muere, si es purificado,<br />
puede entrar en la presencia de Dios.<br />
En Isaías leemos: “Cercana está mi justicia, ha salido mi salvación” (Is 51, 5).<br />
Vemos otra vez que la justicia y la salvación son en paralelo. <strong>La</strong> justicia que<br />
sale de Dios es una forma de su salvación. Todavía su justicia no se ha<br />
revelado completamente. Esto sucederá sólo en Jesucristo, pero vemos su<br />
preparación. <strong>La</strong> justicia es aquí un atributo de Dios que transforma al hombre.<br />
Este texto de Isaías es profético. Los judíos de su tiempo tenían que esperar la<br />
venida del Señor para ver esta justicia y salvación en su plenitud.<br />
El Salmo 97 es profético también. El salmista tenía que esperar la venida del<br />
Mesías para ver lo que dice cuando escribe: “Se ha acordado de su misericordia<br />
y de su verdad para con la casa de Israel; todos <strong>los</strong> confines de la tierra han<br />
visto la salvación de nuestro Dios” (Sal 97, 3). En Jesucristo, de verdad, “todos<br />
<strong>los</strong> confines de la tierra han visto la salvación de nuestro Dios”. Han visto su<br />
acción justificadora en Cristo. Han visto su justicia divina manifestada en la<br />
justificación del hombre por medio de su fe en Cristo, el único Salvador del<br />
mundo entero —hasta <strong>los</strong> confines de la tierra. No hay otro, sólo él es el<br />
26
Salvador del hombre, para que todos puedan tener vida en él. Todos <strong>los</strong><br />
confines de la tierra han visto la justicia y salvación de Dios en él.<br />
San Pablo contrasta, por una parte, la justicia propia del hombre, que le viene<br />
por sus propias obras, siguiendo la ley, con la justicia de Dios en Jesucristo que<br />
le viene gratuitamente como don de Dios por medio de la fe. Dice que él quiere<br />
“ser hallado en él (en Cristo), no teniendo mi propia justicia, que es por la ley,<br />
sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Fil 3, 9). Él<br />
no quiere una justicia meramente humana que viene de su observancia de la ley,<br />
sino la justicia que es por la fe en Cristo, la justicia de Dios, no del hombre, la<br />
justicia que es basada sobre la fe, no sobre la ley. Él quiere la justicia que es un<br />
regalo, no un sueldo que hemos merecido por nuestras obras. Hay una justicia<br />
humana, por una parte; y hay la justicia de Dios, por otra parte.<br />
San Pablo tenía suficiente experiencia de la justicia humana en su vida anterior.<br />
Dice: “en cuanto a la ley, (fui) fariseo…en cuanto a la justicia que es en la ley,<br />
(fui) irreprensible” (Fil 3, 5-6). Pero en comparación con la justicia de Dios, que<br />
es por la fe en Jesucristo, toda esta justicia humana que tenía, le parece ahora<br />
como basura. Dice: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he<br />
estimado como pérdida por amor de Cristo” (Fil 3, 7). No hay comparación entre<br />
la justicia meramente humana, y el don de la justificación por la fe en Jesucristo,<br />
que es la justicia de Dios. San Pablo, habiendo experimentado las dos, no<br />
quiere más la justicia humana. Quiere vivir sólo por la justicia de Dios y ser<br />
hallado en Jesucristo, viviendo con él el misterio de su muerte y resurrección, en<br />
que es la renovación y transformación del hombre en Dios. Es su divinización<br />
en la luz de Cristo. Por ello vino Jesucristo a la tierra, para hacernos hijos de<br />
Dios por adopción, hijos de la luz, viviendo desde ahora en adelante en el<br />
resplandor de Cristo, la luz del mundo, la luz del hombre.<br />
Así vivimos por la fe. Es un nuevo tipo de vida que san Pablo anuncia al mundo.<br />
Él vive ahora en el mundo por su fe en Jesucristo, “como está escrito:…el justo<br />
por la fe vivirá” (Rom 1, 17). Esta “justicia de Dios se revela por fe y para fe”<br />
(Rom 1, 17), es decir, es una vida nueva y justa, completamente renovada por<br />
Dios, y uno participa en ella al vivir completamente por medio de la fe —“por fe y<br />
para fe”.<br />
Quizás esta expresión (“por fe y para fe”, ek pisteos eis pistin) de Rom 1, 17<br />
tiene también el significado de ‘desde un grado de fe, hasta otro grado de fe’,<br />
siempre creciendo, como una expresión semejante en san Pablo: “nosotros<br />
todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos<br />
transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del<br />
Señor” (2 Cor 3, 18). Este “de gloria en gloria” quiere decir: ‘de un grado de<br />
gloria hasta otro grado de gloria’, siempre creciendo. Por eso hay crecimiento<br />
en la justicia de Dios de un grado hasta otro como nuestra fe crece de un grado<br />
hasta otro, o “de fe en fe”, que puede ser otra traducción de esta frase griega.<br />
27
Puede también tener el sentido de ‘mucha fe’, es decir, vivimos completamente<br />
sumergidos en la fe, como la expresión de san Juan: “de su plenitud tomamos<br />
todos, y gracia sobre gracia” (Jn 1, 16). Entonces el significado sería que<br />
nuestra vida ahora es una vida completamente de fe. Vemos todo por la óptica<br />
de la fe en Jesucristo, quien nos ha hecho nuevos, una nueva creación,<br />
dándonos nueva vida, haciéndonos justos y santos delante de él, llenos de amor<br />
y esperanza.<br />
LA CULPABILIDAD DEL HOMBRE 1, 18-32<br />
Jesucristo nos libra de la ira de Dios<br />
“Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia<br />
de <strong>los</strong> hombres que detienen con injusticia la verdad” (Rom 1, 18). San Pablo<br />
comenzó su epístola hablando de la justicia y salvación de Dios que justifica a<br />
<strong>los</strong> pecadores por medio de su fe en Jesucristo, a quien Dios nos dio como<br />
medio de propiciación por nuestros pecados. Ahora, pues, san Pablo tiene que<br />
demostrar la necesidad de esta justificación gratuita de Dios. Esto lo hace al<br />
mostrar que todo hombre es pecador, tanto <strong>los</strong> judíos como <strong>los</strong> gentiles. Él<br />
comienza con <strong>los</strong> gentiles, porque <strong>los</strong> judíos se creían mejor que el<strong>los</strong>. Los<br />
judíos estarían de acuerdo con lo que san Pablo dice ahora contra <strong>los</strong> gentiles.<br />
Después él tendrá que convencer a <strong>los</strong> judíos que el<strong>los</strong> también son pecadores<br />
y en necesidad de la justificación de Dios. Él comienza, pues, con <strong>los</strong> gentiles.<br />
Los gentiles necesitan la salvación de Dios, porque, siendo pecadores, están<br />
ahora bajo su ira, y están en gran peligro, porque si continúan así, verán, no la<br />
salvación, sino la ira de Dios cuando venga el día del juicio. Cuando Jesucristo<br />
vuelva en su majestad como “juez de vivos y muertos” (Hch 10, 42), el<strong>los</strong> serán<br />
juzgados dignos de su ira. Sin la fe en Jesucristo, la conducta de el<strong>los</strong> <strong>los</strong><br />
condenará. <strong>La</strong> ira, no la salvación de Dios se revelará contra el<strong>los</strong>: “la ira de<br />
Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de <strong>los</strong> hombres”<br />
(Rom 1, 18).<br />
Juan el Bautista predicó sobre la ira venidera de Dios. A <strong>los</strong> fariseos y saduceos<br />
les dijo: “¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera?”<br />
(Mt 3. 7). Él preparaba al pueblo para poder escaparse de esta ira venidera al<br />
arrepentirse y aceptar al Mesías. Pero si no lo aceptan, como no lo aceptaron<br />
<strong>los</strong> fariseos y saduceos, entonces verán, no la salvación, sino la ira de Dios.<br />
Es precisamente la muerte de Jesús que nos salva de esta ira de Dios. Así,<br />
“siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues…estando ya<br />
justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Rom 5, 8-9). Si por<br />
28
nuestra propia fuerza no hemos podido ser justos ante Dios, entonces, sin la fe<br />
en Jesucristo, veremos sólo la ira de Dios. <strong>La</strong> ira de Dios, junto con la<br />
experiencia de nuestra debilidad y pecaminosidad, nos demuestra la necesidad<br />
de la fe salvadora en Jesucristo, cuyos méritos nos hacen justos ante Dios.<br />
Jesucristo puede ser entendido como liberador de la ira de Dios. Debemos vivir<br />
en Jesucristo por la fe, esperando su venida gloriosa; y así estaremos seguros<br />
de ser librados de la ira que viene sobre <strong>los</strong> pecadores, como dice san Pablo:<br />
“os convertisteis de <strong>los</strong> ído<strong>los</strong> a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y<br />
esperar de <strong>los</strong> cie<strong>los</strong> a su Hijo, al cual resucitó de <strong>los</strong> muertos, a Jesús, quien<br />
nos libra de la ira venidera” (1 Ts 1, 9-10). Esto es “Porque no nos ha puesto<br />
Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor<br />
Jesucristo” (1 Ts 5, 9). Porque sin Cristo no hemos podido evitar el pecado,<br />
entonces, sin Cristo no podremos evitar la ira de Dios. Él vino para salvarnos de<br />
nuestros pecados, y, en consecuencia, de la ira de Dios. El pecado nos trae la<br />
ira de Dios. Entonces, si estamos en pecado, necesitamos a Jesucristo y la fe<br />
en él, y en su muerte en cruz, para escaparnos de la ira de Dios, como dice san<br />
Pablo: “sabéis esto, que ningún fornicario, o inmundo, o avaro, que es idólatra,<br />
tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios. Nadie os engañe con palabras<br />
vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios sobre <strong>los</strong> hijos de<br />
desobediencia” (Ef 5, 5-6).<br />
Viviendo así en verdadero peligro de la ira de Dios, el hombre necesita a<br />
Jesucristo. Sin la fe en Jesucristo, vivimos en miedo de la ira de Dios, que será<br />
revelada contra nosotros por nuestros pecados. Pero por la fe en Jesucristo,<br />
sus méritos nos justifican ante Dios, y nos hacen justos ante él. Así con fe en él,<br />
podemos vivir en alegre expectativa de su venida gloriosa que cumplirá todos<br />
nuestros deseos. Esperando esta venida, debemos estar cada vez más<br />
preparados e irreprensibles en toda nuestra conducta al cooperar con la gracia<br />
de Cristo, hasta su venida con todos <strong>los</strong> santos. Al mismo tiempo, esta misma<br />
venida será la visitación de la ira de Dios sobre todos <strong>los</strong> pecadores, sobre todos<br />
<strong>los</strong> que no han sido justificados por la fe en Jesucristo y no están preparados<br />
para su venida.<br />
El conocimiento natural de Dios <strong>los</strong> deja a <strong>los</strong> gentiles sin excusa<br />
“…porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo<br />
manifestó” (Rom 1, 19). Este versículo es muy importante. Los gentiles viven<br />
en la ignorancia y oscuridad por su propia culpa, y por eso verán la ira venidera<br />
de Dios por no haber reconocido a Dios como Dios, y por no haber obedecido<br />
sus leyes. Verán su ira, porque pudieran haberle conocido con su propia razón<br />
si habrían querido, pero, en vez de reconocer a Dios como Dios, se dedicaron a<br />
la idolatría y practicaban la inmoralidad. Si no pudieran haber conocido a Dios<br />
por su razón, entonces serían sin culpabilidad ante él. Pero Pablo les tiene por<br />
culpables porque sí, pudieran haberle conocido con su razón natural y con la<br />
ayuda normal que Dios les da a todos. No necesitaban la revelación especial<br />
29
que tenían <strong>los</strong> judíos. <strong>La</strong> revelación natural les hubiera sido suficiente si habrían<br />
tenido buena voluntad.<br />
Dios ya se ha manifestado a el<strong>los</strong> por las obras de su creación con toda su<br />
belleza. Pudieran haber llegado a la conclusión de que debe existir un Dios que<br />
hizo todo esto y que es uno, bueno, supremo en poder, eterno, sin principio,<br />
inteligente, y personal, como el hombre a quien él creó, y infinitamente más<br />
inteligente aún que el hombre. Pudieran haber concluido que el hombre debe<br />
adorar a este Dios y obedecerle en todo, siguiendo sus leyes morales escritas<br />
en la conciencia de cada hombre, a saber: que es mal matar, robar, etc. De<br />
verdad, “lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo<br />
manifestó” (Rom 1, 19).<br />
El libro de la Sabiduría dice: “Son necios…todos <strong>los</strong> hombres que han<br />
desconocido a Dios y no fueron capaces de conocer al que es a partir de <strong>los</strong><br />
bienes visibles, ni de reconocer al artífice, atendiendo a sus obras” (Sab 13, 1).<br />
Hablando de la belleza de las cosas creadas, dice el libro de la Sabiduría: “Si,<br />
cautivados por su belleza, <strong>los</strong> tomaron por dioses, sepan cuánto les aventaja su<br />
Señor, pues <strong>los</strong> creó el autor de la belleza. Y si admiraron su poder y energía,<br />
deduzcan de ahí cuánto más poderoso es quien <strong>los</strong> hizo; pues por la grandeza y<br />
hermosura de las criaturas se descubre, por analogía, a su Creador” (Sab 13, 3-<br />
5).<br />
Nuestra situación hoy es semejante. ¿Cuántos no creen en Dios, o viven como<br />
si Dios no existiera? ¿Cuántos viven sólo por <strong>los</strong> placeres de este mundo:<br />
comida suculenta, delicadezas, el sexo, deseos carnales, el poder, el honor de<br />
este mundo, las riquezas, paseos, y entretenimientos sin numero: espectácu<strong>los</strong>,<br />
cine, música seglar, etc.? Si no honran a Dios, si no lo adoran, si no siguen sus<br />
leyes, si no ofrecen sus vidas a él para vivir por y para él, y si, en efecto, viven<br />
por estas otras cosas, entonces estas cosas han tomado el lugar de Dios en su<br />
vida. Son prácticamente sus dioses, y el<strong>los</strong> viven para el<strong>los</strong> en lugar de vivir<br />
para Dios.<br />
Los que viven así son sin excusa porque Dios les dio el poder de conocerle, aun<br />
sin revelación especial. <strong>La</strong> revelación de la creación es suficiente para llegar a<br />
esta conclusión. Por eso están perdidos y son culpables ante Dios, y no pueden<br />
esperar a ver más que la ira de Dios por su culpabilidad.<br />
Aunque pudieran haber conocido a Dios, no lo conocieron, ni lo trataron como<br />
Dios. Por eso Dios les envió un Salvador, una ayuda especial y sobrenatural, es<br />
decir, él les envió a Jesucristo. Jesucristo les puede salvar de la ira y<br />
condenación. Él les puede mostrar con más claridad la existencia y naturaleza<br />
de Dios, y más aún, que Dios es una Trinidad, que tiene un Hijo, y que existe el<br />
Espíritu Santo, y que la muerte del Hijo hecho hombre propicia y expía todos <strong>los</strong><br />
pecados de <strong>los</strong> hombres y <strong>los</strong> justifica ante Dios por <strong>los</strong> méritos de Cristo, y no<br />
por <strong>los</strong> méritos de el<strong>los</strong> mismos. Cristo es el precio que <strong>los</strong> redimió. Él pagó el<br />
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precio de su redención con su muerte, y así <strong>los</strong> estableció santos y justos ante<br />
Dios. Así la Santísima Trinidad reconcilió al mundo con sí mismo, a saber: por la<br />
muerte de Jesucristo en la cruz.<br />
Lo que tiene que hacer el hombre perdido, para apropiarse de <strong>los</strong> méritos de<br />
Jesucristo, es creer en él, arrepentirse de sus pecados, ser bautizado,<br />
perdonado, y justificado, y desde entonces en adelante vivir una vida nueva, una<br />
vida dedicada a Jesucristo en todo.<br />
<strong>La</strong> historia muestra que en efecto el hombre no ha logrado, por su propia fuerza,<br />
reconocer a Dios y darle el honor apropiado. Pero ahora el hombre es dado una<br />
nueva oportunidad para ser salvo. Lo que no logró hacer por su propia razón y<br />
fuerza, ahora Dios se lo hace por medio de su fe en Jesucristo, su Hijo.<br />
El hombre pasado y presente no ha hecho lo que pudiera y debería haber hecho<br />
—reconocer, honrar, y obedecer a Dios—, y por eso es culpable, porque tenía el<br />
poder, el conocimiento, y el deber de haber hecho todo esto. Porque ha faltado<br />
por su propio poder vivir como debería haber vivido, y porque es por ello perdido<br />
en la culpabilidad y pecado y verá por eso sólo la ira de Dios, por esta razón<br />
Dios lo salvó por Jesucristo y la fe en él.<br />
“Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen<br />
claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio<br />
de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Rom 1, 20). Aquí san<br />
Pablo nos revela que la naturaleza invisible de Dios, es decir, su poder,<br />
divinidad, y eternidad, se puede conocer por medio de la contemplación de la<br />
creación. Aunque el pecado original hirió al hombre, todavía tiene la capacidad<br />
—nos revela san Pablo aquí— de conocer a Dios por medio de su razón, al<br />
observar, estudiar, y contemplar sus obras en el mundo, es decir, por contemplar<br />
las maravillas de la naturaleza. Así el hombre natural, sin la revelación bíblica,<br />
puede concluir que el que creó todo esto es un Ser Supremo, todopoderoso y<br />
eterno. Por eso alguien que no conoce a Dios y vive sin Dios no tiene excusa<br />
alguna. Es culpable. Pudiera haber conocido si habría querido.<br />
“Los cie<strong>los</strong> cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus<br />
manos” (Sal 18, 1). Así es el plan de Dios para el hombre. Por esta razón él<br />
hizo <strong>los</strong> cie<strong>los</strong> y la tierra con tanta belleza y esplendor, con tantas maravillas,<br />
para elevar el corazón del hombre a sí mismo, es decir, a Dios, su creador, en<br />
alabanza, acción de gracias, y asombro, para que el hombre se postrara ante él<br />
en adoración y donación de sí mismo en amor, y viviera desde entonces en<br />
adelante para él, su creador; y más aún, para que el hombre viviera sólo para él<br />
con todo su corazón. ¿Pero cuántos hacen esto, aun hoy?<br />
“Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas” (Is 40, 26).<br />
Esta es la reacción esperada de parte del hombre hacia su creador. Es posible.<br />
Todo hombre que no ha logrado hacer esto es culpable ante Dios por que<br />
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pudiera haber hecho esto. En Listra Pablo dijo: “En edades pasadas él ha<br />
dejado a todas las gentes andar en sus propios caminos; si bien no se dejó a sí<br />
mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos<br />
fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones” (Hch 14, 16-<br />
17). <strong>La</strong> lluvia y <strong>los</strong> tiempos etc. son <strong>los</strong> testimonios naturales que Dios ha dado<br />
a cada hombre de cada nación y cultura para conocerlo como Dios, y honrarlo.<br />
Nadie tiene excusa por no conocer y honrar a Dios. “Él es quien cubre de nubes<br />
<strong>los</strong> cie<strong>los</strong>, el que prepara la lluvia para la tierra, el que hace a <strong>los</strong> montes<br />
producir hierba. Él da a la bestia su mantenimiento, y a <strong>los</strong> hijos de <strong>los</strong> cuervos<br />
que claman” (Sal 146, 8-9).<br />
De todo esto, uno puede saber que Dios es todopoderoso, bueno, y lleno de<br />
bondad y amor por el hombre. “Los ojos de todos esperan en ti, y tú les das su<br />
comida a su tiempo. Abres tu mano, y colmas de bendición a todo ser viviente.<br />
Justo es el Señor en todos sus caminos, y misericordioso en todas sus obras”<br />
(Sal 144, 15-17). Esta es la actitud correcta hacia Dios, una actitud de sumisión<br />
humilde y agradecida, llena de confianza, convencida de la justicia, bondad, y<br />
misericordia de Dios al observar su acción en su creación. Todo hombre puede<br />
y debe llegar a esta actitud. Si no logra tenerlo, es culpable ante Dios, y no<br />
puede esperar a ver más que su ira.<br />
Pero de hecho, son pocos <strong>los</strong> que han logrado llegar a este conocimiento de<br />
Dios sólo por el uso de su razón. <strong>La</strong> historia ha mostrado esto. Por eso, aunque<br />
el hombre pudiera haber conocido a Dios por su razón, la gran mayoría no lo ha<br />
logrado, y por eso la mayoría de la humanidad, es decir, casi todos, son<br />
culpables ante Dios, son justamente condenados por él, y verán su ira. Esta es<br />
la situación actual del hombre, que san Pablo quiere describir aquí, así<br />
mostrando claramente la necesidad que todos tienen de un Salvador.<br />
Si el hombre no hubiera tenido la capacidad de conocer a Dios por su propia<br />
razón, entonces no habría sido culpable ante él, porque el hombre no es<br />
culpable por no haber hecho algo que es imposible para él a hacer. Por eso es<br />
importante al argumento de Pablo de insistir que, aunque pocos han logrado<br />
conocer a Dios por su razón, sin embargo es posible, y por eso todos <strong>los</strong> que no<br />
lo han logrado son culpables y en necesidad de un Salvador. No son justos ante<br />
Dios, y por eso necesitan ser justificados, no por sus propias obras, en las<br />
cuales han faltado actuar correctamente; sino por la fe en Jesucristo que <strong>los</strong><br />
justifica por sus propios méritos, por su muerte en la cruz. Por eso dice san<br />
Pablo: “Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios<br />
mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a <strong>los</strong> creyentes por la locura de la<br />
predicación” (1 Cor 1, 21).<br />
San Pablo primero tiene que establecer la necesidad de un Salvador por razón<br />
de la culpabilidad del hombre. Luego él predica claramente la salvación, muy<br />
necesaria, que Dios ha enviado al hombre por su propio Hijo Jesucristo. Porque<br />
pudiera haber conocido a Dios pero no lo logró a conocer, el hombre es culpable<br />
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ante Dios y bajo su ira por no haber hecho lo que pudiera y debiera haber hecho.<br />
Y si todos han faltado conocerlo por medio de su razón, ¿cuántos han vivido<br />
para él? ¡Menos aún! Y más aún, ¿cuántos han vivido sólo para él, lo cual es la<br />
vida de perfección deseada por Dios para el hombre? Muy pocos. <strong>La</strong><br />
conclusión es que el hombre tiene necesidad de un Salvador para salvarlo de su<br />
culpabilidad y de la ira de Dios. Jesucristo es este Salvador. El hombre puede<br />
lograr por la fe en él lo que no logró por sus propias obras —el ser justo ante<br />
Dios. Dios nos justifica por la fe en su Hijo Jesucristo.<br />
“Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron<br />
gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue<br />
entenebrecido” (Rom 1, 21). Aunque <strong>los</strong> gentiles viven como si no conocieran a<br />
Dios, san Pablo continúa acusándo<strong>los</strong> como personas que sí, lo conocen,<br />
porque debe ser que en sus corazones lo conocen porque la revelación en la<br />
creación es tan clara y obvia. Por eso Pablo dice que el<strong>los</strong>, conociendo a Dios y<br />
conociendo mejor, sin embargo, no le han hecho caso. No lo glorificaron como<br />
es debido, ni le dieron gracias como deberían haber hecho, sino se hicieron<br />
necios de propósito, confundiendo sus propios pensamientos; y su corazón<br />
ignorante fue entenebrecido. Es decir, hicieron todo esto de propósito, y por<br />
motivos ma<strong>los</strong>, porque no les gustaban <strong>los</strong> caminos rectos y duros del Señor, y<br />
prefirieron <strong>los</strong> caminos más cómodos y espaciosos de sus propios placeres y<br />
pasiones. Por eso viven en oscuridad intelectual y moral. Viven bajo la ira de<br />
Dios. Necesitan un Salvador.<br />
Ni <strong>los</strong> gentiles ni nosotros tenemos excusa por no honrar a Dios como<br />
Dios y por no vivir como él quiere<br />
Aun hoy, ¿cuántos hacen algo semejante? Conociendo en su corazón la<br />
voluntad de Dios, la dejan a un lado para seguir su propia voluntad y sus propios<br />
placeres en clara oposición a la voluntad de Dios; y haciendo así, entenebrecen<br />
sus mentes y pierden su sabiduría, prefiriendo la necedad de una vida cómoda,<br />
llena de placeres humanos, a la vida iluminada de la gracia y de la perfección.<br />
Escogen el camino ancho de la comodidad que lleva a la perdición, en lugar del<br />
camino angosto y estrecho de la vida. El<strong>los</strong> se ciegan de propósito para seguir<br />
sus propios placeres y voluntad propia en lugar de la voluntad de Dios.<br />
Conociendo a Dios, no lo glorifican como Dios con su vida. Por eso <strong>los</strong> que<br />
viven así necesitan un Salvador que puede salvar<strong>los</strong> por la fe en él, porque han<br />
faltado de salvarse ante Dios por sus propias obras. Conociendo a Dios, no lo<br />
glorificaban, ni seguían su voluntad. Por eso sin un Salvador, sólo verán la ira<br />
de Dios.<br />
¿Cuántos viven para Dios hoy? O ¿cuántos viven sólo para Dios, lo cual es la<br />
vida de perfección y su perfecta voluntad para con nosotros? ¿Cuántos hacen<br />
esto sin un Salvador? Muy pocos, creo, y, puede ser, nadie. Entonces, esto<br />
también nos muestra nuestra necesidad de un Salvador: para justificarnos por<br />
no haber hecho lo que podríamos y deberíamos haber hecho. Porque<br />
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podríamos haberlo hecho y no lo hicimos, somos culpables, bajo la ira de Dios, y<br />
en necesidad de un Salvador.<br />
Jesucristo nos salva de esta ira, y nos justifica delante de Dios, y, más aún, él<br />
nos da su gracia que nos transforma y fortalece para seguir las inspiraciones del<br />
Espíritu Santo para vivir por medio de su poder y gracia desde ahora en<br />
adelante sólo para Dios en todo, todo el tiempo, sin excepción, y así crecer en la<br />
santidad y en la perfección. Sin un Salvador, esto sería posible teóricamente,<br />
pero, de hecho, prácticamente nadie ha podido hacerlo. Y por eso todos son<br />
culpables y bajo la ira de Dios. Jesucristo nos salva de esta ira, y nos justifica<br />
por la fe, algo que, en efecto, hemos faltado de hacer por nuestras propias obras<br />
y esfuerzos.<br />
El cristiano, salvado por su fe en Jesucristo, ahora tiene nueva fuerza para hacer<br />
lo que antes no logró hacer por sus propias fuerzas, y por eso san Pablo le llama<br />
e invita a vivir ahora en Cristo una vida nueva y santa, no como antes, no como<br />
<strong>los</strong> gentiles que no tienen un Salvador. Dice: “Esto, pues, digo y requiero en el<br />
Señor: que ya no andéis como <strong>los</strong> otros gentiles, que andan en la vanidad de su<br />
mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la<br />
ignorancia que en el<strong>los</strong> hay, por la dureza de su corazón; <strong>los</strong> cuales, después<br />
que perdieron toda sensibilidad, se entregaron a la lascivia para cometer con<br />
avidez toda clase de impureza” (Ef 4, 17-19). Esto es la actualidad que san<br />
Pablo observa en su día, es decir, que <strong>los</strong> gentiles, que viven sin la revelación<br />
bíblica y sin el Salvador, viven inmoral y desordenadamente. Viven en la<br />
oscuridad, lejos de Dios, y ajenos de la vida santa que Dios desea para el<strong>los</strong>.<br />
Son culpables, y por tanto viven bajo la ira de Dios.<br />
Los que ya se han convertido a Cristo de entre <strong>los</strong> gentiles, anteriormente vivían<br />
una vida inmoral y lejos de Dios. Necesitaban lo que ya han recibido, un<br />
Salvador. Dice san Pablo: “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo<br />
extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo males obras, ahora os ha<br />
reconciliado…” (Col 1, 21). Dios <strong>los</strong> salvó en Jesucristo de su ira, para vivir un<br />
nuevo tipo de vida en este mundo, una vida santa. ¡Qué diferentes deben ser<br />
ahora! Su manera de vivir debe ser completamente diferente ahora en Cristo.<br />
<strong>La</strong> justificación que han recibido por la fe en Cristo afecta todo aspecto de su<br />
manera de vivir, y les da la capacidad de hacer obras buenas. Dice san Pedro:<br />
“…conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; sabiendo que<br />
fuisteis rescatados de vuestra manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros<br />
padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa<br />
de Cristo” (1 Pd 1, 17-19).<br />
Cristo <strong>los</strong> justifica por la fe, y entonces les da el poder de vivir santamente.<br />
Pedro dice: “como hijos obedientes, no os conforméis a <strong>los</strong> deseos que antes<br />
teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo,<br />
sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pd 1, 14-15).<br />
Por eso la fe en Jesucristo inicia un proceso que tiene dos aspectos: 1) la<br />
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justificación, y 2) la santificación. <strong>La</strong> justificación nos hace rectos ante Dios. <strong>La</strong><br />
santificación es un proceso de crecimiento en la cercanía y a la semejanza de<br />
Dios. Este doble proceso nos hace muy diferentes de <strong>los</strong> gentiles. Aun <strong>los</strong><br />
israelitas deberían haber sido muy diferentes de <strong>los</strong> gentiles, pero no fueron<br />
mucho mejor, sino que “siguieron la vanidad, y se hicieron vanos, y fueron en<br />
pos de las naciones que estaban alrededor de el<strong>los</strong>, de las cuales el Señor les<br />
había mandado que no hiciesen a la manera de ellas” (2 Reyes 17, 15). Los dos<br />
—es decir, tanto <strong>los</strong> israelitas como <strong>los</strong> gentiles— vivían en la oscuridad e<br />
inmoralidad, lejos de Dios, culpables, y sujetos a su ira. Los dos necesitaban un<br />
Salvador.<br />
Aun el pueblo escogido de Dios, <strong>los</strong> hebreos, se desviaron e imitaron la<br />
perversidad de <strong>los</strong> gentiles. “No destruyeron a <strong>los</strong> pueb<strong>los</strong> que el Señor les dijo;<br />
antes se mezclaron con las naciones, y aprendieron sus obras, y sirvieron a sus<br />
ído<strong>los</strong>, <strong>los</strong> cuales fueron causa de su ruina. Sacrificaron sus hijos y sus hijas a<br />
<strong>los</strong> demonios, y derramaron la sangre inocente, la sangre de sus hijos y de sus<br />
hijas, que ofrecieron en sacrificio a <strong>los</strong> ído<strong>los</strong> de Canaán…” (Sal 105, 34-38). No<br />
sólo <strong>los</strong> gentiles, sino que <strong>los</strong> mismos judíos, que tenían la revelación bíblica,<br />
hicieron las mismas cosas que <strong>los</strong> gentiles, mostrando así que <strong>los</strong> dos, tanto <strong>los</strong><br />
judíos como <strong>los</strong> gentiles, necesitaban un Salvador que <strong>los</strong> salvarían, no por <strong>los</strong><br />
méritos de el<strong>los</strong> mismos, sino por <strong>los</strong> méritos de él, <strong>los</strong> cuales el<strong>los</strong> podrían<br />
recibir por la fe en él, y así ser perdonados por su perversión, justificados<br />
delante de Dios, y santificados en verdad.<br />
En vez de destruir a <strong>los</strong> paganos en la tierra de Canaán, <strong>los</strong> israelitas se<br />
mezclaron con el<strong>los</strong> y <strong>los</strong> imitaron, siguiendo sus costumbres. En vez de vivir<br />
como el pueblo escogido de Dios, diferente de todo otro pueblo, con leyes y<br />
costumbres distintas, <strong>los</strong> israelitas quisieron vivir como sus vecinos. No<br />
quisieron ser diferentes de el<strong>los</strong>. Así practicaron la idolatría, aun quemando y<br />
ofreciendo a sus hijos y a sus hijas en sacrificio a <strong>los</strong> dioses de Canaán. Así se<br />
desviaron.<br />
Aun hoy muchos hacen lo mismo. ¿Cuántos cristianos quieren vivir<br />
exactamente como sus vecinos que no practican su religión? ¿Cuántos<br />
cristianos quieren vivir como el mundo? El mundo tiene sus propias costumbres<br />
que vienen de su falta de fe y de su idolatría; y <strong>los</strong> cristianos quieren imitar<strong>los</strong>.<br />
Los que viven así muestran que necesitan un Salvador con quien tienen una<br />
verdadera relación personal e íntima, y que les puede enseñar costumbres<br />
nuevas y apropiadas para su vida nueva, costumbres para una vida santa y<br />
divinizada; no costumbres de una vida que ha olvidado a Dios.<br />
“Profesando ser sabios, se hicieron necios” (Rom 1, 22). Sobre todo <strong>los</strong> griegos<br />
tenían mucho orgullo en su sabiduría, en su fi<strong>los</strong>ofía, y sus especulaciones, pero<br />
su religión muestra cuán lejos estaban de un verdadero entendimiento de lo<br />
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único necesario, no usando bien la inteligencia que Dios les dio para conocerlo y<br />
honrarlo.<br />
Aunque hoy no somos tentados por esta forma de idolatría, sin embargo,<br />
muchos hoy viven en la misma problemática. <strong>La</strong>s naciones más avanzadas hoy<br />
en poder económico y militar, en ciencia y desarrollo de la vida en general, son<br />
<strong>los</strong> que con frecuencia más olvidan a Dios, y viven más para sus propios<br />
placeres. Viven por el honor de ser <strong>los</strong> más poderosos, <strong>los</strong> más ricos, <strong>los</strong> más<br />
desarrollados, <strong>los</strong> más avanzados en las invenciones, y <strong>los</strong> más honrados por su<br />
importancia en el mundo. Es como se adoran a sí mismos en vez de a Dios en<br />
su vida práctica y diaria. Hay hoy una gran secularización y casi no hay<br />
vocaciones sacerdotales ni religiosas en estos países más desarrollados.<br />
Aunque todavía creen en él, no lo honran como Dios, como deben. No lo ponen<br />
en la posición de Dios en su vida. Otras cosas, placeres, e intereses lo han<br />
reemplazado. ¿Cuántas veces sirven la criatura en vez de Dios (Rom 1, 25)?<br />
Dicen que son sabios, pero se han hecho necios. Han cambiado la gloria de<br />
Dios por cosas creadas.<br />
<strong>La</strong> verdadera sabiduría es otra cosa completamente. Es una vida de sacrificio,<br />
una vida que abraza la cruz en ofrenda de sí misma al Padre en amor, unida a<br />
Jesucristo en amor e imitación, unida a su sacrificio perfecto de sí mismo al<br />
Padre en amor infinito e inefable. Es una vida de amor y unión de personas con<br />
las divinas Personas, porque el Espíritu Santo es el que nos forma en la imagen<br />
de Cristo y nos diviniza, llenándonos de gloria y gracia; y él mismo mueve en<br />
nosotros como ríos de agua viva, alegrándonos con su presencia y amor, y<br />
uniéndonos cada vez más con el Hijo, haciéndonos hijos del Padre en el único<br />
Hijo divino.<br />
Esta asociación íntima y constante con las tres divinas Personas nos llena de<br />
amor y felicidad, y da un resplandor a nuestra vida, que es por ello caracterizada<br />
por su amor a Dios y por su esperanza para la venida del reino de paz celestial<br />
sobre toda la tierra para siempre. Este reino de Dios que ya existe, que está<br />
creciendo ahora en el mundo, y que vendrá un día en forma manifiesta y<br />
definitiva es el objeto de nuestra esperanza, y Cristo mismo, inhabitando en<br />
nuestro corazón, es la fuente constante del amor divino que siempre está<br />
brotando desde dentro de nuestro corazón. Es nuestra fe que hace todo esto<br />
posible. Por eso es claro que nuestra vida es una vida de las tres virtudes<br />
teologales: fe, esperanza, y amor.<br />
Una persona que rechaza toda esta belleza y riqueza del reino de Dios; y en vez<br />
de esta, se dedica sólo a la ciencia o a <strong>los</strong> negocios, o a la tecnología, o a la<br />
búsqueda de dinero, de honores humanos, o de placeres se ha cegado y se ha<br />
hecho necio. De verdad, estas personas, “profesando ser sabios, se hicieron<br />
necios” (Rom 1, 22).<br />
36
El<strong>los</strong> no saben que deben vivir sólo para Dios, que Dios debe ser su único<br />
placer, que deben vivir en simplicidad, sencillez, y austeridad, en renuncia de sí<br />
mismos, en ayuno, silencio, oración, y contemplación. No saben que deben vivir<br />
así, sirviendo a Dios con un corazón indiviso, completamente dedicado a él, y<br />
sólo a él (Mt 6, 24; 6, 19-21). Esta es la verdadera sabiduría, la vida de<br />
perfección, la sabiduría de Dios, que al mundo parece como una locura. Es la<br />
sabiduría de la cruz, la sabiduría del amor de Dios, demostrada perfectamente<br />
en la cruz de Cristo.<br />
¿Cuántos viven esta sabiduría de Dios? ¿Cuántos, usando sólo su propia<br />
razón, logran vivir aun una pequeña parte de esta sabiduría,? Muy pocos, yo<br />
creo, porque el camino de la vida es siempre el camino de <strong>los</strong> pocos, como<br />
Jesús nos dijo: “estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y<br />
pocos son <strong>los</strong> que la hallan” (Mt 7, 14). Y seguramente nadie ha podido conocer<br />
el misterio de la Trinidad, de la encarnación, y de la redención por la cruz sólo<br />
por su propia razón.<br />
Entonces, qué lejos de Dios está el hombre hoy sin Cristo, sin una fe viva y una<br />
entrega completa a Jesucristo. El hombre en sí mismo, sin Cristo, vive en la<br />
oscuridad y culpabilidad. Vive en la ira de Dios. Necesita un Salvador.<br />
“¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de<br />
este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo?” (1 Cor 1, 20).<br />
“Porque la palabra de la cruz es locura a <strong>los</strong> que se pierden; pero a <strong>los</strong> que se<br />
salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios” (1 Cor 1, 18). “Porque lo<br />
insensato de Dios es más sabio que <strong>los</strong> hombres, y lo débil de Dios es más<br />
fuerte que <strong>los</strong> hombres” (1 Cor 1, 25). “Nadie se engañe a sí mismo; si alguno<br />
entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a<br />
ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios…” (1<br />
Cor 3, 18-19). De verdad, son necios <strong>los</strong> que rechazan la verdadera sabiduría<br />
de Dios. “Profesando ser sabios, se hicieron necios” (Rom 1, 22).<br />
“…y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de<br />
hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” (Rom 1, 23). En vez<br />
de la belleza de Dios y su gloria, <strong>los</strong> hombres han escogido otras cosas por sus<br />
dioses. Estos son sus ído<strong>los</strong>. Hay muchas referencias en el Antiguo<br />
Testamento que habla contra la idolatría y que acusan incluso a <strong>los</strong> israelitas de<br />
idolatría. Así vemos que tanto <strong>los</strong> israelitas como <strong>los</strong> gentiles han caído en este<br />
gran error, aunque en el tiempo de san Pablo la idolatría no fue practicada más<br />
entre <strong>los</strong> judíos. Pero la descripción que el Antiguo Testamento da de la<br />
idolatría antigua de <strong>los</strong> judíos aplica ya en el tiempo de san Pablo a <strong>los</strong> gentiles.<br />
Por ejemplo: “Hicieron becerro en Horeb, se postraron ante una imagen de<br />
fundición. Así cambiaron su gloria por la imagen de un buey que come hierba.<br />
Olvidaron al Dios de su salvación, que había hecho grandezas en Egipto…” (Sal<br />
105, 19-21). En vez de adorar a Dios, adoraron y sirvieron a una cosa que el<strong>los</strong><br />
mismos hicieron con sus propias manos. Hicieron dioses de las obras de sus<br />
manos aunque han visto <strong>los</strong> prodigios y maravillas que Dios hizo para el<strong>los</strong> en<br />
37
Egipto. Cuánto más, entonces, van a desviarse <strong>los</strong> paganos que no tuvieron<br />
esta revelación especial de Dios. Y así fue. Los griegos y <strong>los</strong> romanos y todos<br />
<strong>los</strong> gentiles de <strong>los</strong> tiempos de san Pablo fueron hundidos en un gran pozo de<br />
oscuridad, ignorancia, y culpabilidad —a pesar de su fi<strong>los</strong>ofía—, no haciendo<br />
caso a Dios, y adorando cosas que no fueron Dios.<br />
Sobre <strong>los</strong> gentiles, dice la escritura: “…pues se habían extraviado muy lejos por<br />
<strong>los</strong> caminos del error, tomando por dioses a <strong>los</strong> animales más viles y<br />
despreciables, dejándose engañar como niños inconscientes” (Sab 12, 24). Los<br />
más inteligentes entre <strong>los</strong> gentiles, <strong>los</strong> griegos, con toda su fi<strong>los</strong>ofía, se dejaban<br />
engañar así como niños en su religión. Y si el<strong>los</strong>, <strong>los</strong> mejores y más civilizados,<br />
más sabios, y más avanzados entre <strong>los</strong> gentiles se dejaban engañar así, cuánto<br />
más <strong>los</strong> otros gentiles menos dotados. Refiriéndose a <strong>los</strong> egipcios en <strong>los</strong> días<br />
de Moisés, el autor de la Sabiduría dice: “Por sus pensamientos insensatos y<br />
malvados, que <strong>los</strong> desorientaron, haciéndoles adorar a reptiles irracionales y a<br />
viles animales, tú les enviaste como castigo una multitud de animales<br />
irracionales, para que comprendieran que en el pecado va la penitencia” (Sab<br />
11, 15-16). Por haber adorado cosas como la serpiente y el cocodrilo, Dios <strong>los</strong><br />
castigó con animales en las plagas, con ranas, mosquitos, y langostas. El<br />
hombre no puede desviarse así, adorando la criatura en vez de Dios, sin sufrir<br />
un castigo de parte de Dios por su perversión. Por eso parece que la mayoría<br />
de la humanidad vive bajo el castigo de Dios, bajo su ira. ¡Qué gran necesidad<br />
tienen de un Salvador! Así es el argumento de san Pablo.<br />
Así el hombre repite el pecado de Adán, por el cual él perdió la gracia y la vida<br />
sobrenatural de Dios. El hombre confirma esta pérdida al añadir su propia culpa<br />
a la de Adán por su idolatría y otros pecados, sobre todo, por <strong>los</strong> pecados de la<br />
impureza. El hombre ha perdido la gracia, y ya vive en culpabilidad y oscuridad.<br />
No es más como un cristal lleno de la luz del mediodía, lleno del esplendor<br />
divino, como lo fue antes de haber pecado, y lo cual fue el plan original de Dios<br />
para con el hombre.<br />
Por eso Dios hizo un nuevo plan para restaurar al hombre a la gracia y a la vida<br />
divina, para que Dios pudiera inhabitar de nuevo dentro de su corazón,<br />
embelleciéndolo con su propia esplendor y belleza. Esta gracia, que Dios<br />
restauró en el hombre por la encarnación, muerte, y resurrección de su propio<br />
Hijo, hecho hombre, hace al hombre resplandeciente de nuevo como el oro puro<br />
deslumbrado en el sol o como un cristal bruñido reflejando la luz del sol de<br />
mediodía. Y más aún, entonces la misma Santísima Trinidad comienza a vivir<br />
dentro de un corazón así de una manera sobrenatural y especial, diferente de su<br />
manera de ser presente en cada cosa y persona creada.<br />
Pero para apreciar esta salvación, esta renovación y divinización, el hombre<br />
tiene que reconocer su situación actual, que es caída, oscura, y bajo la ira de<br />
Dios, y esto por su propia culpa junto con el pecado de Adán que lo privó de la<br />
gracia divina. Este es el propósito de esta parte de la <strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> <strong>Romanos</strong>.<br />
38
Así, realizando su necesidad, el hombre será más dispuesto a creer en su<br />
Salvador. Por eso Pablo procura a demostrarle su culpabilidad y alienación de<br />
Dios, para llevarlo a Cristo, y para que aprecie mejor el don de la salvación que<br />
tiene en Cristo.<br />
“Por lo cual también Dios <strong>los</strong> entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de<br />
sus corazones, de modo que deshonran entre sí sus propios cuerpos…” (Rom 1,<br />
24). Pablo dice que la caída del hombre en la inmundicia fue causada por su<br />
idolatría. Por no haber reconocido ni honrado a Dios debidamente, Dios, como<br />
castigo, <strong>los</strong> entregó a toda forma de inmundicia e impureza. <strong>La</strong> impureza sigue<br />
la idolatría. El hombre que vive sin Dios no tiene suficiente fuerza ni motivación<br />
para resistir <strong>los</strong> deseos carnales pecaminosos; y entrando en el<strong>los</strong>, él mancha y<br />
oscurece su espíritu horriblemente, y cae de un grado de desesperación y<br />
depresión en otro. Necesita un Salvador. Ha experimentado su propia<br />
incapacidad usando sólo sus propias fuerzas.<br />
Pablo menciona varias veces la conexión entre la idolatría y la inmundicia, la<br />
primera causando la segunda. Dice que el<strong>los</strong>, “dando culto a las criaturas antes<br />
que al Creador…por eso Dios <strong>los</strong> entregó a pasiones vergonzosas” (Rom 1, 25-<br />
26). “Y como el<strong>los</strong> no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios <strong>los</strong> entregó a una<br />
mente reprobada, para hacer cosas que no convienen” (Rom 1, 28).<br />
¡Qué común es la idolatría en una forma u otra en cada época de la historia,<br />
incluso la nuestra! El hombre pone sus propios placeres e intereses en lugar de<br />
Dios, y vive por el<strong>los</strong> en vez de por Dios —esta es la idolatría—; y estos placeres<br />
vienen a ser sus dioses o su dios. Así se aleja cada vez más de la verdadera<br />
vida, y su corazón no está feliz. Para llenar este gran vacío interior, causado por<br />
la idolatría, él se entrega a todo tipo de inmundicia, porque por el momento esta<br />
parece darle algún alivio, placer, y satisfacción; pero es sólo un alivio<br />
momentáneo y engañoso, y después, él se siente peor aún, más vacío e más<br />
infeliz que antes. Así es, hasta que reconozca su necesidad de un Salvador y<br />
de una vida nueva, una vida de fe, esperanza, y amor, la cual Dios le dará en<br />
Jesucristo.<br />
“Por esto Dios <strong>los</strong> entregó a pasiones vergonzosas; pues aun sus mujeres<br />
cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza, y de igual modo<br />
también <strong>los</strong> hombres, dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su<br />
lascivia unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres,<br />
y recibiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío” (Rom 1, 26-27).<br />
San Pablo dice que la idolatría trae <strong>los</strong> hechos homosexuales, tanto entre las<br />
mujeres como entre <strong>los</strong> varones. Estas relaciones y hechos homosexuales —<br />
dice san Pablo— son el resultado de haber puesto otras cosas en el lugar de<br />
Dios en nuestra vida. Es decir, una vida indulgente, que es una búsqueda<br />
inacabable de placer, puede caer con facilidad en pecados sexuales, aun con<br />
personas del mismo sexo, porque toda su orientación es hacia el placer buscado<br />
simplemente por el placer. Si queremos evitar este tipo de pecado, debemos<br />
39
evitar su fuente que es una vida dedicada al placer, que es otra forma de<br />
idolatría —el poner la búsqueda de placer en lugar de Dios en nuestro corazón y<br />
vida. Los placeres vienen a ser nuestros ído<strong>los</strong>. El caer en hechos<br />
homosexuales es causado por vivir idolátricamente. Este comportamiento<br />
homosexual puede a veces ser el castigo de Dios por la idolatría (Rom 1, 26).<br />
Cuando ponemos otras cosas en lugar de Dios en nuestra vida es fácil caer en<br />
actos homosexuales, que son sólo otra forma de idolatría, otra búsqueda de<br />
placer por sí mismo fuera de Dios.<br />
Pablo llama este comportamiento “pasiones vergonzosas” (Rom 1, 26). Es algo<br />
vergonzoso frente a Dios, y frente a otras personas. Es un uso de las pasiones<br />
que es vergonzoso y “que es contra naturaleza” (Rom 1, 26). Relaciones<br />
heterosexuales son —dice Pablo— “el uso natural” (Rom 1, 26), es decir:<br />
permitido por Dios entre <strong>los</strong> casados; pero relaciones homosexuales son<br />
siempre “contra naturaleza (Rom 1, 26). San Pablo describe estas personas<br />
como “cometiendo hechos vergonzosos, hombres con hombres” (Rom 1, 27).<br />
No son hechos buenos frente a Dios, sino sólo “hechos vergonzosos”, y nada<br />
más. Es decir, no son actos legítimos de amor, sino pecados graves y<br />
vergonzosos, que no son naturales, sino” contra naturaleza” (Rom 1, 26), contra<br />
la naturaleza humana, contra la voluntad de Dios.<br />
Por eso, dice san Pablo, <strong>los</strong> que están “cometiendo” (Rom 1, 27) estos hechos<br />
están “recibiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío” (Rom 1, 27).<br />
Se han extraviado. Su comportamiento es un “extravío” (Rom 1, 27) que recibe<br />
un castigo o una “retribución debida” (Rom 1, 27). Estas personas se degradan.<br />
Son degradadas y extinguen la luz de Dios en sus corazones. Se hacen feas<br />
delante de Dios, en vez de ser lúcidas y brillantes como un cristal lleno de la luz<br />
del sol, como es la voluntad de Dios para con nosotros. Necesitan un Salvador.<br />
Necesitan la salvación de Dios.<br />
Así va el argumento de san Pablo, estableciendo la necesidad de un Salvador.<br />
El<strong>los</strong> no han podido vivir bien por sí mismos. Han caído desde la idolatría hasta<br />
las relaciones homosexuales. Han caído en pecado grave y vergonzoso. Se<br />
han degradado a sí mismos y han oscurecido sus almas. Han perdido la gracia<br />
y la inhabitación del Espíritu Santo.<br />
Pablo dice: “¿No sabéis que <strong>los</strong> injustos no heredarán el reino de Dios? No<br />
erréis; ni <strong>los</strong> fornicarios, ni <strong>los</strong> idólatras, ni <strong>los</strong> adúlteros, ni <strong>los</strong> afeminados, ni <strong>los</strong><br />
que se echan con varones…heredarán el reino de Dios” (1 Cor 6, 9-10).<br />
Aun en el Antiguo Testamento y en la ley de Moisés, vemos que hechos<br />
homosexuales fueron vistos como una abominación, y en esto leemos la ley<br />
moral de Dios, válida por todos <strong>los</strong> tiempos. Dice el libro de Levítico: “No te<br />
echarás con varón como con mujer; es abominación” (Lev 18, 22). Y “Si alguno<br />
se ayuntare con varón como con mujer, abominación hicieron; ambos han de ser<br />
muertos; sobre el<strong>los</strong> será su sangre” (Lev 20, 13). De veras, necesitan un<br />
40
Salvador. Necesitan la salvación de Jesucristo y la fe viva en él para borrar su<br />
perversión y darles una vida nueva, casta, pura, y limpia ante Dios.<br />
“Y como el<strong>los</strong> no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios <strong>los</strong> entregó a una<br />
mente reprobada, para hacer cosas que no convienen…” (Rom 1, 28). Esta es<br />
una repetición de lo que san Pablo dijo en 1, 24, es decir, porque no tomaron en<br />
cuenta a Dios, por ello Dios <strong>los</strong> dejó caer en inmundicia y todo tipo de<br />
perversión. Esta perversión sexual es más común y abiertamente practicada en<br />
<strong>los</strong> países y en las culturas donde Dios es más olvidado y dejado, por ejemplo,<br />
entre <strong>los</strong> paganos de Roma en el tiempo de san Pablo, quienes practicaban la<br />
idolatría, y en países materialmente avanzados hoy que son ahora secularizados<br />
y donde muchos han dejado <strong>los</strong> valores cristianos y tradicionales y la práctica de<br />
la fe, y se han dedicado a una vida de hedonismo y a la búsqueda inacabable de<br />
entretenimiento y placer. El<strong>los</strong> son <strong>los</strong> que con mucha frecuencia caen en estas<br />
perversiones sexuales, porque toda su orientación es así, orientada hacia el<br />
entretenimiento, es decir, orientada idolátricamente. Si el placer es<br />
prácticamente su dios, entonces las perversiones sexuales serán su moralidad y<br />
su modo de vivir. Y no sólo esto, sino que también el<strong>los</strong> proclaman<br />
públicamente que estas prácticas, gravemente pecaminosas y vergonzosas, no<br />
son malas sino buenas, como dice san Pablo: “Quienes habiendo entendido el<br />
juicio de Dios, que <strong>los</strong> que practican tales cosas son dignos de muerte, no sólo<br />
las hacen, sino que también se complacen con <strong>los</strong> que las practican” (Rom<br />
1, 32).<br />
Vemos hoy personas que promueven y predican públicamente la<br />
homosexualidad y aun quieren que hubieren llamados “matrimonios<br />
homosexuales”, reconocidos por el estado. A este punto han llegado algunas<br />
culturas y países en que muchos viven según el hedonismo. Su fi<strong>los</strong>ofía es el<br />
hedonismo. No sólo hacen públicamente cosas vergonzosas, sino que también<br />
las proclaman y promueven como si fueran buenas. Esto es parte de la<br />
secularización que está transformando ciertos países hoy. Esto, entonces, es<br />
otra indicación de la necesidad que el hombre olvidadizo de Dios tiene de un<br />
Salvador, de la salvación por la fe en Jesucristo que el Padre ha enviado al<br />
mundo.<br />
Ahora (Rom 1, 29-31) Pablo nos da una lista de pecados practicados por <strong>los</strong> que<br />
han olvidado a Dios. Es decir: estas personas que viven en estos pecados no<br />
sólo han olvidado a Dios, sino que también viven en malas relaciones con otras<br />
personas, en injusticia, malicia, codicia, maldad, odio, homicidio, chismes, y<br />
calumnias; son insolentes, altaneros, y sin amor. Están siempre hiriendo al otro,<br />
y son heridos el<strong>los</strong> mismos en consecuencia. Cuando herimos a otra persona,<br />
nos herimos a nosotros mismos. Pecamos, y así perdemos nuestra paz interior<br />
y el resplandor de la luz de Cristo en nuestro corazón. Sólo una vida de amor<br />
puede evitar este problema de ser siempre herido lleno de culpabilidad frente a<br />
Dios por haber herido a nuestro prójimo. El vivir idolátricamente conduce a esto.<br />
41
Uno está vacío interiormente y dolido, y por eso ataca al otro y trata de llenar su<br />
vacío de todo tipo de placer pecaminoso, y va de mal en peor.<br />
Cuando estamos perdidos en esta problemática, entendemos más que nunca<br />
cuánto necesitamos el perdón y la salvación que Dios nos envió en su Hijo<br />
Jesucristo. Él nos salva de este pozo triste y oscuro de ser heridos en nuestra<br />
conciencia por haber herido a nuestro prójimo. El nuevo mandamiento de<br />
Jesucristo es el doble mandamiento de amor: el amor a Dios, y el amor al<br />
prójimo como a nosotros mismos. Sólo así, y por el poder del amor de Cristo,<br />
podemos ser sanados de estas heridas que nos infligimos a nosotros mismos al<br />
herir a otras personas con nuestra altanería y falta de amor. No podemos<br />
nosotros mismos sanar el dolor que hemos causado en nuestra propia<br />
conciencia y corazón por haber herido a otras personas por nuestra propia falta<br />
de delicadez y verdadero amor cristiano. Sólo Dios puede sanar nuestra<br />
conciencia de este tipo de dolor y herida; y lo hace por su Hijo Jesucristo y por<br />
<strong>los</strong> méritos de su muerte en la cruz, cuando lo llamamos con fe, y esperamos su<br />
respuesta sanadora en confiada esperanza. Él no nos faltará.<br />
42
CAPÍTULO DOS<br />
EL JUSTO JUICIO DE DIOS 2, 1-16<br />
“Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quien quiera que seas tú que juzgas;<br />
pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas<br />
haces lo mismo” (Rom 2, 1). Parece que hay dos puntos en este versículo: 1) el<br />
mal de juzgar a otras personas, y 2) el mal de hacer uno mismo las mismas<br />
cosas malas que uno juzga a otros de haber hecho. El interés de san Pablo en<br />
este versículo es sobre el segundo punto. Su interés así no es en el mal de<br />
condenar a otras personas con odio y rencor, sino más bien él dirige su<br />
atención, como en el primer capítulo, sobre el mal comportamiento del hombre<br />
que se cree al abrigo de la ira de Dios sólo porque él ve que estas cosas son<br />
malas y él predica contra el<strong>los</strong>, mientras que él mismo hace las mismas cosas.<br />
San Pablo condena al hombre que cree que sus juicios lo salvarán. El punto de<br />
san Pablo es que no es nuestra predicación contra el mal comportamiento de <strong>los</strong><br />
demás que nos salvará, sino nuestra propia buena vida, nuestra carencia de mal<br />
comportamiento.<br />
¿Pero quién puede ponerse de pie y decir: ‘De veras yo no hago nada mal? No<br />
peco. Nunca peco. Siempre soy perfecto, y nunca me equivoco. Nunca hago<br />
errores’. Seguramente no hay nadie que puede decir esto honestamente.<br />
Todos, a veces, se equivocan, hacen errores, y pecan de un modo u otro. Y <strong>los</strong><br />
predicadores, sobre todo <strong>los</strong> judíos que siempre están condenando a <strong>los</strong> gentiles<br />
por su idolatría e inmoralidad, no se van a salvar de la ira de Dios tan sólo por su<br />
predicación, si el<strong>los</strong> mismos hacen las mismas cosas. Y sí, pecan. Por eso<br />
el<strong>los</strong>, <strong>los</strong> judíos, tanto como <strong>los</strong> gentiles, viven bajo la ira de Dios. Nadie puede<br />
ser salvo sin la salvación de Dios que él nos envía en su único Hijo Jesucristo.<br />
Todos necesitan a Jesucristo.<br />
“Mas sabemos que el juicio de Dios contra <strong>los</strong> que practican tales cosas es<br />
según verdad” (Rom 2, 2). <strong>La</strong> doctrina de san Pablo es que <strong>los</strong> que hacen mal<br />
son sujetos a la condenación de Dios, a su ira. Por eso, tanto <strong>los</strong> judíos como<br />
<strong>los</strong> gentiles que viven así en pecado serán condenados. Si, al contrario, uno<br />
43
vive bien, será recompensado. Pero, porque todos, tanto <strong>los</strong> judíos como <strong>los</strong><br />
gentiles, son pecadores, necesitan la salvación que Dios ha enviado al mundo<br />
en su Hijo. Sin la fe en él, ¿cómo se puede ser salvo? Sin la gracia de Dios,<br />
que viene sólo por Jesucristo, nadie puede vivir bien. Todos son pecadores.<br />
Todos son culpables, y por eso bajo la ira justa de Dios. Todos por ello<br />
necesitan un Salvador, incluso <strong>los</strong> que conocen la ley de Dios, o la ley natural de<br />
Dios escrita en su corazón. Necesitan un Salvador porque aunque algunos<br />
conocen una u otra de estas dos leyes, nadie ha observado la ley<br />
perfectamente. Siendo todos por eso pecadores, necesitan la misericordia de<br />
Dios, y no pueden depender sólo de su propia justicia, en que han faltado; y Dios<br />
da al hombre su misericordia por Jesucristo.<br />
Aun <strong>los</strong> que no conocen a Jesucristo, si reciben la misericordia de Dios, la<br />
reciben por medio de Jesucristo. Cuanto mejor es, entonces, conocer esto<br />
explícitamente y venir a tener una vida en la luz, conociendo la fuente misma de<br />
la salvación, amando a Jesucristo, conociéndolo íntimamente, viviendo en su<br />
amor y esplendor, conociendo su doctrina, imitando el ejemplo de su vida,<br />
celebrando sus misterios, y creciendo en su gracia al contemplar su gloria. Este<br />
es el plan y la voluntad de Dios para con el hombre. Esta es la razón para la<br />
cual Jesús envió a sus apóstoles hasta <strong>los</strong> confines de la tierra para predicar el<br />
evangelio a toda criatura. Es para que todos sean salvos por la fe en Jesucristo<br />
y entren en íntima unión con él en amor, porque sin él, nadie ha podido escapar<br />
el juicio y la condenación de Dios.<br />
“Y piensas esto, oh hombre, tú que juzgas a <strong>los</strong> que tal hacen, y haces lo mismo,<br />
que tú escaparás del juicio de Dios” (Rom 2, 3). Los judíos, que tienen la ley de<br />
Dios, saben cual es bueno y cual es malo, y pueden juzgar y condenar a <strong>los</strong> que<br />
hacen mal, según su ley. Pero, porque la ley no da el poder para hacer el bien y<br />
evitar el mal, sino sólo nos informa cuál es bueno y cuál es malo, la ley no puede<br />
salvar al judío. Tan sólo su conocimiento no puede salvar al judío; y esto es la<br />
única cosa que la ley le puede dar, es decir: conocimiento. Pero para ser salvos<br />
necesitamos también hechos, una vida virtuosa, sin pecado. <strong>La</strong> ley no da esto.<br />
Sólo Jesucristo nos hace justos y virtuosos por el poder de su muerte y<br />
resurrección; y sólo Jesucristo propicia y expía adecuadamente y<br />
completamente nuestros pecados. <strong>La</strong> salvación no nos viene de la ley, sino sólo<br />
de Jesucristo.<br />
<strong>La</strong> ley fue para mostrarnos claramente cuánto somos pecadores, al ver en ella la<br />
clara voluntad de Dios y sabiendo nosotros por ello cuán lejos estamos de una<br />
observancia perfecta de la ley. Así el papel de la ley es convencernos cuánto<br />
necesitamos un Salvador. Así la ley preparó a <strong>los</strong> judíos para Cristo,<br />
desarrollando en el<strong>los</strong> una conciencia de lo bueno y lo malo; pero tenían que<br />
esperar hasta la llegada del Mesías para poder realizar este ideal en su vida. <strong>La</strong><br />
función de la ley era convencer<strong>los</strong> que, de verdad, fueron por sí mismos<br />
incapaces de observar la misma ley de Dios. <strong>La</strong> ley debería haber desarrollado<br />
en el<strong>los</strong> una fuerte esperanza por la venida del Salvador para salvar<strong>los</strong> al fin de<br />
44
sus pecados, que la ley les mostró en sus vidas. <strong>La</strong> ley debería haberles dado<br />
también una gran esperanza para una vida nueva, pura, casta, y virtuosa, libre,<br />
al fin, del pecado, y resplandeciente a <strong>los</strong> ojos de Dios.<br />
Todo este cumplimiento les vendrá por medio del don de la justicia en<br />
Jesucristo, la cual <strong>los</strong> reviste de justicia, de una justicia transformadora que <strong>los</strong><br />
santifica y verdaderamente transforma. Al fin, el hombre, tanto el judío como el<br />
gentil, puede ser verdaderamente justo y santo, transformado, divinizado, y<br />
deificado por su fe en Jesucristo y su vida de obediencia y amor a él, la única<br />
salvación de Dios, el único Salvador del mundo.<br />
Esto es mucho más que meramente saber cuál es bueno y cuál malo. Es mucho<br />
más que simplemente condenar a <strong>los</strong> que hacen mal. Esto es ser<br />
verdaderamente salvo y transformado en la gloria de Dios por medio del misterio<br />
pascual de Jesucristo. Es la renovación del hombre, la salvación y<br />
transformación de su ser, la divinización de la raza humana, y la transformación<br />
del mundo en el reino de Dios.<br />
“¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad,<br />
ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” (Rom 2, 4). Es un<br />
error sentirse seguro sólo porque has pecado y todavía ningún desastre te ha<br />
acontecido. Primeramente una actitud como esta indica un nivel muy bajo de<br />
espiritualidad y sensitividad espiritual, porque una persona que verdaderamente<br />
ha escogido el camino de la perfección y de la santidad sentiría mucho<br />
remordimiento y dolor interior por haber pecado. Va a notar inmediatamente que<br />
la luz interior de la gracia, del amor de Dios, y de la presencia del Espíritu Santo<br />
ha disminuido en su corazón y alma; y nada puede darle más pena que esto. A<br />
quien vive por Dios nada le duele más que perder esta iluminación de Cristo y<br />
este júbilo de espíritu por haber pecado o caído en una imperfección.<br />
Por eso alguien que sigue en sus pecados tiene un corazón y alma oscurecidos<br />
hasta el punto de que no sabe que existe otro estado de vida, y que es posible<br />
vivir en la luz. No sabe la diferencia entre la luz y la oscuridad porque casi no<br />
tiene experiencia alguna de la luz de Dios, de la luz de Cristo, y de la alegría del<br />
Espíritu Santo. Alguien que se siente seguro en la oscuridad de una vida de<br />
pecado sólo porque todavía ningún desastre externo le ha sucedido es<br />
insensitivo en extremo.<br />
También una persona así menosprecia la paciencia y benignidad de Dios. Dios<br />
no nos destruye inmediatamente por nuestros pecados, porque él quiere darnos<br />
tiempo para reflexionar y arrepentirnos. Muchos pecadores, después de un<br />
tiempo, se arrepienten y vienen a ser santos, como el mismo san Pablo. Si Dios<br />
lo hubiera matado por sus pecados, siendo todavía joven y perseguidor de la<br />
Iglesia, no habríamos tenido un san Pablo en la Iglesia —lo mismo con san<br />
Agustín y san Ignacio de Loyola, Car<strong>los</strong> de Foucauld, y muchos otros—.<br />
45
Pero la paciencia de Dios no es para siempre. Un día de juicio y recompensa<br />
vendrá, aun en esta vida, pero seguramente en la vida futura. Y la recompensa<br />
interior es casi inmediata, es decir, o la luz o la oscuridad del alma. Si alguien<br />
siempre tiene oscuridad en su alma, que no se sienta seguro tan sólo porque<br />
todavía Dios no lo ha golpeado exteriormente; más bien debe ser motivado por<br />
esta oscuridad a examinar bien su conciencia, y, si es necesario, arrepentirse y<br />
cambiar su vida para poder salir de esta oscuridad deprimente y triste. ¿Quién<br />
quiere vivir en depresión, si puede salir de este estado triste? Y de la depresión<br />
causada por el pecado, se puede salir por el arrepentimiento y la enmienda de<br />
vida, cuando Dios nos perdona y restaura su paz en nuestro corazón.<br />
¿Por qué, entonces, hay tantas personas que no se arrepienten de su<br />
desobediencia y vida mundana cuando ven que su inacabable búsqueda de<br />
entretenimiento les pone en la oscuridad, y sólo raras veces disfrutan de la<br />
alegría de Cristo y del júbilo de espíritu por la presencia del Espíritu Santo<br />
regocijando su corazón? ¿Por qué prefieren el camino ancho, pero oscuro, de la<br />
comodidad mundana más bien que el camino angosto pero brillante de la vida?<br />
Jesús mismo dice que, de verdad, son pocos <strong>los</strong> que escogen el camino de la<br />
luz; pero son muchos que escogen el de la oscuridad, depresión, y perdición.<br />
Dice “ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y<br />
muchos son <strong>los</strong> que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el<br />
camino que lleva a la vida, y pocos son <strong>los</strong> que la hallan” (Mt 7, 13-14).<br />
Es porque el camino de la luz y de la vida parece más difícil y requiere que uno<br />
se mortifique siempre. Es porque el camino de la luz y de la vida requiere la<br />
renuncia a <strong>los</strong> placeres para vivir únicamente para Dios y hallar nuestra alegría<br />
sólo en él.<br />
<strong>La</strong>s cosas más sencillas, como la belleza del sol o una comida sencilla y<br />
austera, sin ornamento, sí, dan placer. No estoy hablando de esto. No estoy<br />
hablando de <strong>los</strong> placeres inevitables, sencil<strong>los</strong> y básicos, de una vida estricta,<br />
austera, y ascética, que son necesarios para sostener la vida. Estoy hablando<br />
más bien del inacabable búsqueda de entretenimiento. Es esta orientación que<br />
impide la luz.<br />
Pocos, de verdad, son <strong>los</strong> que están de acuerdo en privarse de <strong>los</strong> placeres<br />
inútiles e innecesarios y vivir sólo para Dios como su única alegría. Por eso son<br />
pocos <strong>los</strong> que escogen el camino de la vida; y son muchos <strong>los</strong> que prefieren el<br />
camino ancho de placer, aunque es un camino de oscuridad que termina al fin<br />
en la perdición. Por eso menosprecian la paciencia de Dios (Rom 2, 4), y siguen<br />
adelante en su oscuridad interior, pensándose seguros sólo porque todavía Dios<br />
no les ha golpeado exteriormente. Es una falsa seguridad, un gran engaño.<br />
Son completamente engañados y desviados.<br />
Dios no <strong>los</strong> destruye ahora porque quiere darles más tiempo aún para<br />
arrepentirse. Es que Dios “es paciente para con nosotros, no queriendo que<br />
46
ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento… y tened<br />
entendido que la paciencia de nuestro Señor es para salvación” (2 Pd 3, 9.15).<br />
¿Pero cuántos prefieren quedar en una oscuridad interior, teniendo sus placeres<br />
y entretenimientos, más bien que andar con la luz interior, pero privados de<br />
estos placeres? Muchos, yo creo. <strong>La</strong> mayoría, de hecho. <strong>La</strong> mayoría prefiere<br />
<strong>los</strong> placeres de este mundo más bien que la luz en su corazón y la alegría del<br />
Espíritu Santo. Aunque sufren mucho de esta oscuridad interior y de esta<br />
carencia de luz interior, creen que sería peor aún ser privados de vida de placer,<br />
y por eso quedan así deprimidos y privados de la luz de Cristo. Menosprecian la<br />
paciencia y benignidad de Dios, quien está dándoles más tiempo aún para venir<br />
al arrepentimiento. Pero no se arrepienten, y así quedan por su propia falta en<br />
la oscuridad.<br />
“Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira<br />
para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios” (Rom 2, 5). <strong>La</strong><br />
<strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> <strong>Romanos</strong> proclama la justificación por la fe en Jesucristo. Podemos<br />
entender qué importante es esta justificación por la fe por el hecho de que sin<br />
esta, todos <strong>los</strong> que rechazan a Dios y no lo obedecen, serán castigados en el<br />
día del justo juicio de Dios. Sin esta fe, cada persona recibirá su justa<br />
recompensa: o gloria, o castigo, según la manera en que vivió. Vemos que el<br />
ladrón bueno, crucificado con Jesús, recibió el perdón y el paraíso por haber<br />
pedido esto de Jesús con fe en la última hora de su vida. Su fe lo justificó y lo<br />
salvó. Pero sin esta fe, hubiera sido reo y destinado para el castigo de Dios. <strong>La</strong><br />
doctrina sobre el justo juicio y la ira de Dios en el día del juicio magnifica la<br />
importancia y la grandeza de la justificación por la fe.<br />
San Pablo enseña claramente que si el hombre no se arrepiente, y si sigue en<br />
sus pecados, va a ser castigado por Dios en el último día. <strong>La</strong> misericordia de<br />
Dios es sólo para <strong>los</strong> que se arrepienten y enmiendan sus vidas. Para <strong>los</strong> que<br />
quieren evitar este castigo, el mismo Dios nos ha dado el medio perfecto para<br />
arrepentirnos y ser salvos; es la fe en su Hijo, cuyos méritos en la cruz salvan de<br />
sus pecados y del castigo eterno a todos <strong>los</strong> que le llaman con fe.<br />
El castigo eterno<br />
Los que rechazan todo esto sólo pueden esperar el castigo en el día del justo<br />
juicio de Dios. “…atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la<br />
revelación del justo juicio de Dios” (Rom 2, 5).<br />
Esta enseñanza es importante porque hay muchos que no creen en la ira de<br />
Dios, ni en su castigo, y sobre todo en el castigo eterno. Por eso se sienten<br />
cómodos en su desobediencia y vida mundana, pensando que Dios no <strong>los</strong> va a<br />
castigar. Y no se arrepienten. No llaman con fe a Jesucristo para salvarse, y no<br />
cambian sus vidas, porque no temen el castigo de Dios. Creen que no necesitan<br />
arrepentirse ni cambiar porque creen que Dios no les va a castigar. Pero el<strong>los</strong><br />
47
son equivocados. <strong>La</strong> justificación por la fe sólo es para <strong>los</strong> que se arrepienten,<br />
llaman a Jesús con fe, y cambian sus vidas. Jesús dice: “arrepentíos y creed en<br />
el evangelio” (Mc 1, 15). No dice solamente “creed”, sino “arrepentíos y creed”,<br />
es decir, cambiad vuestras vidas en el acto de creer, así cooperando con la<br />
gracia de la salvación.<br />
<strong>La</strong> necesidad del arrepentimiento junto con la fe, y no tan sólo la fe sin<br />
arrepentimiento, se ve en que Pablo amonesta a sus cristianos que ningún<br />
fornicador, etc. heredará el reino de Dios (1 Cor 6, 9-10). Uno necesita<br />
arrepentimiento y conversión, junto con la fe, para ser salvo. Dios nos justifica<br />
por nuestra fe en Jesucristo, pero nosotros tenemos que cooperar con esta<br />
gracia justificadora. Si no cooperamos, veremos el castigo de Dios, como san<br />
Pablo enseña aquí. <strong>La</strong> ira de Dios existe, y <strong>los</strong> no arrepentidos la verán en el<br />
último día. Por eso es importante creer en la ira y el castigo de Dios, y creyendo<br />
en esto y en la justificación por la fe, arrepentirse y cambiar la vida.<br />
<strong>La</strong> ira de Dios y el castigo eterno son parte de la enseñanza de Jesús. Al juicio<br />
final, él dirá “a <strong>los</strong> de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno<br />
preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41). En el último día habrá<br />
muchas personas que serán echadas eternamente en el fuego eterno del<br />
infierno. Es un castigo eterno y de fuego. No es solamente un castigo temporal.<br />
Jesús enseña lo mismo en la parábola del rico y Lázaro. Abraham dice al rico,<br />
atormentado por las llamas del fuego en el infierno: “una gran sima está puesta<br />
entre nosotros y vosotros, de manera que <strong>los</strong> que quisieren pasar de aquí a<br />
vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá” (Lc 16, 26). No hay ningún pasaje<br />
desde el infierno hasta e cielo. Este castigo es eterno, como vimos en Mt 25, 41<br />
arriba, y cuando Jesús dice: “si tu mano o tu pie te es ocasión de caer, córtalo y<br />
échalo de ti; mejor te es entrar en la vida cojo o manco, que teniendo dos manos<br />
o dos pies ser echado en el fuego eterno” (Mt 18, 8).<br />
Este “fuego eterno” es el infierno, como vemos cuando Jesús dice: “y si tu ojo te<br />
es ocasión de caer, sácalo y échalo de ti; mejor te es entrar con un solo ojo en la<br />
vida, que teniendo dos ojos ser echado en el infierno (Gehenna) de fuego” (Mt<br />
18, 9). Sobre el día de la resurrección, dice Jesús: “<strong>los</strong> que hicieron lo bueno,<br />
saldrán a resurrección de vida; mas <strong>los</strong> que hicieron lo malo, a resurrección de<br />
condenación” (Jn 5, 29). Estos últimos no entrarán en la vida eterna. Serán<br />
eternamente excluidos. San Pablo habla de la “pena de eterna perdición” (2 Ts<br />
1, 9) “en llama de fuego” (2 Ts 1, 8), en que <strong>los</strong> malvados serán “excluidos de la<br />
presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Ts 1, 9). Dice: “Porque es<br />
justo delante de Dios pagar con tribulación a <strong>los</strong> que os atribulan, y a vosotros<br />
que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor<br />
Jesús desde el cielo con <strong>los</strong> ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar<br />
retribución a <strong>los</strong> que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro<br />
Señor Jesucristo; <strong>los</strong> cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la<br />
presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel día para<br />
48
ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos <strong>los</strong> que creyeron…” (2 Ts<br />
1, 6-10).<br />
En el Antiguo Testamento el día del Señor, es decir, el último día, tiene dos<br />
aspectos: uno positivo para <strong>los</strong> justos; el otro negativo: el castigo de <strong>los</strong><br />
pecadores no arrepentidos. Dice, por ejemplo, Sofonías sobre el aspecto<br />
negativo: “cercano está el día grande del Señor, cercano y muy próximo; es<br />
amarga la voz del día del Señor; gritará allí el valiente. Día de ira aquel día, día<br />
de angustia y de aprieto, día de alboroto y de asolamiento, día de tiniebla y de<br />
oscuridad, día de nublado y de entenebrecimiento…y atribularé a <strong>los</strong><br />
hombres…porque pecaron contra el Señor” (Sof 1, 14-17).<br />
Una persona sabia no caerá en la trampa de tratar de tranquilizar su conciencia<br />
mala con el pensamiento de que Dios no castiga, o que no existe el castigo<br />
eterno, o que si existe el infierno, Dios no va a enviar a nadie allá. Esta es una<br />
falsa y engañosa intento de tranquilizar una conciencia mala. <strong>La</strong> única<br />
verdadera manera de tranquilizar la conciencia es de creer en todas estas cosas<br />
reveladas, y creer también en Jesucristo, llamarle en fe, arrepentirse, confesar<br />
<strong>los</strong> pecados, recibir la absolución sacramental (Jn 20, 23), y cambiar la vida.<br />
Entonces uno será justificado y salvo, y puede esperar la gloria con una<br />
conciencia limpia y feliz. Si uno no se convierte por el arrepentimiento y la fe en<br />
Jesucristo, entonces, como dice Pablo aquí: “atesoras para ti mismo ira para el<br />
día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios” (Rom 2, 5).<br />
<strong>La</strong> recompensa por las obras buenas<br />
“…el cual pagará a cada uno conforme a sus obras” (Rom 2, 6). Este versículo<br />
es muy importante para que entendamos correctamente la doctrina de san Pablo<br />
sobre la justificación por la fe. Esta doctrina, como vemos en este versículo, no<br />
significa que obras no son importantes y necesarias. Si uno es justificado por la<br />
fe y no por sus obras, esto quiere decir que el comienzo es por la fe, porque es<br />
un acto de Dios que nos hace rectos a nosotros que antes no fuimos rectos ni<br />
justos ante Dios; y Dios hace esto no por nuestras obras, sino como un don<br />
gratuito, recibido por la fe. Es decir: todo este esplendor de Dios que él derrama<br />
sobre nosotros es su don, completamente fuera de nuestra posibilidad de<br />
merecerlo por nuestras obras. Es su don también que podemos crecer más aún<br />
en este esplendor, una vez recibido, por medio de nuestras buenas obras. Así,<br />
pues, una vez justificados por la fe, que incluye el arrepentimiento y la intención<br />
de enmendar nuestra vida, tenemos que vivir de una manera diferente, de una<br />
manera nueva, una vida nueva, como hombres nuevos que hemos sepultado<br />
nuestro hombre viejo con sus pecados y caminos viejos y mundanos (Rom 6, 4).<br />
Así cooperamos con la gracia justificadora dada a nosotros, y procedemos en el<br />
camino de la santificación y divinización por nuestra sinergia. Para todo esto, las<br />
obras son esenciales. <strong>La</strong>s obras, hechas en el estado de gracia y ayudadas por<br />
las virtudes sobrenaturales recibidas con la gracia justificadora, extienden y<br />
49
hacen crecer la obra justificadora de Dios en nuestras almas. Así toda nuestra<br />
vida es verdaderamente transformada. No es sólo que Dios nos considera como<br />
si fuéramos justos, según la teoría forense de la justificación, sino que él nos<br />
transforma y diviniza en realidad, haciéndonos verdaderamente justos, nuevos,<br />
renovados, y santificados; y todo esto incluye nuestras obras buenas, hechas en<br />
gracia. Sin obras, nuestra fe es muerte. Sin una verdadera renovación de<br />
nuestra vida en la práctica actual, nuestra fe es una fe muerta. Nuestra<br />
justificación no es algo ficticio (como enseña la teoría fornese), sino real y se<br />
manifiesta en obras nuevas y buenas, en un nuevo tipo de vida en este mundo.<br />
Y al fin de nuestra vida, cada uno será pagado o recompensado “conforme a sus<br />
obras” (Rom 2, 6), es decir: nuestra fe tiene que crecer por medio de obras, y<br />
será según estas obras que seremos juzgados por Dios al fin de nuestra vida.<br />
Es la misma cosa tanto entre <strong>los</strong> paganos como entre <strong>los</strong> judíos. Cada uno será<br />
juzgado según sus obras. Pero cuánto mejor sería si el<strong>los</strong> también conocieran a<br />
Cristo explícitamente, como es la voluntad de Dios para con el<strong>los</strong> ahora.<br />
Entonces tendrían toda la riqueza y belleza de la revelación, junto con las<br />
enseñanzas y <strong>los</strong> ejemp<strong>los</strong> de <strong>los</strong> santos, y <strong>los</strong> sacramentos de la Iglesia para<br />
ayudarles, y conocerían <strong>los</strong> misterios de Dios. Pero sí, si viven bien y adoran a<br />
Dios, serán salvos y serán juzgados según sus obras. Y esta salvación les<br />
vendrá por medio de Jesucristo.<br />
Esta enseñanza es muy arraigada en las escrituras. Jesús dice: “el Hijo del<br />
Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a<br />
cada uno conforme a sus obras” (Mt 16, 27). Los buenos que viven según el<br />
don de la justificación recibida por la fe y no por las obras, serán juzgados al fin<br />
de su vida según sus obras, según su vida, según su manera de vivir una vida<br />
nueva de gracia, como hijos de Dios e hijos de la luz. Serán juzgados según sus<br />
obras, conforme a esta palabra de Jesús: “Entonces el Rey dirá a <strong>los</strong> de su<br />
derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros<br />
desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer, tuve<br />
sed, y me disteis de beber…” (Mt 25, 34-35). En el último juicio, si son<br />
verdaderamente nuevas criaturas (2 Cor 5, 17), una nueva creación (Apc 21, 5),<br />
nuevos hombres (Ef 4, 24), entrarán en la vida, y recibirán su corona conforme a<br />
su manera de vivir.<br />
En la parábola de las minas, el siervo que no ganó nada por hacer negocio con<br />
su mina fue condenado, y su mina fue quitada de él (Lc 19, 11-27). Recibió el<br />
don de la mina, símbolo de la justificación, pero no tenía obras. No cooperó con<br />
su don, y no produjo ningún fruto. Por falta de obras, no fue salvo. Su fe sin<br />
obras no le ayudó. Fue una fe muerta porque no llevó fruto en obras, como dice<br />
Santiago: “la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (St 2, 17). El ejemplo<br />
de Abraham enseña lo mismo, es decir: “que la fe sin obras es muerta” (St 2,<br />
20). Dice Santiago: “¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre,<br />
cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó<br />
50
juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?” (St 2, 21-<br />
22).<br />
Lo que hace resplandecer la gracia en nosotros es una pura conciencia, que es<br />
el fruto de una vida perdonada y vivida exactamente conforme a la voluntad más<br />
perfecta de Dios para con nosotros. Esto hizo Abraham, incluso hasta el punto<br />
de sacrificar a su hijo. Y así se justificó, sus obras perfeccionando su fe,<br />
activándolo. “Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y<br />
no solamente por la fe… Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así<br />
también la fe sin obras está muerta” (St 2, 24.26).<br />
Jesús nos enseña que es lo que hacemos en la vida que va a determinar si<br />
estamos entre <strong>los</strong> justos o <strong>los</strong> condenados en el día de la resurrección de <strong>los</strong><br />
muertos: “vendrá hora cuando todos <strong>los</strong> que están en <strong>los</strong> sepulcros oirán su voz;<br />
y <strong>los</strong> que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas <strong>los</strong> que hicieron<br />
lo malo, a resurrección de condenación” (Jn 5, 29). Cuando “el Hijo del Hombre<br />
venga en su gloria, y todos <strong>los</strong> santos ángeles con él, entonces se sentará en su<br />
trono de gloria” (Mt 25, 31), y juzgará a <strong>los</strong> vivos y a <strong>los</strong> muertos. ¿Y qué será<br />
su criterio para juzgar<strong>los</strong>? Será sus obras. Los que ayudaban a <strong>los</strong> pobres se<br />
salvarán; y <strong>los</strong> que no les ayudaban serán condenados. Conforme a sus obras,<br />
y no sólo según su fe, cada hombre será juzgado. Los que sólo creen y sólo<br />
llaman al Señor con fe no serán salvos si no tienen obras junto con su fe, como<br />
dice Jesús: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de <strong>los</strong><br />
cie<strong>los</strong>, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en <strong>los</strong> cie<strong>los</strong>. Muchos<br />
me dirán en aquel día: Señor, Señor…y entonces les declaré: Nunca os conocí;<br />
apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mt 7, 21-23).<br />
Así si no damos buen fruto, acompañando nuestra fe con obras, desarrollando<br />
nuestro don de justificación en una buena vida, y así extendiendo y activando<br />
nuestra fe, seremos cortados, como dice Jesús: “Todo árbol que no da buen<br />
fruto, es cortado y echado en el fuego” (Mt 7, 19). Seremos juzgados por<br />
nuestras obras, y no sólo por nuestra fe. Una persona que no sólo oye las<br />
palabras de Jesús, sino que también las pone en práctica por sus buenas obras<br />
es como un hombre que edifica su casa sobre la roca, come dice Jesús:<br />
“Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un<br />
hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca… Pero cualquiera que me<br />
oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que<br />
edificó su casa sobre la arena” (Mt 7, 24.26). Es el hombre que pone las<br />
enseñanzas de Jesús en práctica que tendrá una casa que perdurará.<br />
El camino de las buenas obras y de una buena y santa vida, vivida según la<br />
voluntad de Dios, es el camino de la vida que pocos hallan. Es la puerta<br />
angosta y el camino estrecho que lleva a la vida (Mt 7, 13-14).<br />
Recordamos que esta es la enseñanza no sólo de Jesús, sino también de san<br />
Pablo, que tanto ha insistido en la doctrina de la justificación por la fe. San<br />
51
Pablo escribe aquí que Dios “pagará a cada uno conforme a sus obras” (Rom 2,<br />
6). Escribe esto en la misma <strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> <strong>Romanos</strong> en que proclama tan<br />
fuertemente la justificación por la fe. Y escribe también: “es necesario que todos<br />
nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba<br />
según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo”<br />
(2 Cor 5, 10).<br />
Esta también fue la enseñanza de Ezequiel en sus dos grandes capítu<strong>los</strong> (18 y<br />
33) sobre la responsabilidad individual. Es decir: cada hombre será juzgado<br />
según sus propias obras, y no según las de sus padres. Dice: “Cuando el justo<br />
se apartare de su justicia, e hiciere iniquidad, morirá por ello. Y cuando el impío<br />
se apartare de su impiedad, e hiciere según el derecho y la justicia, vivirá por<br />
ello… Yo os juzgaré, oh casa de Israel, a cada uno conforme a sus caminos”<br />
(Ez 33, 18-20).<br />
Jeremías enseña lo mismo: “Yo el Señor, que escudriño la mente, que pruebo el<br />
corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras” (Jer<br />
17, 10).<br />
Que Dios castiga a <strong>los</strong> impíos, y recompensa a <strong>los</strong> justos es la enseñanza<br />
constante de la literatura sapiencial. Por ejemplo: “El mal perseguirá a <strong>los</strong><br />
pecadores, mas <strong>los</strong> justos serán premiados con el bien” (Pro 13, 21). “<strong>La</strong> casa<br />
de <strong>los</strong> impíos será asolada; pero florecerá la tienda de <strong>los</strong> rectos” (Prov 14, 11).<br />
“Tan grande como su misericordia es su severidad, y juzga al hombre según sus<br />
obras. No dejará escapar al pecador con su rapiña, ni que le falle la paciencia<br />
al piadoso. Reservará un sitio para el que hace limosna, cada uno recibirá<br />
según sus obras” (Sir 16, 12-14).<br />
El hombre que vive bien será bendecido por Dios y será feliz; mientras que el<br />
que vive mal carecerá de sus bendiciones, y no será feliz. Esta bella<br />
enseñanza de <strong>los</strong> libros sapienciales es tan válida hoy como entonces. De una<br />
manera u otra, Dios recompensa a <strong>los</strong> buenos, y castiga a <strong>los</strong> malvados según<br />
sus obras, tanto en esta vida, como en la que viene.<br />
No estoy hablando necesariamente de castigos y recompensas materiales, sino<br />
también <strong>los</strong> espirituales. Sabiendo esto, qué cuidadosos debemos ser de la<br />
manera en que vivimos, como dice san Pedro: “si invocáis por Padre a aquel que<br />
sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor<br />
todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pd 1, 17). ¡Qué importante,<br />
entonces, es la manera en que vivimos! Nuestra recompensa en esta vida y en<br />
el futuro depende de la manera en que vivimos y activamos nuestro don de la<br />
justificación que recibimos por la fe y no por las obras.<br />
Esta es la enseñanza del Apocalipsis también. Juan vio una visión del juicio<br />
final: “Y vi a <strong>los</strong> muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y <strong>los</strong> libros<br />
fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron<br />
52
juzgados <strong>los</strong> muertos por las cosas que estaban escritas en <strong>los</strong> libros, según sus<br />
obras. Y el mar entregó <strong>los</strong> muertos que había en él; y la muerte y el Hades<br />
entregaron <strong>los</strong> muertos que había en el<strong>los</strong>; y fueron juzgados cada uno según<br />
sus obras” (Apc 20, 12-13). Esta enseñanza es en perfecta armonía con la<br />
enseñanza de Jesús sobre el último juicio en que cada uno será juzgado según<br />
su manera de tratar a <strong>los</strong> pobres, es decir, conforme a sus obras durante su<br />
vida.<br />
Este libro del Apocalipsis termina con la promesa que Cristo volverá pronto a la<br />
tierra para consumar todo: “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo,<br />
para recompensar a cada uno según sea su obra” (Apc 22, 12).<br />
“…vida eterna a <strong>los</strong> que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e<br />
inmortalidad” (Rom 2, 7). Nuestra esperanza no será desilusionada. Aquí san<br />
Pablo no menciona a Jesucristo ni la fe en él; él dice simplemente que <strong>los</strong> que<br />
buscan gloria y honor e inmortalidad, “perseverando en bien hacer”, recibirán<br />
vida eterna. En Rom 2, 10 él repite esto, añadiendo que esto aplica tanto a <strong>los</strong><br />
judíos como a <strong>los</strong> griegos, pero primero a <strong>los</strong> judíos: “pero gloria y honra y paz a<br />
todo el que hace lo bueno, al judío primero y también al griego” (2, 10). Así<br />
Pablo enseña que la cosa importante es ser una persona buena, creyendo en<br />
Dios, haciendo bien, siguiendo una conciencia correctamente formada, y<br />
anhelando después de esta vida una vida eterna, llena de gloria, honor, e<br />
inmortalidad.<br />
Cuando hallas a una persona así, quienquiera que sea, o judío o griego, puedes<br />
ser seguro que ella será salva. Y puesto que toda salvación viene por medio de<br />
Jesucristo, será salva por él, por <strong>los</strong> méritos de su muerte en la cruz, aun si esta<br />
persona buena no ha oído el evangelio. Pero cuánto mejor sería si él pudiera<br />
saber que su salvación le viene por medio de Jesucristo, para que pudiera tener<br />
todas las ventajas de la vida cristiana, de la vida de fe explícita en el Salvador<br />
que le salva.<br />
Pero porque en realidad son pocas las personas que son buenas sin conocer a<br />
Jesucristo explícitamente, y porque estas pocas son privadas de todas las<br />
ventajas de la fe, no hay nadie que no necesita conocer a Jesucristo y ser salvo<br />
por la fe en él.<br />
Para <strong>los</strong> que creen en Cristo, este versículo (2, 7) enseña que, junto con su fe,<br />
necesitan también perseverancia en buenas obras, y además tienen que anhelar<br />
la gloria de Dios, su honra, y una vida inmortal con él. Es decir, tienen que ser<br />
personas de buena vida y de esperanza. De hecho, su buena vida viene como<br />
resultado de su esperanza, porque, esperando cosas tan bellas, empiezan a<br />
experimentarlas aun ahora en la gloria con que Dios llena sus corazones; y esta<br />
gloria les prohíbe vivir de una manera ruidosa y pecaminosa porque saben que<br />
53
esto destruirá toda esta belleza que experimentan en sus almas. Son personas<br />
que viven en una visión de paz celestial, y esta paz inhabita en sus corazones<br />
en cuanto se preservan limpias de todo pecado, e inmergidas en la perfecta<br />
voluntad de Dios. Todo su deseo es permanecer así en este amor de Dios, en<br />
esta gran felicidad, y como premio, recibirán la vida eterna.<br />
Cristo inhabita en sus corazones y les llena de amor y esperanza. Son felices<br />
en él. Él es su iluminación, porque él brilla en su corazón. Viven en gracia y<br />
felicidad, incluso cuando son perseguidos o insultados por su obediencia a la<br />
voluntad de Dios. Cuando son insultados, la luz de Cristo en su corazón brilla<br />
más aún, y el<strong>los</strong> se alegran, como <strong>los</strong> apóstoles “de haber sido tenidos por<br />
dignos de padecer afrenta por causa del Nombre” (Hch 5, 41). Viven una vida<br />
santa y purificada de sus pasiones, porque viven sólo por Jesucristo y su<br />
perfecta voluntad para con el<strong>los</strong>.<br />
Se han mortificado de todo lo demás, porque viven sólo por Cristo y han<br />
renunciado a cada otro placer innecesario de este mundo por amor a él, porque<br />
quieren tener un corazón completamente indiviso, preservado intacto, reservado<br />
sólo para él, y no dividido por ningún otro amor, persona, placer, o interés de<br />
este mundo fuera de él. Al vivir así, sus pasiones han disminuido y son como<br />
dormidas; y ahora su gran deseo es vivir una vida de renuncia por el amor a su<br />
Señor Jesucristo, una vida crucificada al mundo por amor a él. Esta es la vida<br />
de perfección, a la cual Jesucristo nos llama. Son <strong>los</strong> monjes que viven más<br />
radicalmente así, pero todos son llamados a hacer lo que puedan, según su<br />
estado de vida.<br />
Así el<strong>los</strong> viven, muertos a sus pecados y a otros amores y placeres en la muerte<br />
de Jesús, y por eso son también resucitados e iluminados en su resurrección.<br />
Buscan ya sólo las cosas de arriba, y no más las de abajo, de la tierra, de la<br />
carne, y de <strong>los</strong> deseos mundanos (Col 3, 1-2). Han dejado <strong>los</strong> placeres de este<br />
mundo y se han alejado de <strong>los</strong> deseos carnales, y así Cristo es grande para<br />
el<strong>los</strong>. Así <strong>los</strong> deseos mundanos disminuyen y pierden mucho de su poder de<br />
atraer<strong>los</strong>. En su debido tiempo, si se guardan bien del mundo y de sus<br />
atracciones y entretenimientos, serán muertos y crucificados al mundo; y el<br />
mundo a el<strong>los</strong> (Gal 6, 14). Así pueden decir ahora con Pablo: “cuantas cosas<br />
eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y<br />
ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del<br />
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y<br />
lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Fil 3, 7-8). Son muertos y resucitados<br />
para vida nueva, “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por<br />
el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de <strong>los</strong> muertos por la gloria del<br />
Padre, así también nosotros andemos en la novedad de vida” (Rom 6, 4).<br />
Así <strong>los</strong> que creen en Cristo y viven bien reciben en este tiempo “gloria y honra y<br />
paz” (Rom 2, 10), incluso en medio de las persecuciones e insultos por su vida<br />
de fe y de obediencia a la voluntad de Dios. Reciben la gloria de Cristo<br />
54
irradiando en sus corazones, regocijándo<strong>los</strong>. El que siempre está en el seno del<br />
Padre, cubierto de gloria inefable, resplandece en sus corazones, porque han<br />
renacido de arriba, y el Espíritu Santo mueve dentro de sus entrañas como ríos<br />
de agua viva regocijándo<strong>los</strong> (Jn 7, 37-39). Cristo mismo vive con y en el<strong>los</strong>. Él<br />
está en el<strong>los</strong> con la gloria en que él mismo vive en el seno del Padre,<br />
compartiendo esta gloria con el<strong>los</strong>, alegrándo<strong>los</strong> con su presencia y amor.<br />
Él es el Príncipe de Paz que les trae su paz celestial; y él reina en el<strong>los</strong> porque<br />
el<strong>los</strong> viven ya en su gracia, hechos hijos por la gracia en el único Hijo por<br />
naturaleza. Viven también en honor, el honor que Dios les da, aun en medio del<br />
menosprecio humano. El<strong>los</strong> han aprendido a no darse cuenta del menosprecio<br />
e insultos humanos que reciben por su vida de fe, porque, lejos de disminuir esta<br />
honra, gloria, y paz, las aumentan.<br />
“…pero ira y enojo a <strong>los</strong> que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino<br />
que obedecen a la injusticia” (Rom 2, 8). Esto también es para toda persona,<br />
cristianos y no cristianos, judíos y griegos. Si no somos obedientes a la verdad,<br />
es decir, a la voluntad de Dios, no seremos felices, y Dios no nos bendecirá con<br />
su gloria, honor, y paz; sino que su ira estará sobre nosotros, y andaremos en<br />
oscuridad y tristeza, sintiendo un gran vacío dentro de nosotros, sintiéndonos<br />
deprimidos y perdidos. Sólo el que hace perfectamente la voluntad de Dios<br />
puede ser feliz.<br />
¿Cuántos hacen la perfecta voluntad de Dios para con sí mismos? Muy pocos,<br />
yo creo, porque la mayoría considera que es normal vivir por el placer; y sus<br />
vidas son centradas en la búsqueda del entretenimiento. En vez de vivir una<br />
vida mortificada y crucificada a este mundo, regocijándose sólo en el Señor;<br />
el<strong>los</strong> buscan su alegría en las cosas de abajo, en las cosas temporales, en las<br />
criaturas. En vez de gozarse cuando están insultados, buscan la venganza, y<br />
son, por ello, llenos de rencor, y odio. En vez de regocijarse en el misterio de la<br />
cruz en su vida, buscan de todos modos escaparse de toda mortificación, y viven<br />
vidas de exceso.<br />
Porque tantos viven así en desobediencia, viviendo por su propia voluntad en<br />
vez de por la voluntad de Dios, sus corazones son llenos tristeza, o disgusto, o<br />
enojo; y la ira de Dios reposa sobre el<strong>los</strong>. Han perdido el secreto de la felicidad<br />
humana, y no saben dónde encontrarla. Necesitan un Salvador, aun si ya son<br />
cristianos. Necesitan creer y empezar de nuevo. Necesitan el perdón de Dios<br />
por medio de Jesucristo por sus pecados, y la vuelta o aumento de gracia junto<br />
con un verdadero arrepentimiento y la enmienda de su vida. Necesitan morir<br />
con Cristo en su muerte a su pasado, y resucitar con él a una vida nueva,<br />
iluminada por su resurrección, y obediente, al fin, a su voluntad en todo. Tienen<br />
que revestirse de Cristo (Gal 3, 27; Rom 13, 14) y ser, en verdad, hijos de Dios,<br />
hijos de la luz en su comportamiento (1 Ts 5, 5).<br />
55
Sólo así pueden el<strong>los</strong> ser y vivir felices. Tienen que despojarse de su hombre<br />
viejo con sus prácticas (Ef 4, 22), con su cultura de entretenimiento y placer, que<br />
anteriormente el<strong>los</strong> consideraban la vida normal; y tienen que revestirse de<br />
Cristo, de una vida en la luz, una vida verdaderamente crucificada al mundo y a<br />
sus engañosos placeres (Gal 6, 14). Tienen que recordar la amonestación de<br />
san Juan: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno<br />
ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Jn 2, 15), y tienen que<br />
recordar también la amonestación de Santiago: “¿No sabéis que la amistad del<br />
mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del<br />
mundo, se constituye enemigo de Dios” (St 4, 4). Más bien deben imitar a san<br />
Pablo que dijo: “lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor<br />
Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gal 6,<br />
14).<br />
Debemos ser tan muertos al mundo y a lo que el mundo considera “la vida<br />
normal” —que es nada más que una búsqueda inacabable de entretenimientos y<br />
placeres innecesarios, que nos alejan cada vez más de Dios, y dividen cada vez<br />
más nuestros corazones de un amor completo e indiviso, reservado sólo para<br />
él— que, de verdad, no somos más nosotros, sino Cristo, que vive en nosotros<br />
(Gal 2, 20). Así fue san Pablo tan crucificado a este mundo, y el mundo a él que<br />
él dice: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive<br />
Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el<br />
cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20).<br />
“Tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío<br />
primeramente y también el griego” (Rom 2, 9). Los que hacen lo malo serán<br />
interiormente infelices, tristes, con un gran vacío interior, depresión de corazón,<br />
y oscuridad de mente. Será un castigo del espíritu y del alma, y será para todos,<br />
creyentes y no creyentes, para judíos y griegos —para todos <strong>los</strong> que abandonan<br />
el camino de la voluntad de Dios y persiguen lo malo en vez de lo bueno. Sobre<br />
el<strong>los</strong> vendrán las maldiciones de Deuteronomio: “Maldito serás tú en la ciudad, y<br />
maldito en el campo… Y el Señor enviará contra ti la maldición, quebranto y<br />
asombro en todo cuanto pusieres mano e hicieres, hasta que seas destruido…a<br />
causa de la maldad de tus obras por las cuales me habrás dejado… El Señor te<br />
herirá con locura, ceguera y turbación de espíritu; y palparás a mediodía como<br />
palpa el ciego en la oscuridad, y no serás prosperado en tus caminos… y no<br />
serás sino oprimido y quebrantado todos <strong>los</strong> días” (Dt 28, 16.20.28-29.33).<br />
Estas palabras describen bien la tristeza y depresión de espíritu que Dios envía<br />
sobre <strong>los</strong> que desobedecen su voluntad; y estas palabras son tan válidas hoy<br />
como entonces. Así actúa Dios con el pecador. Él entenebrece sus ojos y<br />
oscurece su corazón. Su paz desaparece, y él vive en tristeza y oscuridad,<br />
hasta que se convierta y llame a Jesucristo con fe y arrepentimiento. ¡Cuánto<br />
necesita una persona así un Salvador! Sin un Salvador está perdido en la<br />
oscuridad.<br />
56
Pero si el<strong>los</strong> continúan en su mal camino, su depresión interior continuará y<br />
aumentará. Deuteronomio describe muy bien y muy gráficamente la condición<br />
del alma del hombre en este estado: “Y ni aun entre estas naciones<br />
descansarás, ni la planta de tu pie tendrá reposo; pues allí te dará el Señor<br />
corazón temeroso de noche y de día, y no tendrás seguridad de tu vida. Por la<br />
mañana dirás: ¡Quién diera que fuese la tarde! Y a la tarde dirás: ¡Quién diera<br />
que fuese la mañana! Por el miedo de tu corazón con que estarás amedrentado,<br />
y por lo que verán tus ojos” (Dt 28, 65-67).<br />
Será una condición de tristeza del alma. No habrá ni descanso, ni alivio. De<br />
noche hay sueños aterrorizantes, y de día miedos. <strong>La</strong> noche no da alivio al día,<br />
ni el día a la noche. El corazón y <strong>los</strong> pensamientos serán llenos de tristeza. Aun<br />
para <strong>los</strong> que prosperan exteriormente, su alma y espíritu estarán<br />
entenebrecidos. Así Dios castiga al hombre para llevarlo al arrepentimiento y a<br />
la salvación y alegría de espíritu.<br />
“…pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y<br />
también al griego” (Rom 2, 10). Si un pagano o un judío hace lo bueno, será<br />
bendecido en todo lo que hace. Su vida será una bendición, y él será una gracia<br />
sobre la tierra. Si un cristiano hace lo bueno, él también será bendecido, pero<br />
más abundantemente aún porque él conoce a quien lo salva, y él tiene una<br />
relación de amor con él. Él verá su esplendor en la alegría de su corazón, y todo<br />
lo que hace será bendecido y lleno de gloria y belleza. Él conocerá la verdadera<br />
paz de Cristo. Aun si él pierde todo lo demás de su vida, si él tan sólo retiene la<br />
gracia y la amistad con Dios por medio de una obediencia perfecta, él será entre<br />
las personas más felices del mundo.<br />
Y ¿qué más necesita uno para ser feliz? Despojado de todo, aun lleno de<br />
insultos por causa de su fe, por causa de su obediencia a la voluntad divina, y<br />
por causa de su manera santa de vivir, él vive en paz, en la gloria de Dios, y en<br />
gran felicidad, honrado por Dios Padre y por Jesucristo, el amado de su corazón,<br />
en el Espíritu Santo, cuyos ríos de agua viva regocijan sus entrañas. Y si sufre<br />
así, Dios aumenta su felicidad más aún, a causa de su sufrimiento por su<br />
nombre. Él vive con las tres divinas Personas en alegría y esplendor. Él vive en<br />
la luz. Él vive en la gracia, y disfruta abundantemente de esta gracia y gloria,<br />
que es para él la plenitud de la vida divina que Cristo vino para compartir con<br />
nosotros. Todos sus sufrimientos, persecuciones, e insultos vienen a ser su<br />
felicidad, porque son sus cruces, por las cuales él se ofrece al Padre con el Hijo<br />
en el Espíritu Santo en gozo y amor, como una ofrenda fragante de amor y<br />
donación de sí mismo (Ef 5, 2).<br />
Como todos <strong>los</strong> santos, él desea nada más que sufrimientos en este mundo,<br />
porque él ha aprendido el secreto de transformar<strong>los</strong> en oro puro de alegría<br />
indecible y júbilo de espíritu. <strong>La</strong> gracia, que es la vida de Dios, en que él vive,<br />
transforma todo sufrimiento en gozo. Sabiendo esto, ¿quién no cambiaría su<br />
vida en una de obediencia perfecta, corrigiendo todo lo que ahora no está en<br />
57
orden, y alineándola perfectamente con la voluntad de Dios, aun si esto<br />
requerirá grandes sacrificios? ¿No ha dicho Jesús?: “si tu ojo derecho te es<br />
ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti” (Mt 5, 29). Esta paz vale todo sacrificio<br />
necesario para obtenerla; y sólo <strong>los</strong> que hacen este sacrificio la experimentan.<br />
El hombre que cree en Jesucristo y obedece a Dios perfectamente en todo<br />
hereda las bellas bendiciones de Deuteronomio: “Acontecerá que si oyeres<br />
atentamente la voz del Señor tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus<br />
mandamientos que yo te prescribo hoy, también el Señor tu Dios te exaltará<br />
sobre todas las naciones de la tierra. Y vendrán sobre ti todas estas<br />
bendiciones, y te alcanzarán, si oyeres la voz del Señor tu Dios” (Dt 28, 1-2).<br />
Estas bendiciones les vendrán bajo la condición de su obediencia a la voluntad<br />
de Dios —si oyen atentamente, guardan, y ponen en práctica sus<br />
mandamientos—. ¿Y cuáles son estas bendiciones? “Bendito serás tú en la<br />
ciudad, y bendito tú en el campo” (Dt 28, 3), es decir, dondequiera que vayas,<br />
serás bendito: en tu casa, en tus viajes, y en todo lugar que estés, porque vives<br />
en la gracia; y Dios por ello está enamorado de ti y te da su gloria y amor. Él<br />
resplandece en tu corazón e inhabita en tu alma. “Bendito serás en tu entrar, y<br />
bendito en tu salir” (Dt 28, 6). Él estará siempre contigo con su gracia y su<br />
inhabitación especial que él tiene con <strong>los</strong> que él tanto ama por estar en su<br />
gracia.<br />
“El Señor derrotará a tus enemigos que se levantan contra ti; por un camino<br />
saldrán contra ti, y por siete caminos huirán delante de ti” (Dt 28, 7). Porque<br />
Dios está a tu lado, vencerás a tus enemigos. Dios luchará para ti porque tú<br />
vives en su gracia y le obedeces perfectamente. Por eso él te inundará con su<br />
gloria, y tus enemigos no podrán resistir su poder. Aunque parece que te<br />
vencen, tú vencerás, porque el Señor está contigo, y la victoria moral será la<br />
tuya. Y esto es todo lo que cuenta o tiene importancia. Huirán vencidos, en<br />
todo lo que cuenta, frente a Dios. “…por siete caminos huirán delante de ti” (Dt<br />
28, 7). Esta es la victoria de el que vive según la voluntad de Dios.<br />
“El Señor te enviará su bendición sobre tus graneros, y sobre todo aquello en<br />
que pusieres tu mano; y te bendecirá en la tierra que el Señor tu Dios te da” (Dt<br />
28, 8). De verdad, Dios nos bendecirá en todo. Estaremos en sus manos. Él<br />
cuidará de nosotros con amor, y seremos abundantemente bendecidos y felices,<br />
aunque tengamos que sufrir exteriormente. Teniendo a Dios y estando en su<br />
gracia, todo es transformado en alegría. ¡Qué gran bendición es esta!<br />
“Te confirmará el Señor por pueblo santo suyo, como te lo ha jurado, cuando<br />
guardares <strong>los</strong> mandamientos del Señor tu Dios, y anduvieres en sus caminos”<br />
(Dt 28, 9). Seremos suyos si le obedecemos perfectamente, y siendo suyos,<br />
¿qué más pudiéramos querer, o de qué más pudiéramos ser preocupados?<br />
Dios te dará todo esto “si no te apartares de todas las palabras que yo te mando<br />
hoy, ni a diestra ni a siniestra, para ir tras dioses ajenos y servirles” (Dt 28, 14).<br />
Tenemos que ser muy cuidadosos a obedecer en todo. No hay sacrificio que<br />
58
debemos negarlo para ser sus siervos obedientes en todo. Y cuanto más difícil<br />
es el sacrificio que tenemos que ofrecer para ser, de verdad, sus siervos<br />
obedientes en todo, tanto más él nos recompensará.<br />
Quizás el problema es ¿cómo podemos conocer en cada situación exactamente<br />
qué es la voluntad de Dios para con nosotros?, porque él siempre demanda más<br />
de nosotros a medida que crecemos más. Lo que me pide hoy puede ser algo<br />
diferente y más exigente que lo que me pidió ayer, y no sabiendo esto<br />
inmediatamente podemos equivocarnos y no hacer exactamente lo que él quiere<br />
de nosotros hoy. Esta equivocación nos da tristeza, pero es sólo por poco<br />
tiempo. Cuando él ve que hemos aprendido nuestra lección, él eleva su mano<br />
pesada de encima de nosotros y nos devuelve su paz otra vez.<br />
Pero ¿cómo pueden estos gentiles, que no son cristianos, ser salvos sin creer<br />
en Cristo? Pueden tener una fe implícita en Cristo, a quien no conocen<br />
explícitamente, y esta fe implícita sería suficiente para el<strong>los</strong>, como también la fe<br />
implícita de Abraham en Cristo fue suficiente para justificarlo a él, aunque no<br />
conoció a Cristo explícitamente. Si es posible para Abraham (Rom 4), ¿por qué<br />
no sería igualmente posible para <strong>los</strong> paganos?, si creen en Dios, esperan en él,<br />
y viven vidas buenas, según la ley de Dios escrita en sus corazones.<br />
De verdad, necesitan por lo menos esta fe implícita porque no han podido<br />
obedecerle a Dios perfectamente; y por eso Dios <strong>los</strong> perdona por <strong>los</strong> méritos de<br />
Cristo en la cruz por medio de su fe implícita, exactamente como lo hizo para<br />
Abraham. <strong>La</strong> fe implícita de Abraham lo justificó por medio de la muerte de<br />
Cristo en la cruz, y así lo que no cumplió por sus propios méritos al hacer obras<br />
buenas, Dios le cumplió para él por la muerte de su Hijo.<br />
De otro modo, todos <strong>los</strong> paganos irían al infierno. Si no pueden justificarse por<br />
sus obras, porque nadie ha podido obedecer toda la ley perfectamente, entonces<br />
o irían al infierno, o hay la posibilidad de que se pueden salvar por medio de una<br />
fe implícita, tal como lo hizo Abraham (Rom 4).<br />
Así, pues, la bella descripción de este versículo sobre la obediencia y sus<br />
bendiciones aplica a todos, gentiles y judíos, cristianos, y paganos, si creen en<br />
Cristo, por lo meno implícitamente, y viven vidas buenas de buenas obras y<br />
obediencia a Dios, siguiendo por lo menos la ley de Dios escrita en sus<br />
corazones.<br />
Y esto aplica tanto ahora después de Cristo, como antes de Cristo; y tanto para<br />
<strong>los</strong> judíos, como para <strong>los</strong> paganos, si alguien, no por su propia falta, no cree<br />
explícitamente en Cristo. Si cree en él implícitamente, esta fe implícita, junto con<br />
sus obras buenas, es suficiente para su salvación, y para evitar el infierno. Ver<br />
con relación a este punto el documento del Magisterio, Dominus Jesus, de la<br />
congregación para la doctrina de la fe, 6 de agosto, 2000, par. 12:<br />
59
Además, la acción salvífica de Jesucristo, con y por medio de su Espíritu, se<br />
extiende más allá de <strong>los</strong> confines visibles de la Iglesia y alcanza a toda la<br />
humanidad. Hablando del misterio pascual, en el cual Cristo asocia vitalmente al<br />
creyente a sí mismo en el Espíritu Santo, y le da la esperanza de la resurrección,<br />
el Concilio afirma: « Esto vale no solamente para <strong>los</strong> cristianos, sino también<br />
para todos <strong>los</strong> hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de<br />
modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en<br />
realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el<br />
Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios<br />
conocida, se asocien a este misterio pascual ».<br />
“…porque no hay acepción de personas para con Dios” (Rom 2, 11). Dios<br />
bendecirá a todos si le obedecen y le honran, “al judío primero y también al<br />
griego” (Rom 2, 10). Todo hombre puede esperar ser bendecido si hace lo<br />
bueno. <strong>La</strong>s bendiciones de la salvación son para todos. Cristo es para todos.<br />
Él quiere bendecir y salvar a todos <strong>los</strong> que creen en Dios y hacen lo bueno.<br />
Nadie debe sentirse fuera del campo de su amor y deseo de salvar. <strong>La</strong><br />
salvación en Cristo no es sólo para <strong>los</strong> judíos; es para todos.<br />
Pero porque nadie ha podido creer en Dios y hacer lo bueno como debería,<br />
aunque tuvo el poder y la capacidad de conocerlo y hacer lo bueno, Dios nos ha<br />
enviado un Salvador, Jesucristo. Por él y por la fe en él, el hombre puede hacer<br />
lo que antes de conocerlo no pudo hacer. Aun si el hombre pudiera haber<br />
honrado a Dios debidamente y pudiera haber hecho lo bueno sin Cristo, sin<br />
embargo no pudo pagar a Dios el precio de su propia redención. No pudo ganar<br />
su propia reconciliación con Dios por sus propias obras buenas, y no pudo ganar<br />
el perdón de sus pecados por sus buenas obras, porque el precio de este<br />
perdón es demasiado alto, y sólo Dios pudo pagarlo. Ningún sacrificio humano<br />
es suficiente para agradar a Dios perfectamente, para rescatar al hombre de sus<br />
pecados, y para recibir del Padre el don del Espíritu Santo y de la vida eterna.<br />
Ningún acto humano es suficiente para ganar de Dios el don de la plenitud de su<br />
gracia y una participación de su naturaleza divina.<br />
Todas estas cosas son dones gratuitos de Dios que elevan al hombre a un nivel<br />
nuevo y le dan una participación nueva de la vida interior de Dios. Por eso aun<br />
si el hombre pudiera creer en Dios y hacer lo bueno —lo que, de hecho, no lo<br />
hizo— él sería aun así todavía muy lejos de la salvación que Dios quiere darle<br />
en Jesucristo. Para recibir esta salvación, uno tiene que creer explícitamente en<br />
Jesucristo, es decir, si él quiere recibir todo lo que Dios quiere darle. Sólo así<br />
puede el hombre disfrutar de esta nueva vida de gloria y vivir en la cercanía de<br />
Dios, con la Trinidad inhabitando en su corazón. Sólo así puede el hombre vivir<br />
una vida teologal de fe, esperanza, y amor, como Dios quiere que viva.<br />
60
Antes, sólo <strong>los</strong> judíos tenían una revelación especial. Pero ahora la plenitud y el<br />
cumplimiento de esta revelación están disponibles para todos. No es necesario<br />
ser nacido judío o convertirse al judaísmo o ser circuncidado u observar la ley de<br />
Moisés para recibirlo. Uno sólo tiene que creer en Jesucristo, ser bautizado, y<br />
vivir bien, haciendo lo bueno, “porque no hay aceptación de personas para con<br />
Dios” (Rom 2, 11).<br />
Jesucristo es el cumplimiento de lo que dijo Isaías sobre el siervo del Señor que<br />
había de venir: “Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus<br />
de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de<br />
las naciones, para que seas mi salvación hasta <strong>los</strong> confines de la tierra” (Is 49,<br />
6). Jesucristo es esta luz de las naciones, que antes de conocerlo andaban en<br />
las tinieblas, en la ignorancia, y en la maldad. Jesucristo es también para <strong>los</strong><br />
judíos, para cumplir su religión y todas las profecías hechas por sus profetas.<br />
El<strong>los</strong> también viven en pecado y en gran necesidad de un Salvador, no habiendo<br />
tenido éxito en vivir según la ley de Dios. Su ley les mostró el camino bueno,<br />
pero el<strong>los</strong> no lo seguían. Por eso Jesucristo es necesario para todos. Él es “Luz<br />
para revelación a <strong>los</strong> gentiles, y gloria de tu pueblo Israel”, como dijo el anciano<br />
Simeón cuando Cristo fue presentado en el templo (Lc 2, 32).<br />
Aun si <strong>los</strong> gentiles pudieran haber conocido a Dios y pudieran haber hecho lo<br />
bueno —como san Pablo dice que sí, podían— de hecho no lo conocieron y no<br />
hicieron lo bueno; y aun si lo hubiesen conocido, aun así habrían faltado mucho<br />
de todo lo que Dios quiere darles ahora al enviarles a su propio Hijo. Por eso es<br />
preciso que todo hombre, sin excepción, venga ahora y crea en el único Hijo de<br />
Dios, encarnado sólo una vez para la salvación de todos, de todo tiempo, lugar,<br />
religión, y cultura. Dios se encarnó sólo una vez, y lo hizo para todos. Él es el<br />
Salvador universal de todo hombre, sin excepción y sin “acepción de personas”<br />
(Rom 2, 11). San Pedro descubrió la universalidad de la salvación en Cristo<br />
cuando estaba en la casa de Cornelio y vio que todos estos gentiles quisieron oír<br />
el evangelio y creer en Jesucristo. Descubriendo esta verdad, usó las mismas<br />
palabras que san Pablo, diciendo a estos gentiles: “En verdad comprendo que<br />
Dios no hace acepción de personas” (Hch 10, 34).<br />
“Porque todos <strong>los</strong> que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos <strong>los</strong><br />
que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados” (Rom 2, 12). Los judíos<br />
serán juzgados tanto como <strong>los</strong> gentiles. Todos han pecado, tanto judíos como<br />
gentiles. Sólo teniendo y conociendo la ley de Moisés es insuficiente. Es el<br />
hombre pecador que será juzgado, sea judío o gentil. Los gentiles son culpables<br />
por sus pecados porque, no teniendo la ley de Moisés, sin embargo tienen la ley<br />
natural de Dios escrita en sus corazones (Rom 2, 14-15), y según esta ley serán<br />
juzgados; mientras que <strong>los</strong> judíos serán juzgados conforme a la ley de Moisés<br />
que no han observado. Todos han pecado, y todos son culpables; por eso todos<br />
necesitan fe en el Salvador que Dios les ha enviado, Jesucristo.<br />
61
Dios no tiene interés sólo por <strong>los</strong> judíos, como pensaban <strong>los</strong> mismos judíos. Él<br />
tiene interés también por <strong>los</strong> gentiles. Los gentiles no serán juzgados por no<br />
observar la ley de Moisés, que no conocen, sino por no observar la ley natural<br />
escrita en sus corazones. Si la observan, bien, serán salvos, si no, serán<br />
condenados, tanto como <strong>los</strong> judíos con respecto a la ley de Moisés. Si <strong>los</strong> judíos<br />
la observan, bien, serán salvos; pero si no, serán condenados.<br />
“…porque no son <strong>los</strong> oidores de la ley <strong>los</strong> justos ante Dios, sino <strong>los</strong> hacedores<br />
de la ley serán justificados” (Rom 2, 13). Al decirlo de esta manera, es claro que<br />
nadie es sin pecado, y nadie ha observado la ley como se debe observar, por<br />
eso parece que nadie es justificado por este medio, ni <strong>los</strong> gentiles, ni <strong>los</strong> judíos.<br />
Muchos son <strong>los</strong> oidores de su respectiva ley —la de Moisés o la ley natural—<br />
pero ¿cuántos son <strong>los</strong> hacedores perfectos de la ley? ¡Nadie! Por eso ¿cuántos<br />
se salvarán sin la misericordia de Dios? Nadie. San Pablo habla así para que<br />
todos se sientan culpables y necesitados de la justificación que viene, no por la<br />
ley, sino por la fe en Jesucristo. Sí, es posible que uno se pueda salvar sin oír el<br />
evangelio, es decir: si uno observa exactamente la ley —o la de Moisés o la ley<br />
natural— pero ¿cuántos, de verdad, han podido cumplir esta condición? Nadie.<br />
Por eso nuestra preocupación debe ser llevarles el evangelio, porque sabemos<br />
claramente y con toda seguridad que este es el medio seguro para ser salvo, y<br />
todo hombre sin excepción necesita este medio de salvación.<br />
“Porque cuando <strong>los</strong> gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de<br />
la ley, éstos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos…” (Rom 2, 14). Aun<br />
<strong>los</strong> gentiles tienen una conciencia, es decir la voz de Dios hablando<br />
naturalmente en el corazón de todo hombre por medio de la ley natural, que no<br />
es especialmente y positivamente revelada como la ley de Moisés. San Pablo<br />
no dice que <strong>los</strong> gentiles siempre siguen esta ley natural. Dice solamente que en<br />
las ocasiones en que la siguen —puede ser sólo de vez en cuando— entonces,<br />
en estas ocasiones, el<strong>los</strong> se muestran que son una ley para sí mismos, es decir:<br />
muestran que existe en el<strong>los</strong> una ley escrita por Dios naturalmente en su<br />
corazón. Por eso, puesto que no son dejados sin ley y sin conocimiento de algo<br />
de la voluntad de Dios, si no la obedecen, son culpables ante Dios y reos de<br />
castigo. De hecho, parece que todos están en esta condición de culpabilidad,<br />
sujetos al castigo de Dios. ¿Quién, entonces, puede salvar<strong>los</strong>? Jesucristo, el<br />
Salvador del mundo, si tan sólo creen en él y se arrepienten de su maldad.<br />
Entonces Dios <strong>los</strong> hará justos y les dará la capacidad de vivir bien y hacer<br />
buenas obras, y así ser santificados y salvos en Cristo<br />
Los que no han oído el evangelio y no han obedecido perfectamente la ley<br />
natural, ¿qué va a pasar con el<strong>los</strong>? No son justificados por obedecer la ley, no<br />
son hacedores perfectos de la ley natural, y sólo “<strong>los</strong> hacedores de la ley serán<br />
justificados” (Rom 2, 13). Entonces podemos decir que no son justificados por la<br />
ley. Dependen sólo de la misericordia de Dios, quien <strong>los</strong> puede justificar por <strong>los</strong><br />
méritos de la muerte de Jesucristo en la cruz. Pero no conocen a Jesucristo. No<br />
han oído el evangelio. Aun así, si Dios <strong>los</strong> justifica no por su observancia de la<br />
62
ley sino por su misericordia, esta misericordia les viene a el<strong>los</strong> por medio de la<br />
muerte de Cristo en la cruz. Dejemos a Dios cómo él pueda hacer esto. No<br />
conociendo a Cristo, no es fácil ser justificados así por la misericordia de Dios, y<br />
a uno le faltarán muchas ayudas importantes que Dios sabe que necesitamos y<br />
quiere que tengamos por medio del evangelio y de la fe explícita en Cristo.<br />
Por eso la Iglesia tiene una muy gran motivación misionera para ayudar a cada<br />
hombre a venir a la fe justificadora en Jesucristo, el Salvador que el Padre ha<br />
enviado al mundo para todos, y quien todos necesitan. En resumen: nadie se<br />
justifica por las obras de la ley —sea la de Moisés o la ley natural—. El hombre<br />
se justifica sólo por la misericordia de Dios, manifestada en su Hijo Jesucristo; y<br />
el mejor modo con mucho para recibir esta justificación es tener fe explícita en<br />
Cristo.<br />
“…mostrando la obra de la ley en sus corazones, dando testimonio su<br />
conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos” (Rom 2, 15).<br />
Los gentiles que no han oído el evangelio se guían por sus conciencias, en las<br />
cuales la voz de Dios habla a el<strong>los</strong> en su corazón, mostrándoles cuál es lo<br />
bueno y cuál lo malo. Así el<strong>los</strong> también tienen una ley. Es la ley natural escrita<br />
en sus corazones. Y el<strong>los</strong> serán juzgados conforme a esta ley. Si la observan,<br />
serán justificados; si no, serán condenados (Rom 2, 12-13) “en el día en que<br />
Dios juzgará por Jesucristo <strong>los</strong> secretos de <strong>los</strong> hombres, conforme a mi<br />
evangelio” (Rom 2, 16). San Pablo sigue presentando su argumento. Menciona<br />
que habrá un día de juicio para <strong>los</strong> gentiles que no han oído el evangelio, en que<br />
serán juzgados según la ley interior de sus conciencias. Por eso es posible ser<br />
justificado si uno observa la ley perfectamente. Haciendo así, el hombre natural<br />
será justificado por sus obras y será salvo. No necesitará la misericordia de<br />
Dios. Será justo por sus propias acciones, ayudado por la gracia que es<br />
naturalmente dada a cada hombre.<br />
Porque esto es posible, Dios no es injusto al castigar a <strong>los</strong> que no lo alcanzan.<br />
Si no fuera posible, entonces Dios no sería justo al condenar<strong>los</strong>. Pero, de veras,<br />
¿había existido aun un solo hombre así, justo delante de Dios por su propia<br />
justicia, por sus buenas obras, por su observancia perfecta de la ley? San Pablo<br />
va a contestar después que, de hecho, nunca ha existido un hombre así, tanto<br />
entre <strong>los</strong> judíos como entre <strong>los</strong> paganos. Ante Dios, todos son pecadores y en<br />
necesidad de su misericordia, que él da por medio de Cristo y de su muerte en la<br />
cruz. El salmista ha revelado esta verdad cuando dijo: “…no entres en juicio con<br />
tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano” (Sal 142, 2).<br />
San Pablo concluye lo mismo, diciendo: “ya que por las obras de la ley ningún<br />
ser humano será justificado delante de él” (Rom 3, 20). Él habla de una manera<br />
más definitivamente aún en Gálatas 2, 16: “sabiendo que el hombre no es<br />
justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también<br />
hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las<br />
obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado”.<br />
63
No es imposible teóricamente ser justificado por la ley, en el sentido de ser un<br />
hombre justo y observante de la ley de Dios; y es bien tratar de ser lo más justo<br />
que podamos, viviendo moralmente y obedeciendo siempre la voluntad de Dios,<br />
“porque no son <strong>los</strong> oidores de la ley <strong>los</strong> justos ante Dios, sino <strong>los</strong> hacedores de<br />
la ley serán justificados” (Rom 2, 13), y Dios “pagará a cada uno conforme a sus<br />
obras” (Rom 2, 6). Todo hombre debe tratar de vivir bien y hacer lo bueno,<br />
porque Dios da “vida eterna a <strong>los</strong> que, preservando en bien hacer, buscan gloria<br />
y honra e inmortalidad” (Rom 2, 7). También, una vez justificado, el hombre<br />
debe tratar de hacer la voluntad de Dios, y será juzgado según sus buenas<br />
obras.<br />
Pero a pesar de todos sus mejores esfuerzos, el hombre, aun así, cae en<br />
pecado, por lo menos en pecado venial o en imperfecciones de vez en cuando, y<br />
por eso depende de la misericordia de Dios, que él da sólo por <strong>los</strong> méritos de<br />
Jesucristo en la cruz. Por eso san Pablo cree en Jesucristo para ser justificado;<br />
e invita a <strong>los</strong> gentiles a recibir la justificación no por la ley, sino por la fe en<br />
Cristo, en quien hay justificación para todo hombre que cree en él. Los que<br />
rechazan el evangelio y la fe, no tienen otro modo de salvarse. Los que no han<br />
oído el evangelio también dependen de la misericordia de Dios, concedida a <strong>los</strong><br />
hombres por su Hijo. Cómo el<strong>los</strong> puedan recibirla sin la fe explícita en<br />
Jesucristo es uno de <strong>los</strong> misterios escondidos en Dios, que sólo él conoce, pero<br />
que no nos ha revelado.<br />
LOS JUDÍOS Y LA LEY 2, 17-29<br />
“He aquí, tú tienes el sobrenombre de judío, y te apoyas en la ley, y te glorías en<br />
Dios, y conoces su voluntad, e instruido por la ley apruebas lo mejor…” (Rom 2,<br />
17-18). De verdad, <strong>los</strong> judíos son el pueblo escogido por Dios de entre todos <strong>los</strong><br />
pueb<strong>los</strong> de la tierra. A el<strong>los</strong> él ha revelado su ley en forma positiva y clara, en<br />
una forma revelada, inspirada, y escrita. Por eso, más que todos <strong>los</strong> pueb<strong>los</strong>,<br />
el<strong>los</strong> conocen la voluntad de Dios. También el<strong>los</strong> tienen <strong>los</strong> sacrificios para su<br />
culto que el mismo Dios les dio. Tienen <strong>los</strong> pactos. Son el pueblo de la alianza,<br />
y tienen las promesas sobre la venida del Mesías. Así son un pueblo de<br />
esperanza más que todos <strong>los</strong> otros pueb<strong>los</strong>. Dios les dijo: “Ahora, pues, si<br />
diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro<br />
sobre todos <strong>los</strong> pueb<strong>los</strong>; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un<br />
reino de sacerdotes, y gente santa” (Ex 19, 5-6). De verdad, de parte de Dios,<br />
<strong>los</strong> judíos fueron benditos más que todos <strong>los</strong> otros pueb<strong>los</strong>. No es cosa<br />
pequeña el saber perfectamente la voluntad de Dios para poder hacerla y así ser<br />
santo y aceptable a sus ojos. Es un don muy grande e importante.<br />
64
Pero si el<strong>los</strong> no son fieles y si no usan bien sus dones, no agradarán a Dios, y<br />
caerán fuera de su gracia, y no serán justificados delante de él por su obediencia<br />
y perfecta observancia de la ley. Dios les dio toda esta riqueza bajo la condición<br />
de que oyeran su voz y guardaran su pacto: “si diereis oído a mi voz, y<br />
guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos <strong>los</strong> pueb<strong>los</strong>”<br />
(Ex 19, 5). Pero san Pablo nos revela que, de hecho, el<strong>los</strong> no obedecieron a<br />
Dios, y todo el Antiguo Testamento testifica a su infidelidad. Por eso su historia<br />
es una historia del castigo de Dios por una parte, y de la misericordia y perdón<br />
de Dios por otra parte. Toda su historia testifica de que, a pesar de haber<br />
recibido y conocido la ley y la voluntad de Dios, no la han observado como<br />
deberían, y por eso no podían contar de su propia justicia por haber observado<br />
la ley, sino que dependían siempre de la misericordia y del perdón de Dios.<br />
¡Qué bello es el caminar siempre en la luz, siempre obedeciendo todas las<br />
inspiraciones del Señor! Es una luz en el corazón, es el júbilo del espíritu, es la<br />
alegría de la vida. Y Dios quiere que seamos felices en el espíritu al obedecer<br />
perfectamente la dirección de su Espíritu y de su voz en nuestra conciencia. Es<br />
por eso que Dios ha revelado su ley a <strong>los</strong> israelitas y les ha enviado a <strong>los</strong><br />
profetas, para que conocieran su voluntad y la hiciesen perfectamente. Así<br />
pueden vivir en su gracia e iluminación.<br />
Y <strong>los</strong> israelitas conocieron este gozo. El salmista ora: “casi dieron conmigo en la<br />
tumba, pero yo no abandoné tus decretos…si tu voluntad no fuera mi delicia, ya<br />
habría perecido en mi desgracia; jamás olvidaré tus decretos, pues con el<strong>los</strong> me<br />
diste vida… tu mandato me hace más sabio que mis enemigos, siempre me<br />
acompaña; soy más docto que todos mis maestros, porque medito tus<br />
preceptos; soy más sagaz que <strong>los</strong> ancianos, porque cumplo tus leyes… no me<br />
aparto de tus mandamientos, porque tú me has instruido” (Sal 118, 87.92.98-<br />
100.102). No había ninguna persecución que podía desviarle del camino recto<br />
de la ley y de la voluntad de Dios. Hacer su voluntad es su delicia, aunque sufrió<br />
persecución por haberla seguido. Es este tipo de obediencia amorosa que le<br />
hace más sabio que todos <strong>los</strong> demás.<br />
Este es el ideal, y qué bueno es que muchos han tratado de vivir así; pero san<br />
Pablo nos revela por su palabra inspirada que el<strong>los</strong> no estaban siempre así, y<br />
que aun <strong>los</strong> mejores entre el<strong>los</strong> cayeron en imperfecciones de vez en cuando sin<br />
quererlo y sin saberlo al momento, y a veces pecaron venialmente, y por eso<br />
perdieron algo de la iluminación y resplandor de Dios en sus almas. Son estos<br />
judíos justos y buenos, <strong>los</strong> profetas y <strong>los</strong> santos del Antiguo Testamento, que<br />
serían <strong>los</strong> primeros en admitir su dependencia de la misericordia y del perdón de<br />
Dios.<br />
Qué pena tenía un israelita después de haber pecado, y qué alegría tenía<br />
cuando fue perdonado por la misericordia de Dios. El salmista reza: “Dichoso el<br />
que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el<br />
hombre a quien el Señor no le apunte el delito” (Sal 31, 1-2). Es como la alegría<br />
65
de haber vuelto de entre <strong>los</strong> muertos. Y es sólo la misericordia de Dios que les<br />
da este bendito perdón y vuelta a la vida. El salmista no esconde el hecho de<br />
que él es pecador. De hecho, él admite y proclama que todos son pecadores,<br />
en el sentido de que nadie es perfecto, nadie completamente sin pecado, y no<br />
hay nadie que no depende de la misericordia de Dios. Todos, de un modo u<br />
otro, sea grande o pequeño, han pecado y se han desviado de una perfecta<br />
obediencia a la voluntad de Dios, y por eso todos necesitan su misericordia.<br />
No hay nadie que es perfecto y justificado delante de Dios por su observancia<br />
perfecta de la ley. El salmista dice “Se han corrompido, hacen obras<br />
abominables; no hay quien haga el bien… Todos se desviaron, a una se han<br />
corrompido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Sal 14, 1.3).<br />
Es decir, no hay nadie que siempre está en la luz y que nunca cae en la<br />
oscuridad y tristeza de haber caído en una imperfección o pecado.<br />
Sólo la bondad y misericordia de Dios pueden salvar<strong>los</strong> de esta oscuridad y<br />
tristeza, y devolverles la alegría de su gracia y vida. Por eso <strong>los</strong> judíos tanto<br />
como <strong>los</strong> gentiles necesitan un Salvador. Y Dios ha revelado su misericordia en<br />
su Hijo encarnado y crucificado, Jesucristo. Por fe en él, todo hombre puede ser<br />
justificado delante de Dios, no por sus obras, en las cuales ha faltado, sino por la<br />
gracia de Dios. Dios da esta gracia de justificación gratuitamente a todos <strong>los</strong><br />
que creen en su Hijo.<br />
El judío debía haberse gloriado de la ley que Dios le dio. <strong>La</strong> ley le ayudó mucho,<br />
pero no completamente. Pero ahora ha venido el cumplimiento de la ley que<br />
debe aceptar y en que se debe regocijar. Si él rechaza a Cristo, pensando que<br />
la ley es suficiente para sí, él hace un gran error, y pierde la oportunidad de ser<br />
salvo de todo lo que la ley no pudo salvarlo. El rechazar a Cristo, porque uno<br />
prefiere continuar sólo con la ley, es una gran ignorancia. Es perder su<br />
salvación y la única oportunidad que tiene para ser verdaderamente justificado<br />
delante de Dios.<br />
“…y confías en que eres guía de <strong>los</strong> ciegos, luz de <strong>los</strong> que están en tinieblas,<br />
instructor de <strong>los</strong> indoctos, maestro de niños, que tienes en la ley la forma de la<br />
ciencia y de la verdad” (Rom 2, 19-20). Es verdad que <strong>los</strong> judíos tenían muchas<br />
ventajas, porque fueron dotados por Dios, y así podían, de verdad, ayudar a<br />
otros, y ser para el<strong>los</strong> una luz que resplandece en las tinieblas. Pero todo esto<br />
no <strong>los</strong> va a justificar ni a salvar delante de Dios. Lo que <strong>los</strong> justificaría, sería su<br />
propia vida virtuosa, libre de todo pecado. Si enseñan a otros y siguen pecando<br />
el<strong>los</strong> mismos, no van a ser ayudados el<strong>los</strong> mismos por enseñar a <strong>los</strong> demás,<br />
más bien el<strong>los</strong> mismos necesitarían la misericordia de Dios, porque sus propias<br />
vidas no les justifican, siendo llenas de pecados. El<strong>los</strong> son como <strong>los</strong> que dirán:<br />
“Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera<br />
demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé:<br />
Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mt 7, 22-23). El que<br />
predica y ministra a otros, pero cae él mismo en <strong>los</strong> mismos pecados no será<br />
66
salvo por las obras de su ministerio a otros. Su confianza de ser salvo puede<br />
residir sólo en la misericordia de Dios, porque si confía en su propio ministerio<br />
como su medio de salvación, será rechazado. No será justificado por su<br />
ministerio si peca. En este caso, sólo la misericordia de Dios en Jesucristo<br />
puede salvarle.<br />
Aun su ministerio y predicación carecerá de poder si el<strong>los</strong> mismos no practican<br />
ni siquiera tratan de hacer lo que predican a otros. Jesús <strong>los</strong> condenó, diciendo:<br />
“En la cátedra de Moisés se sientan <strong>los</strong> escribas y <strong>los</strong> fariseos. Así que, todo lo<br />
que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus<br />
obras, porque dicen, y no hacen” (Mt 23, 3). Son hipócritas. Tienen la forma de<br />
la religión pero no su poder. Sus palabras son vacías, porque no tienen el<br />
testimonio de su vida para sostenerlas. Sus vidas hubieran sido sus mejores<br />
sermones, pero careciendo de obras, de una vida virtuosa, sus palabras no<br />
tienen poder. “…teniendo la forma de piedad, niegan su poder” (2 Tim 3, 5). Y<br />
por ello sus palabras carecen de eficacia.<br />
Son como escritores espirituales que viven una llamada “vida normal”, como<br />
todo el mundo, natural, y mundana, no sobrenatural, no una vida de perfección,<br />
no renunciando a todo por Cristo, no renunciando al mundo para vivir<br />
únicamente para Cristo con todo su corazón, con un corazón completamente<br />
indiviso, reservado sólo para el Señor. Viviendo así una llamada “vida normal”,<br />
sus escritos carecen de poder, ni podrán estos escritores ser justificados delante<br />
de Dios por sus libros. Si serán salvos, será sólo por la misericordia de Dios<br />
dada a <strong>los</strong> hombres por la muerte de Jesucristo en la cruz. Pero después de<br />
recibir esta misericordia, tienen que convertirse y cambiar su manera de vivir con<br />
el poder de la gracia y de la obra del Espíritu Santo, que reciben con su acto de<br />
fe en Jesús.<br />
De otro modo son simplemente guías ciegos, tratando de guiar a otros, mientras<br />
que no se guían a sí mismos. “…son ciegos guías de ciegos; y si el ciego guiare<br />
al ciego, ambos caerán en el hoyo” (Mt 15, 14). A el<strong>los</strong>, Dios dice: “¿Qué tienes<br />
tú que hablar de mis leyes, y que tomar mi pacto en tu boca?... Si veías al<br />
ladrón, tú corrías con él, y con <strong>los</strong> adúlteros era tu parte” (Sal 49, 16.18). Sería<br />
mejor no hablar, si no van a practicar lo que enseñan a otros.<br />
Pero normalmente <strong>los</strong> que viven así, como todo el mundo, mundanamente, no<br />
una vida de perfección, no renunciando al mundo y a sus placeres —<br />
normalmente el<strong>los</strong> enseñan y predican de una manera muy genérica, apenas<br />
mencionando la vida de perfección, una vida vivida completamente para Dios—.<br />
Por eso sus enseñanzas también carecen de poder. Normalmente <strong>los</strong> desafíos<br />
de la vida de la perfección no aparecen en sus homilías, enseñanzas, y libros.<br />
Son personas que hablan de Cristo, pero no viven según el llamado evangélico a<br />
la perfección; y aun su habla es débil en su contenido, porque no quieren hablar<br />
sobre lo que el<strong>los</strong> mismos no viven. No hablan del radicalismo evangélico. Y si<br />
hablan sobre lo que no viven, su enseñanza es sin convicción, y sin poder, y sus<br />
67
oyentes se burlarían de el<strong>los</strong>. Personas así, que se creen buenos guías de<br />
otros, no pueden confiar para su propia salvación de este tipo de ministerio. Son<br />
más bien completamente dependientes de la misericordia de Dios por la muerte<br />
de Jesucristo en la cruz para su justificación y salvación.<br />
Los judíos que confían en que son guías de otros, pero, sin embargo, pecan y no<br />
reconocen su pecado y su necesidad de la misericordia de Dios en Jesucristo<br />
son como el fariseo en la parábola de Jesús que no reconoció su propio pecado<br />
y necesidad: “A unos que confiaban en sí mismos como justos, y<br />
menospreciaban a <strong>los</strong> otros, dijo también esta parábola: Dos hombres subieron<br />
al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano…” (Lc 18, 9-10). <strong>La</strong><br />
conclusión es que el publicano “descendió a su casa justificado antes que el<br />
otro” (Lc 18, 14), porque el fariseo no se humilló ante Dios para pedir su perdón<br />
y misericordia, “porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se<br />
humilla será enaltecido” (Lc 18, 14).<br />
Tanto el judío como el gentil, tanto el fariseo como el publicano necesitan<br />
humillarse ante Dios y pedir de su misericordia el perdón, la justificación, y la<br />
salvación. Y Dios da todo esto por medio de <strong>los</strong> méritos de Jesucristo en su<br />
muerte en la cruz. El mejor modo de recibir esta misericordia, que todos<br />
necesitan, es por la fe explícita en Jesucristo. Así la salvación para todos viene<br />
de la fe, y no de las obras, porque todos carecen de obras suficientes que les<br />
puedan justificar delante de Dios. Por causa de sus pecados, son todos<br />
dependientes de la misericordia de Dios en Jesucristo.<br />
Los judíos, cuya confianza de que son justos y sin necesidad de la misericordia<br />
de Dios es basada en que son guías a otros, son como <strong>los</strong> fariseos que estaban<br />
con Jesús: “Entonces algunos fariseos que estaban con él, al oír esto, le dijeron:<br />
¿Acaso nosotros somos también ciegos? Jesús les respondió: si fuerais ciegos,<br />
no tendríais pecado; mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado<br />
permanece” (Jn 9, 40-41). Así, en un sentido, el pecado de <strong>los</strong> judíos es peor<br />
que el de <strong>los</strong> paganos, porque <strong>los</strong> judíos dicen: ‘Nosotros vemos’. <strong>La</strong>s personas<br />
entre <strong>los</strong> judíos que falsamente se creen perfectos y no en necesidad de la<br />
misericordia de Dios son peores que <strong>los</strong> gentiles que admiten su ignorancia,<br />
imperfección, y necesidad de la misericordia y el perdón de sus pecados.<br />
Si no conocieran nada de la revelación especial de Dios, no serían tan<br />
culpables, pero porque saben más, son más responsables, y por ello más<br />
culpables. Si fueran ciegos espiritualmente, no tendrían pecado, mas ahora,<br />
porque dicen: ‘Vemos’, su pecado permanece. Habiendo sido dados más, y no<br />
reconociendo su pecado y necesidad de misericordia para ser salvos, no son<br />
justificados delante de Dios. Sus obras no les justificarán. Sólo por la<br />
misericordia de Dios pueden ser salvos, y esta misericordia vendrá a el<strong>los</strong> por<br />
Jesucristo; y después de haber oído el evangelio, necesitan fe en él para ser<br />
salvos.<br />
68
Jesús dijo: “Aquel siervo que conociendo la voluntad del Señor, no se preparó, ni<br />
hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin conocerla<br />
hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien se<br />
haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado,<br />
más se le pedirá” (Lc 12, 47-48).<br />
Los judíos son aquel siervo “a quien se haya dado mucho”, porque el<strong>los</strong> conocen<br />
mucho, pero no reconociendo sus pecados y su necesidad de perdón por medio<br />
de la misericordia de Dios, no están viviendo ni haciendo conforme a la voluntad<br />
de Dios. Por eso el<strong>los</strong> serán castigados más que <strong>los</strong> gentiles que saben menos.<br />
Los que saben más, pero aun así, no hacen como Dios quiere, son por ello más<br />
culpables. Los que se creen mejores son, en efecto, peores, y por eso tienen<br />
tanta necesidad que <strong>los</strong> paganos de un Salvador.<br />
Santiago dice: “al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (St 4,<br />
17). Sabiendo más, y aun así pecando, <strong>los</strong> judíos tienen más culpabilidad y más<br />
necesidad de la misericordia divina que <strong>los</strong> gentiles que saben menos. Tienen<br />
más necesidad de Jesucristo y de la fe en él.<br />
Lo que san Pedro dice a <strong>los</strong> cristianos aplica también a <strong>los</strong> judíos: “mejor les<br />
hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo<br />
conocido, volverse atrás del santo mandamiento que les fue dado” (2 Pd 2, 21).<br />
Es decir, su condición es peor que la de <strong>los</strong> que no han conocido tanto. Deben<br />
reconocer la fragilidad de su situación, y, en vez de jactarse, arrepentirse, y ser<br />
salvos por Jesucristo, el Salvador a quien necesitan, y a quien Dios les envió. El<br />
conocer más les hace más necesitados aún.<br />
“Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que<br />
no se ha de hurtar, ¿hurtas?” (Rom 2, 21). Los fariseos y escribas tenían el<br />
trabajo de enseñar la ley a <strong>los</strong> demás; esto era su profesión, su trabajo. Pero<br />
san Pablo, que <strong>los</strong> conoció bien, habiendo sido uno de el<strong>los</strong>, tiene la misma<br />
crítica sobre el<strong>los</strong> que Jesús tenía, es decir, que son hipócritas. Hacen su<br />
trabajo, pero aun así, pecan como <strong>los</strong> demás. Pero lo malo de el<strong>los</strong> es que no<br />
reconocen ni admiten su pecado, y por eso no se arrepienten. No piden la<br />
misericordia de Dios. Sólo se jactan de ser perfectos. Lo que deberían haber<br />
hecho era enseñarse a sí mismos al mismo tiempo que enseñaban a otros, así<br />
siempre profundizando la ley del Señor y creciendo el<strong>los</strong> mismos al enseñar y<br />
predicar a <strong>los</strong> demás.<br />
Esta es la belleza del ministerio. Un predicador verdadero aprende mucho y<br />
profundiza su propia fe al preparar, escribir, y predicar sus sermones para <strong>los</strong><br />
demás. Su profesión no es solamente a ayudar a otros, sino es también para<br />
santificarse a sí mismo. Si tiene éxito en esta su primera responsabilidad para sí<br />
mismo, profundizando cada vez más su propia fe y apreciación del misterio, está<br />
en un estado continuo de conversión, cambio, y crecimiento espiritual, y<br />
entonces su ministerio dará mucho fruto para sí mismo y para <strong>los</strong> otros también,<br />
69
y él será justo (o, por lo meno, más justo) delante de Dios por causa de su<br />
propio ministerio.<br />
Pero tanto Jesús como san Pablo criticaron a <strong>los</strong> fariseos por no haber hecho<br />
esto, como deberían. Su ministerio no debe ser sólo un trabajo o una profesión<br />
que practican para mantenerse económica y socialmente, y para mantener una<br />
posición de honor en medio del pueblo. Debe ser más bien una vocación que<br />
una profesión. Es un modo de vivir más que un modo de trabajar. Es un<br />
llamado de Dios a vivir para él y servirle cada vez más con amor y entrega<br />
personal. Es una vida que se purifica cada vez más del mundo y de sus vanos<br />
placeres, que corrompen el corazón del hombre y le hacen olvidarse de Dios y<br />
vivir sólo para sí mismo. Sólo así dará fruto su ministerio.<br />
¿Cuántos religiosos profesionales hay hoy como estos fariseos? El<strong>los</strong> viven<br />
para el placer; y cuanto más hacen esto, tanto más olvidan a Dios y tanto menos<br />
lo experimentan. No pudiendo vivir sin gozo, y no teniendo mucho gozo<br />
espiritual, aumentan sus placeres corporales o sus honores mundanos. Y al<br />
hacer así, tienen cada vez menos experiencia de Dios y de su luz y alegría, y por<br />
eso anhelan <strong>los</strong> placeres corporales y mundanos para compensar de su<br />
carencia de alegría espiritual. Al fin, son profesionales que hacen su trabajo<br />
como cualquier trabajo, como una profesión, pero no se enseñan a sí mismos ni<br />
crecen en la santidad de su vocación, y pasan sus vidas más y más como todo<br />
el mundo.<br />
Al hacer así, la práctica de su profesión no les ayudará delante de Dios. No les<br />
justificará. Sus obras no les ayudarán. Lo que necesitan es una conversión que<br />
es verdadera y radical. Necesitan comenzar de nuevo a obedecer a Dios<br />
radicalmente, y arrepentirse de su manera mundana y hedonista de vivir.<br />
Necesitan arrepentirse y comenzar de nuevo, desde un principio, a vivir una vida<br />
de perfección. Necesitan la misericordia de Dios en Jesucristo, para ser<br />
perdonados de todos sus pecados y hechos justos ante Dios. Entonces su<br />
nueva forma de vida les va a merecer cada vez más gracia, y sus nuevas<br />
buenas obras les ayudarán en el día del juicio.<br />
“Tú que te jactas de la ley, ¿con infracción de la ley deshonras a Dios? Porque<br />
como está escrito, él nombre de Dios es blasfemado entre <strong>los</strong> gentiles por causa<br />
de vosotros” (Rom 2, 23-24; Is 52, 5). Este tipo de orgullo no es bueno. Sería<br />
bueno si hubieran vivido fieles, santa y radicalmente conforme a la ley que tanto<br />
aprecian. Pero al vivir como viven, y al mismo tiempo identificándose con la ley<br />
y enseñándola, llevan deshonra sobre la misma ley, y por causa de el<strong>los</strong> esta ley<br />
de Dios es blasfemada entre <strong>los</strong> gentiles.<br />
Así es siempre. Religiosos profesionales que no viven conforme a <strong>los</strong> ideales de<br />
una vida verdaderamente religiosa o monástica dan un mal nombre a su estado<br />
de vida y profesión. Son un contrasigno de lo que deben mostrar al mundo.<br />
Deben mostrar al mundo el rostro de Cristo, el llamado a la perfección y a la<br />
70
santidad. Deben, después de un debido tiempo, haberse purificado de sus<br />
pasiones por una vida de ascetismo, mortificación, y sacrificio, para que sus<br />
pasiones fueran dormidas en el<strong>los</strong>, para que el<strong>los</strong> mismos pudieran entonces<br />
vivir en las cimas de la luz con Cristo, buscando las cosas de arriba, y no más<br />
<strong>los</strong> placeres de abajo. Así deben ser signos escatológicos, es decir, signos de la<br />
vida de gloria que viene, y recuerdos constantes para el mundo de otro manera<br />
de vivir en este mundo, con su corazón en el cielo y con la luz de Cristo brillando<br />
en su corazón. Así pudieran vivir una vida de contemplación, que es<br />
verdaderamente iluminada, y que sería una lumbrera en este mundo, mostrando<br />
el camino de la vida a <strong>los</strong> demás (Fil 2, 14).<br />
Pero si viven en mediocridad, sacrificando poco, viviendo sin mortificación<br />
constante, y disfrutando así libremente de todos <strong>los</strong> placeres normales de una<br />
vida normal y ordinaria (no estoy hablando aquí de pecados graves), ¿cómo van<br />
a ser testigos escatológicos? ¿Cómo van a ser estos religioso y monjes librados<br />
de la esclavitud de sus pasiones y gustos mundanos? ¿Cómo van a vivir en las<br />
regiones de la luz con Cristo y sus santos? En vez de ser signos de la luz y de<br />
la vida, son signos de una vida cómoda y llena de <strong>los</strong> deleites de este mundo; y<br />
el nombre de la religión será blasfemado entre <strong>los</strong> no creyentes por causa de<br />
el<strong>los</strong>. Llevan deshonra sobre su vocación y estado de vida. Llevan deshonra<br />
sobre su profesión, porque no son lo que parecen ser. “…él nombre de Dios es<br />
blasfemado entre <strong>los</strong> gentiles por causa de vosotros” (Rom 2, 23-24; Is 52, 5).<br />
“Pues, de verdad, la circuncisión aprovecha, si guardas la ley; pero si eres<br />
transgresor de la ley, tu circuncisión viene a ser incircuncisión” (Rom 2, 25).<br />
¡Qué diferente es el espíritu de un verdadero judío, que no es sólo circunciso<br />
sino que también guarda la ley de Dios, haciendo siempre su voluntad con amor!<br />
Oímos la voz del verdadero judío en <strong>los</strong> salmos: “mucha paz tienen <strong>los</strong> que<br />
aman tus leyes, y nada <strong>los</strong> hace tropezar; aguardo tu salvación, Señor, y cumplo<br />
tus mandatos; mi alma guarda tus preceptos, y <strong>los</strong> ama intensamente…tu<br />
voluntad es mi delicia” (Sal 118, 165-166.174). “…muchos son <strong>los</strong> enemigos<br />
que me persiguen, pero yo no me aparto de tus preceptos” (Sal 118, 157). El<br />
libro de Levítico dice: “Por tanto, guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, <strong>los</strong><br />
cuales haciendo el hombre, vivirá en el<strong>los</strong>” (Lev 18, 5). Si un judío guarda <strong>los</strong><br />
mandamientos del Señor, porque son la expresión de la voluntad de Dios, este<br />
judío tendrá mucha paz, y la voluntad del Señor será su delicia. Tendrá vida al<br />
hacer así, y su circuncisión sería un signo de todo esto, de su manera de vivir<br />
conforme a la voluntad de Dios. Pero si es pecador, su circuncisión, en que se<br />
jacta, no le ayudará nada. Será un contrasigno.<br />
Lo importante no es si uno es circunciso o no, sino que uno haga la voluntad de<br />
Dios, es decir, que uno guarde <strong>los</strong> mandamientos de Dios. “Si, pues, el<br />
incircunciso guardare las ordenanzas de la ley, ¿no será tenida su incircuncisión<br />
como circuncisión?” (Rom 2, 26). Un pagano que guarda la ley natural escrita<br />
en su corazón (Rom 2, 14-15) y quien sigue su conciencia es mejor que un judío<br />
que no guarda la ley de Moisés. No puede confiar que sólo su circuncisión le<br />
71
hará mejor que el gentil. Lo que cuenta ante Dios es la observancia de sus<br />
mandamientos y el hacer su voluntad. A <strong>los</strong> corintios, san Pablo dice: “<strong>La</strong><br />
circuncisión nada es, y la incircuncisión nada es, sino el guardar <strong>los</strong><br />
mandamientos de Dios” (1 Cor 7, 19). Y escribe también: “en Cristo Jesús ni la<br />
circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación (Gal 6, 15).<br />
Si una persona guarda la ley de Dios, es decir, si obedece su voluntad en todo,<br />
será feliz, sea judío o gentil. Si vive como una nueva creación será algo delante<br />
de Dios, y Dios lo bendecirá, “porque no son <strong>los</strong> oidores de la ley <strong>los</strong> justos ante<br />
Dios, sino <strong>los</strong> hacedores de la ley serán justificados” (Rom 2, 13); y esto es por<br />
todo hombre. Hay gran paz en esta obediencia, aun por un pagano. Es una<br />
vida de armonía con Dios.<br />
Si es así por <strong>los</strong> paganos y <strong>los</strong> judíos, cuánto más será así por <strong>los</strong> cristianos que<br />
son justificados por su fe en Jesucristo. Si el<strong>los</strong> que viven ya en la plenitud de la<br />
gracia hacen buenas obras y observan fielmente todos <strong>los</strong> mandamientos de<br />
Dios, benditos serán. Vivirán en el esplendor brillante del amor divino en las<br />
regiones de luz con Cristo resplandeciendo en sus corazones, regocijándo<strong>los</strong> (2<br />
Cor 4, 6). Esto es así porque la obediencia es el amor, como dice san Juan:<br />
“Pues este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos” (1 Jn 5, 3).<br />
<strong>La</strong> obediencia es la perfección del amor de Dios, como dice san Juan: “el que<br />
guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha<br />
perfeccionado” (1 Jn 2, 5). Y Jesús mismo dijo: “Si guardareis mis<br />
mandamientos permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado <strong>los</strong><br />
mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15, 10). <strong>La</strong><br />
obediencia es el secreto de la felicidad y de una vida hundida en el amor de<br />
Dios. El cristiano obediente es una nueva creación, como un judío obediente,<br />
cuya circuncisión indica su nueva vida. Pero sin esta nueva vida, ¿qué valor<br />
tiene su circuncisión?<br />
Un hombre obediente es transparente. <strong>La</strong> luz de la gracia resplandece en su<br />
alma, y él tendrá una conciencia pura. Sólo el que tiene una conciencia pura y<br />
limpia puede ser feliz. Sólo él conoce el júbilo del espíritu. Sólo él puede armar<br />
su tienda en las cimas de la luz y permanecer ahí, regocijándose, calentándose<br />
en el resplandor de Dios. Sólo la persona obediente irradia la belleza de la<br />
gracia. Y sólo él experimenta la presencia del Espíritu Santo en sus entrañas,<br />
corriendo como ríos de agua viva alegrándole.<br />
No sólo es él justificado por su fe en Jesucristo, sino que también está creciendo<br />
diariamente en la gracia, e incluso mereciendo por sus buenas obras, hechas en<br />
el estado de gracia, un incremento continuo de gracia, que lo diviniza cada día<br />
más. Este es un cristiano verdaderamente resplandeciente. No es una persona<br />
mediocre o mundana, sino alguien que está pisando el sendero de la perfección.<br />
Él quiere seguir todas las inspiraciones del Espíritu Santo, y así está<br />
perfeccionando constantemente su vida en <strong>los</strong> caminos de la verdad y de la<br />
santidad. Es Cristo que le justifica por su fe, y entonces por su vida obediente,<br />
él permanece en el amor de Cristo y crece más aún en su luz. Cada vez que<br />
72
cae fuera de esta obediencia, cae en tristeza y necesita creer y esperar otra vez<br />
para que Cristo lo restaure de nuevo a su luz admirable.<br />
Recordamos aquí que san Pablo está hablando de un pagano bueno que guarda<br />
la ley, una persona incircunciso (Rom 2, 26). ¿Es esto posible? Sí, es posible<br />
si cree en Dios y pone su esperanza en él, dependiendo de su misericordia para<br />
perdonarlo y justificarlo, y entonces viviendo una vida justa y buena,<br />
obedeciendo tanto cuanto pueda la voluntad de Dios escrita naturalmente en su<br />
corazón (Rom 2, 14-15). ¿Y puede ser salvo? Sí, por la misericordia de Dios<br />
por <strong>los</strong> méritos de la muerte de Jesucristo en la cruz, por medio de su propia fe<br />
en él, aunque sea —y no por su propia falta— solamente una fe implícita (ver<br />
Dominus Jesus, Congregación para la doctrina de la fe, 2000, pár. 12).<br />
“Y el que físicamente es incircunciso, pero cumple la ley, te condenará a ti, que<br />
con la letra de la ley y la circuncisión eres transgresor de la ley” (Rom 2, 27). Si<br />
un pagano pudiera guardar toda la ley natural, sería mejor que un judío que no<br />
guarda la ley de Moisés. Es un caso hipotético, a saber: si existiera una persona<br />
así, tan observante, sin creer en Jesucristo. Pero de todos modos, el judío no<br />
practicante es condenado. Lo que Dios considera es la práctica de su ley, no la<br />
circuncisión. Así <strong>los</strong> judíos no practicantes son condenados. Entonces, ¿qué<br />
deben hacer? Deben creer en Jesucristo. Deben hacer lo que san Pedro dijo en<br />
su primer sermón: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre<br />
de Jesucristo para perdón de <strong>los</strong> pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”<br />
(Hch 2, 38).<br />
El argumento de Pablo es que todos necesitan la justificación de Jesucristo.<br />
Esta no es una nueva fi<strong>los</strong>ofía ni un nuevo modo de pensar. Es una experiencia<br />
de pasar de un estado de culpabilidad y tristeza a un estado que tiene una<br />
conciencia pura, limpia, y feliz delante de Dios. Es algo real y objetivo que<br />
sucede en el corazón cuando uno llama a Jesucristo con fe, pidiendo el perdón<br />
de sus pecados, el don, o la restauración de la gracia, y la limpieza del alma de<br />
<strong>los</strong> pecados veniales y de las imperfecciones, para poder vivir y regocijarse otra<br />
vez en el resplandor de Cristo resplandeciendo en su alma (2 Cor 4, 6). Uno<br />
cree esto, pide esto, y espera esto, hasta que sea dado, y la gracia justificadora<br />
de Jesucristo haya renovado y restaurado su alma. El sacramento de la<br />
reconciliación (Jn 20, 22-23) ayuda mucho en esto, sirviendo como un canal<br />
para la gracia justificadora y renovadora de Jesucristo.<br />
Así pues, cualquier pagano que cree —aunque no conoce a Jesucristo<br />
explícitamente— y que cumple la ley natural de Dios escrita en su corazón es<br />
justificado y salvo, y juzgará al judío no practicante. Su incircuncisión será<br />
tenida como circuncisión. Es justificado y salvo por la muerte de Jesucristo en la<br />
cruz y su misterio pascual, aunque sólo Dios sabe cómo esto es posible sin<br />
tener una fe explícita en Cristo. Pero sería mucho mejor si tuviera una fe<br />
explícita en Jesucristo; y por eso san Pablo tuvo un gran deseo de predicar a<br />
73
Cristo a todos en todas partes del mundo, hasta <strong>los</strong> confines de la tierra, aun<br />
hasta España.<br />
“Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace<br />
exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y la<br />
circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza del cual no<br />
viene de <strong>los</strong> hombres, sino de Dios” (Rom 2, 28-29). El argumento de san<br />
Pablo continúa. Él exalta la justificación por la fe al exaltar la importancia de las<br />
buenas obras, es decir, no es judío sólo el que es circunciso, sino el que hace<br />
obras buenas. Son sus buenas obras que muestran que tiene un corazón puro y<br />
que es por ello judío en su corazón, aun si no sea circunciso exteriormente. Es<br />
la observancia de la ley que hace un judío. Si no observa la ley, no cuenta como<br />
judío delante de Dios, sino es como incircunciso; mientras que si uno observa la<br />
ley, sí, él cuenta como judío, es decir, como del pueblo escogido de Dios, aun si<br />
es incircunciso. Y su observancia de la ley muestra que él cree en su corazón.<br />
Observancia y buenas obras son lo que cuenta a <strong>los</strong> ojos de Dios, no mera<br />
circuncisión si uno no practica su fe. Sin la práctica de la ley, su fe es muerta.<br />
¿Por eso quién es el verdadero judío sólo por su práctica perfecta de la ley, sin<br />
la fe? ¡Nadie, porque, de verdad, nadie observa la ley perfectamente. Nadie<br />
tiene buenas obras suficientes para contar como verdadero judío sólo por sus<br />
obras buenas, y por eso nadie es justificado delante de Dios por sus obras. Lo<br />
que pudiera hipotéticamente justificar a una persona delante de Dios sería una<br />
vida perfecta de obras buenas y una perfecta observancia de la ley —sea la ley<br />
natural o la de Moisés—. Pero Pablo nos revela que, en efecto, no existe una<br />
persona así en este mundo, ni entre <strong>los</strong> gentiles, ni entre <strong>los</strong> judíos. Por eso<br />
todos son condenados. Nadie puede salvarse a sí mismo por sus obras, porque<br />
nadie tiene obras buenas suficientes.<br />
<strong>La</strong> misma conclusión sigue: Todos dependen de la misericordia de Dios—tanto<br />
<strong>los</strong> judíos como <strong>los</strong> gentiles—por su justificación, una misericordia que es dada<br />
por Jesucristo, y el mejor modo de recibirla es tener fe en él, ser bautizado y<br />
divinizado por su Persona y naturaleza divina unida a nuestra naturaleza<br />
humana por la unión hipostática que él tiene entre su Persona y nuestra<br />
naturaleza que está en él. Entonces nosotros activamos todo esto para nosotros<br />
por la fe y por <strong>los</strong> sacramentos, sobre todo por el bautismo, la penitencia, y la<br />
eucaristía.<br />
Hay dos actos fundamentales envueltos aquí: 1) el arrepentimiento por nuestros<br />
pecados, y 2) la fe en Jesucristo como nuestro Salvador. Cuando hacemos<br />
esto, con la ayuda de la gracia de Dios, entonces Dios nos perdona nuestros<br />
pecados y nos hace justos —nos justifica por <strong>los</strong> méritos de la muerte de<br />
Jesucristo en la cruz. Tenemos que acusarnos y admitir ante Dios nuestros<br />
pecados. Entonces, después de poco tiempo, nos sentiremos perdonados y<br />
librados de la tristeza de una mala conciencia que nos estaba acusando y<br />
atormentando de culpabilidad, y nos sentiremos bien, librados, perdonados, y<br />
74
justificados; puros, limpios, y santos, delante de Dios, llenos de luz, con el<br />
esplendor de su gracia resplandeciendo de nuevo en nosotros, y con las tres<br />
divinas Personas inhabitando en nuestro corazón, llenándolo de luz, de<br />
esperanza, y del amor divino.<br />
Somos divinizados así por Jesucristo, hechos realmente justos y puros por sus<br />
méritos en la cruz. Este es el sacrificio que nos baña de luz y hace nuestra vida<br />
luminosa y feliz. Nos transforma. Somos así cambiados realmente, y ahora<br />
diferentes. Esta justificación por la fe en Jesucristo nos da también nuevo poder<br />
para hacer buenas obras, que, hechas ahora en el estado de gracia, nos<br />
merecen un incremento constante de gracia, y, por ello, de santidad. Así<br />
crecemos en santidad por nuestras obras buenas, y merecemos un nivel<br />
constantemente creciendo de santidad y semejanza a Dios. Así el esplendor de<br />
la gracia crece cada vez más en nosotros, y vamos transformándonos “de gloria<br />
en gloria” en la imagen del Hijo por obra del Espíritu Santo (2 Cor 3, 18).<br />
Crecemos así hasta el punto de que somos casi libres de pecado, por lo menos<br />
de pecados conocidos y deliberados, aunque continuamos cayendo en<br />
imperfecciones imprevistas por inadvertencia, pero no deliberadamente ni a<br />
sabiendas, es decir: en cosas muy pequeñas que muchas veces no sabíamos<br />
claramente al momento que fueron contra la voluntad de Dios para con nosotros.<br />
Pero al caer así, y siendo castigados por Dios, aprendemos cada vez mejor la<br />
voluntad de Dios para con nosotros y el camino de la perfección que él ha<br />
preparado para nosotros, y así crecemos en la santidad y en el esplendor de su<br />
gracia.<br />
En todo esto necesitamos también purificación de nuestros apegos al mundo y a<br />
lo creado. Una vez justificados y ya creciendo en la gracia y la santificación por<br />
nuestras buenas obras, tenemos que también desprendernos cada vez más de<br />
este mundo y de sus apegos, que dividen nuestro corazón y nos privan de la<br />
contemplación del esplendor de Dios. En esta purificación tenemos que hacer<br />
nuestra parte, pero Dios también hará su parte, purificándonos por una noche de<br />
tristeza y oscuridad interior hasta que seamos libres de amores y apegos<br />
mundanos que dividen nuestro corazón.<br />
75
<strong>La</strong>s ventajas de ser judío<br />
CAPÍTULO TRES<br />
DIOS SIEMPRE JUSTO 3, 1-8<br />
“¿Qué ventaja tiene, pues, el judío? ¿o de qué aprovecha la circuncisión?<br />
Mucho, en todas maneras. Primero, ciertamente, que les ha sido confiada la<br />
palabra de Dios” (Rom 3, 1-2). Parece que no hay ninguna diferencia entre <strong>los</strong><br />
judíos y <strong>los</strong> gentiles. Todos son condenados igualmente. Todos carecen de<br />
buenas obras suficientes para justificarse. Pero san Pablo no dice que no hay<br />
diferencia o que el judío no tiene muchas ventajas. Su argumento no debe<br />
llevarnos a esta conclusión. Al contrario, tenemos que reconocer las grandes<br />
ventajas que tienen <strong>los</strong> judíos sobre <strong>los</strong> gentiles. San Pablo menciona sólo una<br />
aquí, pero más tarde mencionará mucho más. Lo que menciona aquí es que a<br />
el<strong>los</strong> “les ha sido confiada la palabra de Dios” (Rom 3, 2).<br />
Los judíos no dependen sólo de la ley natural escrita en su corazón, y a veces<br />
difícil a discernir, sino que tienen la revelación especial y positiva de Dios que<br />
contiene su ley, reglas sobre el culto, <strong>los</strong> profetas, la historia de la intervención<br />
de Dios en su propia historia, y libros de sabiduría, reflexión espiritual, y<br />
oraciones, todos inspirados por Dios de una manera especial, haciendo estos<br />
escritos la misma palabra de Dios. ¡No hay otra nación que tiene esto! Sólo <strong>los</strong><br />
judíos tienen la palabra inspirada de Dios para guiar en detalles su vida diaria,<br />
para que sea una vida santa, pura, y centrada en Dios. Y esta revelación<br />
produjo <strong>los</strong> santos del Antiguo Testamento, Abraham, Isaías, Simeón y Ana en<br />
el tiempo del nacimiento de Jesús, María su madre, y Juan el Bautista.<br />
Aunque individualmente no había nunca un judío perfecto en toda la ley de un<br />
grado suficiente para justificarlo delante de Dios por sus propias obras buenas,<br />
esto no quiere decir que la revelación de Dios no les ayudó. Les ayudó mucho,<br />
76
y la calidad de sus vidas, de su entendimiento de Dios, y de su culto era<br />
infinitamente superior a la de <strong>los</strong> paganos. Vemos esto en la historia. Por<br />
ejemplo <strong>los</strong> griegos, que fueron en la antigüedad clásica <strong>los</strong> más civilizados y<br />
educados y tenían <strong>los</strong> más famosos filósofos, ahora casi han olvidado a sus<br />
propios escritores y, en vez de el<strong>los</strong>, leen el Antiguo y Nuevo Testamento para<br />
su alimentación espiritual.<br />
Aunque <strong>los</strong> judíos no llegaron por medio de esta revelación al nivel de ser<br />
justificados por sus obras ante Dios, aun así le agradaron mucho. Él, entonces,<br />
suplió sus deficiencias y les perdonó y les recibió por su misericordia en su<br />
paciencia, con miras a <strong>los</strong> méritos venideros de la muerte de su Hijo en la cruz<br />
(Rom 3, 25-26). Después de la muerte, el<strong>los</strong> tenían que esperar en el Hades la<br />
venida de Cristo y su muerte y resurrección para ser conducidos al paraíso.<br />
El Antiguo Testamento es lleno de santos; y Dios estaba muy feliz por causa de<br />
el<strong>los</strong>. Vemos su felicidad con el<strong>los</strong> en el Cantar de <strong>los</strong> Cantares, una alegoría<br />
poética del amor entre Dios y su pueblo, entre Dios y las almas de <strong>los</strong> justos.<br />
Los llamamos “justos” porque muchos de el<strong>los</strong> fueron, de verdad, personas<br />
buenas, santas, y justas —como <strong>los</strong> profetas— aunque el nivel de su justicia no<br />
llegó hasta el punto de justificar<strong>los</strong> completamente delante de Dios por sus<br />
obras. Aun así hicieron mucho, y Dios suplió por lo que les faltaba, hasta el<br />
cumplimiento del tiempo cuando él envió a su propio Hijo para justificar a todos<br />
completamente por <strong>los</strong> méritos de su muerte en la cruz.<br />
<strong>La</strong> revelación de la palabra de Dios a el<strong>los</strong> fue para preparar<strong>los</strong> para la venida<br />
de su Salvador que, al fin, cumpliría todo lo que todavía les faltaba por ser<br />
verdaderamente justos y justificados delante de Dios. Dios sabe la debilidad del<br />
hombre, y después de que el hombre ha hecho todo lo que pudo, Dios entró y le<br />
dio un Salvador para cumplir la buena obra ya comenzada en el<strong>los</strong> por su<br />
palabra. Este fue el propósito de la ley, a saber: ser su ayo para llevar<strong>los</strong> a<br />
Cristo, para que fuesen justificados perfectamente por la fe. Desde Cristo, una<br />
verdadera divinización podría tener lugar en el<strong>los</strong>, ayudándo<strong>los</strong> a hacer obras<br />
mejores aún. San Pablo dice esto a <strong>los</strong> Gálatas: “la ley ha sido nuestro ayo,<br />
para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe” (Gal 3, 24).<br />
Este fue el plan de Dios. <strong>La</strong> ley y la revelación de la palabra fueron para<br />
preparar a un pueblo especial, a <strong>los</strong> judíos, para Cristo, quien cumpliría su<br />
salvación, dándoles una justificación verdaderamente digna y plena, que sería<br />
una justificación mucho más amplia que todo lo que el<strong>los</strong> mismos pudieran<br />
haber merecido por sus propias obras.<br />
Aun si hubiese habido judíos justificados por sus obras, esta justificación no<br />
habría sido tan plena y rica que la justificación que Dios les dio gratuitamente por<br />
la fe en su Hijo. No hay comparación entre <strong>los</strong> dos. San Pablo mismo indicó<br />
esto cuando escribió que aunque él mismo fue fariseo y “en cuanto a la justicia<br />
que es en la ley, irreprensible” (Fil 3, 6), sin embargo, él consideró que todo esto<br />
77
fue nada en comparación con la justificación que ahora tiene en Cristo por medio<br />
de su fe. Ha dejado toda su justicia propia por Cristo, y ahora ni siquiera quiere<br />
ser justificado por las obras que había hecho. Quiere ahora sólo la justificación<br />
de Dios en Jesucristo por la fe, que es mucho mejor. Escribe: “Pero cuantas<br />
cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo.<br />
Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del<br />
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y<br />
lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi<br />
propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que<br />
es de Dios por la fe” (Fil 3, 7-9).<br />
<strong>La</strong> justicia de las obras es como “pérdida” y “basura”, dice san Pablo, en<br />
comparación con la justificación que nos viene por la fe en Cristo. Es tanto más<br />
grande, que Pablo ahora no quiere su “propia justicia, que es por la ley”, en la<br />
que dice que era “irreprensible”, sino ahora sólo quiere “la que es por la fe de<br />
Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Fil 3, 9).<br />
<strong>La</strong> ley y su justicia no pueden competir con la justicia de la fe en Cristo. <strong>La</strong><br />
justicia de la ley es sólo la preparación para la de la fe. Cuando murió Jesucristo<br />
en la cruz, el tiempo de la ley terminó. Desde este tiempo en adelante debe<br />
existir sólo una justificación, la de la fe en Cristo. El trabajo preparativo de la ley<br />
es ahora terminado. Jesucristo pone fin a la ley, o como dice san Pablo: “el fin<br />
de la ley es Cristo” (Rom 10, 4).<br />
Es un error, entonces, para un judío a rechazar la justicia de la fe en preferencia<br />
a la de su ley. Es un celo falso, como dice san Pablo: “yo les doy testimonio de<br />
que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia. Porque ignorando la<br />
justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la<br />
justicia de Dios” (Rom 10, 2-3).<br />
<strong>La</strong> conclusión es que sí, es una gran ventaja ser judío. Es el pueblo escogido de<br />
Dios, y han estado muy preparados para recibir a Cristo y, al fin, para recibir la<br />
justificación que el<strong>los</strong> trataban de ganar por la ley, pero no podían alcanzar. Al<br />
fin, Dios les da lo que tanto han deseado.<br />
<strong>La</strong> ventaja de la circuncisión es lo mismo. Ella es el signo exterior de que uno es<br />
judío. San Pablo mismo describe las ventajas de ser judío así: de el<strong>los</strong> “son la<br />
adopción, la gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas;<br />
de quienes son <strong>los</strong> patriarcas, y de <strong>los</strong> cuales, según la carne, vino Cristo, el<br />
cual es Dios sobre todas las cosas” (Rom 9, 4-5).<br />
¡Qué grandes ayudas e inspiraciones son todas estas cosas para vivir bien! El<br />
judío tiene tantos ejemp<strong>los</strong> de virtud en <strong>los</strong> patriarcas y tanta inspiración para ser<br />
una persona de esperanza en las promesas de <strong>los</strong> profetas. Y saben cómo<br />
deben adorar a Dios, porque él mismo les dio su culto. Viven en una relación<br />
78
especial e íntima con Dios por el pacto. Experimentan su gloria en su palabra, y<br />
son su pueblo escogido.<br />
Y más grande que todo es que el mismo Jesucristo, el único Hijo de Dios, es de<br />
su raza, religión, nación y cultura. Él es naturalmente suyo, el cumplimiento de<br />
toda su historia y religión, el cumplimiento de las promesas de sus propios<br />
profetas. ¿Qué mejor cosa hay que ser judío, tan perfectamente preparado por<br />
Dios; y entonces ahora en el cumplimiento del tiempo, creer en Jesucristo?<br />
Desde un principio <strong>los</strong> hebreos conocieron las grandes bendiciones que Dios les<br />
había dado más que a todas las otras naciones. Moisés compara sus ventajas<br />
sobre todas las naciones diciendo: “¿qué nación grande hay que tenga dioses<br />
tan cercanos a el<strong>los</strong> como lo está el Señor nuestro Dios en todo cuanto le<br />
pedimos? Y ¿qué nación grande hay que tenga estatutos y juicios justos como<br />
es toda esta ley que yo pongo hoy delante de vosotros?” (Dt 4, 7-8). Sentimos<br />
en estos versícu<strong>los</strong> la cercanía en que vivía el judío piadoso con su Dios. Y las<br />
leyes, que circunscribieron su vida, dándoles direcciones en todo, incluso en las<br />
más pequeñas detalles de la vida, les enseñaron cómo debían actuar para<br />
agradar a Dios. Era una vida santa, una vida vivida momento por momento con<br />
Dios.<br />
Y <strong>los</strong> salmos, que usamos hasta hoy, muestran cómo el<strong>los</strong> hablaban con Dios, y<br />
qué intimidad y grandes experiencias tenían de su presencia, gloria, y esplendor.<br />
Sus salmos son tan profundos que <strong>los</strong> cristianos <strong>los</strong> usamos hasta hoy en<br />
nuestras oraciones diarias, en la liturgia de las horas, y <strong>los</strong> usamos con gran<br />
provecho e inspiración.<br />
<strong>La</strong> vida de un judío piadoso era llena de bendiciones. Cada vez que él sigue<br />
una de las muchas leyes que reglan cada aspecto de su vida, recibe una<br />
bendición. Fue una vida detalladamente arreglada con prácticas que tenían que<br />
observar. Cada detalle fue un recuerdo de Dios y de su voluntad que el<strong>los</strong><br />
estaban cumpliendo al observar fielmente estos preceptos. Oímos en las<br />
palabras de Moisés el amor que tenía el judío en practicar todos estos<br />
prescripciones: “¿qué nación grande hay que tenga estatutos y juicios justos<br />
como es toda esta ley que yo pongo hoy delante de vosotros?” (Dt 4, 8).<br />
Los judíos conocieron que fueron diferentes de todas las otras naciones<br />
precisamente porque Dios les ha revelado su ley con tantas benditas prácticas<br />
que <strong>los</strong> santificaban. Dijo el salmista: “Ha manifestado sus palabras a Jacob,<br />
sus estatutos y sus juicios a Israel. No ha hecho así con ninguna otra de las<br />
naciones; y en cuanto a sus juicios, no <strong>los</strong> conocieron” (Sal 147, 19-20). ¡Con<br />
qué amor guardaba el judío piadoso la ley de su Dios! Hablando de Dios, el<br />
salmista dice: “Sus caminos notificó a Moisés, y a <strong>los</strong> hijos de Israel sus obras”<br />
(Sal 102, 7). No ha hecho así a ninguna otra nación. Si tan sólo puede<br />
obedecer perfectamente todos estos estatutos, el judío sabía que sería<br />
79
endecido y un amigo de Dios, porque vive según su voluntad tan claramente<br />
revelada.<br />
Así Dios encaminó y preparó a su pueblo escogido para la venida de Cristo, y<br />
con Cristo vino el cumplimiento de su plan de salvación para todos <strong>los</strong> hombres.<br />
Con la venida de Cristo, el tiempo de preparación es terminado. El tiempo de la<br />
ley es terminado, y el tiempo del cumplimiento ha llegado. Ahora, pues, es el<br />
tiempo de arrepentirse y creer en el evangelio, como dijo Jesús en su primer<br />
sermón: “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el<br />
evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de<br />
Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mc 1, 14-15).<br />
Nosotros vivimos ahora en este tiempo de cumplimiento.<br />
“¿Pues qué, si algunos de el<strong>los</strong> han sido incrédu<strong>los</strong>? ¿Su incredulidad habrá<br />
hecho nula la fidelidad de Dios?” (Rom 3, 3). No podemos juzgar a Dios por la<br />
infidelidad de algunos judíos que no vivían bien, ni tampoco porque no había ni<br />
siquiera un solo judío que podía justificarse por su observancia perfecta de la<br />
ley. Este hecho no es un mal reflejo de Dios ni de su verdad y fidelidad.<br />
Demuestra sólo que el tiempo del judaísmo fue sólo un tiempo de preparación,<br />
hasta que llegara el tiempo del cumplimiento, que es el tiempo de la justificación<br />
por la fe, no por la ley. <strong>La</strong> ley preparó a <strong>los</strong> judíos para recibir la justificación por<br />
la fe, en su debido tiempo. En comparación con la justificación por la fe, la<br />
justificación por la ley parece muy imperfecta, a saber: nadie tenía éxito en ser<br />
justificado así. Pero antes de Cristo esta era todo lo que tenían, y Dios suplió<br />
con su misericordia por lo que el<strong>los</strong> faltaban de alcanzar por sus obras según la<br />
ley. Hizo esto con anticipación, con miras a la muerte salvadora de Jesucristo<br />
en la cruz.<br />
Ni el mal ejemplo de unos judíos ni la incapacidad aun de <strong>los</strong> buenos judíos a<br />
justificarse por la ley pudieron nulificar la fidelidad de Dios. <strong>La</strong> imperfección de<br />
<strong>los</strong> judíos no puede difamar a Dios ni su ley, que son siempre buenos. Es la<br />
historia de la salvación, el plan de Dios, para la salvación del mundo.<br />
En efecto, uno de <strong>los</strong> propósitos de la ley era de mostrar al judío cuanto necesita<br />
la misericordia de Dios al no poder observar perfectamente toda la ley ni ser<br />
justificado delante de Dios por sus obras según la ley. <strong>La</strong> ley convence al judío<br />
de su debilidad y necesidad de misericordia. Por eso su debilidad y carencia de<br />
justicia no es un mal reflejo de la ley, no la difama, porque la ley debe hacer<br />
esto. Es una de sus funciones, es decir, de convencer al judío de su necesidad<br />
de un Salvador. En este sentido también la ley preparaba a <strong>los</strong> judíos para la<br />
venida de Cristo, mostrándoles cuánto lo necesitaban. <strong>La</strong> experiencia de su<br />
incapacidad de observarla perfectamente es una de las funciones de la ley, y de<br />
ningún modo la nulifica, más bien la establece. San Pablo dice: “por medio de la<br />
ley es el conocimiento del pecado” (Rom 3, 20). Por medio de la ley, el judío<br />
80
debe reconocerse como pecador en necesidad de la misericordia de Dios. Por<br />
medio de la ley, el judío debe anhelar el cumplimiento de las promesas de <strong>los</strong><br />
profetas y anhelar la venida del Mesías quien lo salvará de todo lo que no podía<br />
ser salvo por la ley. <strong>La</strong> ley debía haber preparado así al judío por Cristo. Esta<br />
era su función y razón de existir.<br />
En su gran discurso inaugural, san Pablo subrayó este punto, diciendo: “de todo<br />
aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él [Cristo] es<br />
justificado todo aquel que cree” (Hch 13, 39).<br />
Aunque el hombre es débil y no sigue siempre la ley de Dios, la ley, sin<br />
embargo, es buena. Los pecados de <strong>los</strong> hombres no son un mal reflejo de la<br />
ley. Si <strong>los</strong> hombres pecan, Dios les va a castigar, pero no va a remover o<br />
cambiar su ley. El salmista dice: “Si dejaren sus hijos mi ley y no anduvieren en<br />
mis juicios, si profanaren mis estatutos, y no guardaren mis mandamientos,<br />
entonces castigaré con vara su rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no<br />
quitaré de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad. No olvidaré mi pacto, ni<br />
mudaré lo que ha salido de mis labios” (Sal 88, 30-34). Su ley permanece para<br />
siempre, a pesar de <strong>los</strong> pecados de <strong>los</strong> hombres. Cuando vendrá el Cristo, la<br />
ley habrá sido cumplida y no será practicada más de la misma manera; pero<br />
nunca será borrada, sólo cumplida. Todavía sería leída como la palabra de Dios<br />
e interpretada según su cumplimiento en Jesucristo.<br />
Aunque <strong>los</strong> judíos no podían justificarse por las obras de la ley, porque no<br />
lograron cumplir todas sus prescripciones perfectamente todo el tiempo, sin<br />
embargo la ley en sí es siempre buena. Aunque <strong>los</strong> hombres son infieles, Dios,<br />
sin embargo, es siempre fiel, como dice san Pablo: “Si fuéramos infieles, él<br />
permanece fiel; Él no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2, 13). ¿Su infidelidad<br />
o “Su incredulidad habrá hecho nula la fidelidad de Dios? De ninguna manera;<br />
antes bien sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso: como está escrito: Para<br />
que seas justificado en tus palabras, y venzas cuando fueres juzgado” (Rom 3,<br />
3-4). Dios será siempre fiel.<br />
“Y si nuestra injusticia hace resaltar la justicia de Dios, ¿qué diremos? ¿Sería<br />
injusto Dios que da castigo? —Hablo como hombre—. En ninguna manera; de<br />
otro modo, ¿cómo juzgaría Dios al mundo?” (Rom 3, 5-6). Ahora Pablo piensa<br />
de una objeción a su argumento, y da la respuesta. <strong>La</strong> objeción es: Si el<br />
contraste entre la bondad y la fidelidad de la ley por una parte, y la infidelidad de<br />
<strong>los</strong> judíos por otra parte hace que la bondad de Dios aparezca con más<br />
esplendor, entonces, ¿por qué castigar a <strong>los</strong> infieles? Su maldad hace que Dios<br />
aparezca mejor por comparación. Por eso están ayudando a Dios, y no deben<br />
ser castigados. Pero esta objeción es ridícula, y no necesita ser refutada.<br />
<strong>La</strong> sola refutación que Pablo le da es decir: “de otro modo, ¿cómo juzgaría Dios<br />
al mundo?” (Rom 3, 6). Todos sabemos que Dios juzgará al mundo por sus<br />
obras, sean buenas o malas. El mismo contraste estará presente ahí también<br />
81
entre la maldad del hombre y la bondad de Dios: cuanto peor sea el hombre,<br />
tanto mejor aparecerá Dios en comparación; pero nadie piensa que por ello Dios<br />
no va a juzgar a <strong>los</strong> ma<strong>los</strong> en el juicio final. Y del mismo modo juzgará la<br />
infidelidad de <strong>los</strong> judíos.<br />
Sabiendo que van a ser juzgados conforme a sus obras y que no van a ser<br />
justificados por sus obras en el juicio, el<strong>los</strong> deben hacer lo mejor que pueden, y<br />
por lo demás confiar en la misericordia de Dios. Sabiendo que están a la<br />
merced de la misericordia de Dios, deben acoger ahora con gran gozo la<br />
suprema revelación de su misericordia en Jesucristo, y venir a la fe en él.<br />
Deben tener siempre en cuenta que habrá un juicio según nuestras obras, y que<br />
siempre estamos dependientes de su misericordia en Jesucristo.<br />
Ahora, pues, es el tiempo de misericordia y de la fe salvadora en Cristo. Si<br />
esperan hasta el día del juicio, será demasiado tarde, y entonces verán sólo su<br />
justicia. Para asegurar que recibirán su misericordia en el juicio, deben creer en<br />
su misericordia ahora. Ahora es el tiempo de arrepentirse y creer en el<br />
evangelio para ser justificado por la fe, y no por las obras de la ley, “por cuanto<br />
por las obras de la ley, nadie será justificado” (Gal 2, 16).<br />
Pablo repite la misma idea en Rom 3, 7: “Pero si por mi mentira la verdad de<br />
Dios abundó para su gloria, ¿por qué aún soy juzgado como pecador?” Este es<br />
el error de <strong>los</strong> que dicen que porque la justificación es por la fe y no por las<br />
obras, entonces pequemos con gusto, disfrutando de la vida. Nuestros pecados<br />
van a glorificar más la justificación por la fe, mostrando su gran poder y la gran<br />
misericordia de Dios. Por eso disfrutemos de la vida, cumpliendo <strong>los</strong> deseos de<br />
la carne. ¡Pequemos fuertemente y creamos fuertemente, y seremos felices en<br />
la carne y justificados por la fe; Dios será más glorificado, y nosotros tendremos<br />
toda la alegría de la carne, y la justificación también! Pero ¿qué error más<br />
horrible hay que esto?<br />
Otros añaden más aún que es pecado el tratar de ser justos por obras, y que<br />
debemos depender sólo de la fe y no de las obras. Así glorificaremos más a<br />
Dios y exaltaremos más la justificación de la fe. Pero esto es un gran error y<br />
distorsión de la verdadera enseñanza paulina. Esto es como algunos han<br />
calumniado a san Pablo, como él dice en Rom 3, 8: “Y ¿por qué no decir, como<br />
se nos calumnia, y como algunos, cuya condenación es justa, afirma que<br />
nosotros decimos: Hagamos males para que vengan bienes?” San Pablo<br />
rechaza completamente esta enseñanza falsa. Más tarde san Pablo condenará<br />
otra vez esta misma doctrina falsa. Dirá: “¿Qué, pues, diremos?<br />
¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera.<br />
Porque <strong>los</strong> que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿O no<br />
sabéis que todos <strong>los</strong> que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido<br />
bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para<br />
muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de <strong>los</strong> muertos por la<br />
gloria del Padre, así también nosotros andemos en la novedad de la vida… Así<br />
82
también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo<br />
Jesús, Señor nuestro… ¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la<br />
ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera” (Rom 6, 1-4.11.15). Debemos ser<br />
justificados por la fe y entonces tratar de vivir bien y evitar todo pecado.<br />
Debemos vivir como personas justificadas.<br />
Por medio de nuestra fe y por el bautismo, morimos con Cristo al pecado.<br />
¿Cómo, pues, podemos continuar en algo al cual hemos muerto? Hemos<br />
muerto al pecado en el bautismo, y resucitado a una vida nueva y sin pecado.<br />
Por eso siempre debemos tratar de vivir del mejor modo posible. Y una vez<br />
justificados por la fe, tenemos nuevos poderes, nuevas virtudes y nuevos dones<br />
del Espíritu Santo, que nos vienen junto con la vida de gracia que Dios nos da<br />
en Jesucristo cuando creemos en él. Estando en este nuevo y bello estado de<br />
gracia con estos nuevos poderes, debemos y podemos vivir una vida<br />
verdaderamente nueva, justa, virtuosa, y perfecta, tratando de evitar todo<br />
pecado. Esta es la voluntad de Dios para con nosotros.<br />
Debemos rechazar completamente la herejía que dice que no debemos ni<br />
podemos vivir en la gracia una vida justa, santa, y virtuosa —aun virtuosa de<br />
modo heroico, que es la definición de un santo—. Los que creen que es un<br />
pecado el tratar de vivir una buena vida son completamente equivocados, y<br />
deforman horriblemente la enseñanza de san Pablo. Los que quieren pecar<br />
fuertemente y creer fuertemente no han entendido de manera alguna a san<br />
Pablo ni su doctrina de la justificación por la fe. Los que calumnian a san Pablo<br />
así, su “condenación es justa” (3, 8), como dice Pablo.<br />
NO HAY JUSTO. TODOS SON PECADORES 3, 9-20<br />
“¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que el<strong>los</strong>? En ninguna manera; pues<br />
ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado” (Rom 3,<br />
9). Después de alabar a <strong>los</strong> judíos por todas sus ventajas, san Pablo ahora<br />
tiene que asegurar al lector que aun teniendo tantas ventajas, aun así <strong>los</strong> judíos<br />
no han llegado a ser justos delante de Dios. Todas estas ventajas que tenían y<br />
que Dios les dio fueron insuficientes para que el<strong>los</strong> pudieran ser justificados ante<br />
él por sus obras, porque en su debilidad pecaban y faltaban a la perfecta<br />
observancia, fidelidad, y obediencia que necesitaban para ser justos ante él. Por<br />
eso aunque en un sentido tenían muchas ventajas y eran mucho mejor que <strong>los</strong><br />
gentiles, aun así, en el sentido más profundo, que san Pablo subraya ahora,<br />
todavía están bajo el pecado y lejos de Dios, sujetos de su ira y condenación.<br />
Esto es porque, como san Pablo dice, “todos están bajo pecado” (Rom 3, 9),<br />
tanto judíos como gentiles: “pues ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que<br />
todos están bajo pecado” (Rom 3, 9).<br />
83
En este sentido más profundo, entre judíos y gentiles “no hay diferencia, por<br />
cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom 3, 22-23).<br />
Es así porque en el plan de Dios, todo hombre, empezando con <strong>los</strong> judíos, y<br />
continuando después con <strong>los</strong> gentiles, será completamente justificado,<br />
santificado, transformado, divinizado y al fin admitido al paraíso sólo por<br />
Jesucristo. Todo lo que <strong>los</strong> judíos tuvieron antes de Jesucristo fue sólo la<br />
preparación para el don de la justificación, que no les habrá sido dada hasta que<br />
él viniera.<br />
Durante este período de preparación, <strong>los</strong> judíos tenían muchas ventajas, pero no<br />
alcanzaron la meta que es la justificación, hasta la muerte de Jesús en la cruz, y<br />
su resurrección. <strong>La</strong> ley no fue dada a <strong>los</strong> judíos para justificar<strong>los</strong> y salvar<strong>los</strong>.<br />
Era sólo para preparar<strong>los</strong> para la venida de Cristo. <strong>La</strong>s puertas del paraíso,<br />
cerradas por el pecado de Adán, no fueron abiertas hasta la muerte de Cristo.<br />
Entonces él descendió al Hades para conducir a <strong>los</strong> justos al paraíso. No fueron<br />
justos en el sentido de que se han justificado por sus vidas, sino en el sentido de<br />
que han vivido bien, y por eso Dios en su misericordia suplió por sus deficiencias<br />
con miras a la muerte venidera de Cristo en la cruz. Dios les dio la gracia con<br />
anticipación con miras a <strong>los</strong> méritos de su Hijo. Pero aun así no fueron<br />
admitidos en el cielo hasta que Cristo muriera primero en la cruz.<br />
El hombre es pecador. Sólo Cristo puede salvarlo de esta triste condición. <strong>La</strong>s<br />
leyes de Dios son muy complicadas, como también es su voluntad, y hay tantas<br />
trampas, tantas oportunidades de caer en imperfecciones pequeñas e<br />
imprevistas que nos dejan desolados, vacíos, y tristes. ¿Quién pudiera pensar<br />
que el hombre podría salvarse o justificarse a sí mismo ante Dios por sus<br />
propias obras? Es claramente y obviamente imposible, aunque podemos crecer<br />
mucho y vivir una vida muy buena en comparación con el mundo.<br />
Aun un cristiano, ayudado por la gracia de Cristo, <strong>los</strong> dones del Espíritu Santo, y<br />
las virtudes infusas y sobrenaturales, tratando de vivir una vida de perfección,<br />
siguiendo todas las inspiraciones del Espíritu Santo —aun así él caerá muchas<br />
veces, si no en pecados deliberados y conocidos, sí, en imperfecciones<br />
desconocidas y no intencionales por inadvertencia. Tan complicada es la vida<br />
humana y cristiana junto con todos nuestros deberes, y tan elevada es la vida de<br />
perfección, que aun un cristiano santo, viviendo una vida heroicamente virtuosa<br />
y muy diferente de <strong>los</strong> demás —aun este cristiano perfecto y santo cae<br />
innumerables veces en pequeñas imperfecciones sin saberlo al momento y sin<br />
tener la intención de cometerlas, sino por imprevisión. Él, más que nadie,<br />
conoce su necesidad de un Salvador en cada paso de su vida.<br />
No es que su bautismo o su primer arrepentimiento y acto de fe empezó todo el<br />
proceso hasta el fin, sin necesitar arrepentirse y convertirse otra vez. De hecho,<br />
la vida de perfección es una vida de conversión continua. Y esto no en el<br />
sentido de que uno está siempre cayendo en <strong>los</strong> mismos pecados o sigue<br />
cometiendo pecados graves, sino en el sentido de que <strong>los</strong> pecados vienen a ser<br />
84
cada vez más pequeños y sutiles, y su vida cada vez más perfecta y santa.<br />
Pero parece que no habrá fin de imperfecciones en esta vida mortal, aunque<br />
debemos luchar fuertemente contra ellas, y vencerlas una tras otra,<br />
eliminándolas cada vez más de nuestra vida.<br />
Sin embargo, cada vez que caemos por inadvertencia en una imperfección<br />
imprevista y no intencional, perdemos algo del resplandor de la gracia en<br />
nuestra alma, y nos sentimos tristes, vacíos, y en necesidad de la salvación y luz<br />
de Jesucristo, necesitando su perdón y misericordia. Por eso estamos con<br />
mucha frecuencia buscando su perdón y misericordia en la oración, admitiendo<br />
ante él nuestras faltas y necesidad, orando la oración del publicano: “el<br />
publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar <strong>los</strong> ojos al cielo, sino que se<br />
golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propició a mí, pecador. Os digo que éste<br />
descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se<br />
enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc 18, 13-14). <strong>La</strong><br />
conclusión es que todos somos, en un sentido u otro, pecadores.<br />
Si hacemos así, acusándonos inmediatamente cuando vemos que hemos caído<br />
en algo malo y cuando nuestro corazón nos notifica de esta caída, entonces<br />
Cristo nos perdonará. Tenemos que esperar un tiempo, y entonces nos<br />
sentiremos perdonados, renovados, limpios, puros, y otra vez perfectos delante<br />
de Dios con una pura conciencia y un corazón iluminado y alegre,<br />
regocijándonos en Jesucristo el Salvador. Así somos justificados por la fe en<br />
Jesucristo y así crecemos en virtud y santidad, viviendo una vida cada vez más<br />
perfecta y luminosa. Así vivimos en la luz. Vivimos en la misericordia de Dios,<br />
dada a nosotros por Jesucristo por medio de nuestra fe en él.<br />
Para recibir todo esto y seguir creciendo así, tenemos que admitir que de<br />
nosotros mismos estamos bajo el pecado y en necesidad continua de la<br />
misericordia divina de Cristo, o como san Pablo dice aquí: “pues ya hemos<br />
acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado” (Rom 3, 9). Esto<br />
incluye a <strong>los</strong> cristianos también, no porque no somos realmente transformados<br />
por la justificación de la fe, sino porque estamos siempre creciendo más en la<br />
perfección, de un grado de perfección a otro “de gloria en gloria” (2 Cor 3, 18), y<br />
por ello somos muy conscientes de nuestra debilidad y necesidad de salvación,<br />
perdón, y misericordia. Nuestras imperfecciones son cada vez más pequeñas<br />
mientras crecemos más en la virtud y santidad, pero aun así nos abruman y nos<br />
muestran nuestra fragilidad y necesidad de misericordia.<br />
Ahora san Pablo cita las escrituras para probar que, de verdad, estamos todos<br />
bajo el pecado y no podemos justificarnos a nosotros mismos por nuestra propia<br />
justicia y buenas obras, y por eso todos estamos a la merced de Dios. En este<br />
asunto, todos son iguales: judíos, paganos, y cristianos; santos, y malhechores.<br />
En esto, de verdad, “no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están<br />
destituidos de la gloria de Dios” (Rom 3, 22-23).<br />
85
Ahora san Pablo pone su enseñanza en la forma de citaciones del Antiguo<br />
Testamento, pero su punto es claro: en un sentido u otro, todos, sin excepción<br />
alguna, son pecadores y por eso en necesidad de la salvación de Dios que él<br />
nos envió en su Hijo Jesucristo. No hay nadie que no necesita esto, porque<br />
todos somos pecadores, y por eso no hay otro camino que este para nuestra<br />
salvación. Los hombres son justificados y salvados sólo por la misericordia de<br />
Dios en Jesucristo. Por eso, una vez convencidos de esto, todos deben creer en<br />
el evangelio. Todos necesitan la fe en Cristo. <strong>La</strong> fe explícita en Jesús es el<br />
mejor modo para todos para ser salvos.<br />
San Pablo dice, citando Salmo 14, 1-3: “No hay justo, ni aun uno; no hay quien<br />
entienda. No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron<br />
inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Rom 3, 10-12; Sal<br />
14, 1-3). No es que no había personas buenas en el judaísmo. Había <strong>los</strong><br />
ancianos Simeón y Ana, por ejemplo, que recibieron al niño Jesús en el templo.<br />
Había Zacarías e Isabel, <strong>los</strong> padres de Juan el Bautista, sobre quienes san<br />
Lucas dice: “Ambos eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en<br />
todos <strong>los</strong> mandamientos y ordenanzas del Señor” (Lc 1, 6). Aunque el<strong>los</strong> fueron<br />
buenos y aun justos en cierto sentido, no fueron completamente perfectos y sin<br />
toda imperfección. Sólo la Virgen María, por un don especial de Dios, fue<br />
inmaculada y sin pecado. Todos <strong>los</strong> otros seres humanos tienen pecados y<br />
caen en imperfecciones, y por eso están dependientes de Dios por su<br />
misericordia y perdón, aun <strong>los</strong> justos del Antiguo Testamento. Sin su<br />
misericordia y perdón, <strong>los</strong> justos del Antiguo Testamento no pudieron estar de<br />
pie delante de Dios, justificados sólo por sus propios méritos y obras. En<br />
resumen, no hay nadie, excepto la Virgen María y Jesucristo, que es sin pecado,<br />
como dice la escritura: “ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el<br />
bien y nunca peque” (Cohelet 7, 20).<br />
“Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay ni siquiera uno” (Rom 3,<br />
12). Sin la misericordia y el perdón de Dios, todos estaríamos cubiertos de<br />
polvo, sin esplendor, llenos de pecados antiguos e imperfecciones recientes.<br />
Seríamos vacíos y tristes, bajo la ira de Dios, y condenados. Esto es porque<br />
todos se desviaron. Cada vez que uno no hace caso de una inspiración del<br />
Espíritu Santo, cada vez que uno no hace perfectamente lo que él sabe es la<br />
voluntad más perfecta de Dios para con él, él peca o cae en una imperfección.<br />
Cada vez que por inadvertencia hacemos algo que no agrada a Dios, aunque no<br />
sabemos al momento que esto no le agrada, estamos en necesidad de su<br />
misericordia. Si no fuera por la misericordia y el perdón de Dios, nosotros todos<br />
—empezando con el mismo san Pablo, antiguo perseguidor de la Iglesia—<br />
estaríamos como enterrados bajo un montón de pecados veniales e<br />
imperfecciones. En una condición así no podríamos ver la luz de Cristo, no<br />
conoceríamos la felicidad de su alegría en nuestro corazón. No viviríamos en el<br />
esplendor de su amor. Todo esto lo debemos a su misericordia y perdón,<br />
recibidas por medio de Jesucristo.<br />
86
Una de las cosas que nos hace sentir más felices y más llenos de luz es la<br />
absolución sacramental (Jn 20, 23), que nos administra el perdón justificador de<br />
Jesucristo, haciendo su luz brillar de nuevo en nuestro corazón. Sin su perdón,<br />
somos como un “sepulcro abierto” (Rom 3, 13), llenos de inmundicias. Sin su<br />
misericordia, estamos en oscuridad, lejos de Dios y sin experiencia de su amor<br />
iluminando y regocijando nuestro corazón.<br />
“Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de áspides<br />
hay debajo de sus labios” (Rom 3, 13; Sal 5, 10; 139, 3). Esos son <strong>los</strong> que se<br />
rebelan contra Dios, que no quieren su perdón y misericordia, que rechazan su<br />
salvación. Se hacen peor que áspides. Los que aceptan la misericordia de Dios<br />
en Jesucristo son salvos de esto, como dice el mismo salmo: “Mas yo por la<br />
abundancia de tu misericordia entraré en tu casa; adoraré hacia tu santo templo<br />
en tu temor. Guíame, Señor, en tu justicia, a causa de mis enemigos… Porque<br />
en la boca de el<strong>los</strong> no hay sinceridad…sepulcro abierto es su garganta…” (Sal 5,<br />
9). Estos enemigos son <strong>los</strong> enemigos de <strong>los</strong> que han sido justificados por<br />
Jesucristo. Dice el salmista: “Líbrame, oh Señor, del hombre malo; guárdame de<br />
hombres violentos… Veneno de áspid hay debajo de sus labios” (Sal 139, 1.3).<br />
Aunque todos son pecadores, hay una diferencia entre <strong>los</strong> que se han<br />
arrepentido y recibido la justificación que viene, no por las obras, sino por la fe,<br />
por una parte, y <strong>los</strong> que la han rechazado por otra parte. Los que han recibido<br />
esta justificación, sobre todo si es administrada a el<strong>los</strong> por medio del sacramento<br />
de la reconciliación (Jn, 20, 23), sienten un verdadero júbilo de espíritu. Todo el<br />
polvo que cubría su alma, impidiendo que la luz de la gracia brillara en el<strong>los</strong>,<br />
ahora es quitado, y la gracia de Cristo resplandece en sus corazones con todo<br />
su fulgor. Es una luz verdaderamente refulgente y espléndida. ¡Qué importante,<br />
entonces, es ser justificado por <strong>los</strong> méritos de Jesucristo en la cruz por medio de<br />
la fe y <strong>los</strong> sacramentos, sobre todo el sacramento de la reconciliación! No hay<br />
otra alegría igual a esta en este mundo. Esta alegría vence todo.<br />
Viviendo en esta gracia resplandeciente y haciendo buenas obras por medio de<br />
nuestros nuevos poderes, las virtudes infusas, podemos crecer en santidad y<br />
aun merecer un incremento constante de la gracia, que nos hace resplandecer<br />
cada vez más. Cuando somos purificados de <strong>los</strong> placeres innecesarios y<br />
mundanos por un largo tiempo de ascetismo, entonces vivimos en las regiones<br />
de la luz y podemos armar nuestra tienda en las cimas de la luz y permanecer<br />
ahí con el Señor, calentándonos en su esplendor, y hechos resplandecientes<br />
nosotros mismos en su fulgor. Entonces vemos la gran diferencia entre nuestra<br />
condición y la de <strong>los</strong> que rechazan la justificación de la fe y una vida de<br />
obediencia perfecta a la voluntad de Dios. El<strong>los</strong> todavía son pecadores, viviendo<br />
en la oscuridad y tristeza.<br />
“Su boca está llena de maldición y de amargura” (Rom 3, 14; Sal 10, 7). Este<br />
mismo salmo pide que el Señor quebrante el brazo del inicuo: “Quebranta tú el<br />
brazo del inicuo, y persigue la maldad del malo hasta que no halles ninguna”<br />
87
(Sal 10, 15). Así el salmo citado aquí por san Pablo marca una diferencia entre<br />
<strong>los</strong> justos y <strong>los</strong> ma<strong>los</strong>. Y sabemos por la enseñanza de san Pablo que <strong>los</strong> justos<br />
son <strong>los</strong> que han recibido su justicia por la fe como un don de la misericordia de<br />
Dios en Jesucristo, y entonces han edificado una vida virtuosa sobre este<br />
fundamento. Los ma<strong>los</strong> son <strong>los</strong> que rechazan su misericordia y el don de su<br />
salvación.<br />
Aunque la mayoría de estas citaciones en su contexto original se refieren no a<br />
todos <strong>los</strong> hombres sino sólo a <strong>los</strong> malvados que rechazan la salvación de Dios y<br />
que por eso se hacen enemigos de Dios, en contraste con <strong>los</strong> buenos que sí,<br />
aceptan su salvación; sin embargo san Pablo da a estas citaciones un nuevo<br />
significado, usándolas aquí como parte de su argumento de que todo hombre es<br />
malo, nadie es suficientemente bueno en sí mismo para poder justificarse ante<br />
Dios sólo por sus propios méritos. Por eso tenemos que interpretarlas según el<br />
significado nuevo que san Pablo les da, es decir, en su nuevo contexto como las<br />
palabras de san Pablo. Esta es la interpretación canónica, es decir, según el<br />
texto actual e inspirado que tenemos frente a nosotros en la <strong>Carta</strong> a <strong>los</strong><br />
<strong>Romanos</strong>.<br />
Así, pues, san Pablo nos enseña aquí que la “garganta” de todos <strong>los</strong> que no han<br />
sido justificados por Cristo es un “sepulcro abierto”. <strong>La</strong> garganta lleva al interior<br />
del hombre, y todo hombre antes de Cristo tenía un gran vacío en su interior,<br />
lleno de oscuridad, tristeza, y dolor. Es lleno de pecado e ignorancia de Dios.<br />
No vive en el estado de gracia. El esplendor de Dios está lejos de él. Vive en<br />
tinieblas. Su único placer es el del cuerpo y de la carne y otros placeres<br />
puramente naturales, que duran sólo poco tiempo, y después dejan a uno<br />
sentirse peor que antes; y así estos placeres aumentan la oscuridad interior en<br />
que él vive sin Dios en este mundo. San Pablo nos revela que antes de conocer<br />
a Cristo, todos fueron así, tanto judíos como gentiles.<br />
Y, de verdad, este es el significado de estos versícu<strong>los</strong> en su contexto en el<br />
salmo también, porque estos salmos dicen que sin la misericordia y el perdón de<br />
Dios, que nosotros sabemos son dados por Jesucristo desde el principio del<br />
mundo —sin esta misericordia, todo hombre es perdido en esta oscuridad, y es<br />
condenado a esta tristeza interior y está bajo la ira de Dios por sus pecados.<br />
Los buenos en estos salmos son <strong>los</strong> que ya se han arrepentido y recibido su<br />
perdón por Jesucristo, aun antes de que él nació de la Virgen María, porque<br />
nació desde toda la eternidad del Padre, y el Padre comunica toda su<br />
misericordia a <strong>los</strong> hombres por medio de él. Pero para recibir esta misericordia,<br />
uno tiene que tener fe en Jesucristo y un espíritu de arrepentimiento, aun antes<br />
de la encarnación. Qué forma tenía esta fe antes del nacimiento de Jesucristo<br />
en el mundo, o después de su nacimiento entre <strong>los</strong> que no lo conocen<br />
explícitamente, sólo Dios sabe, y no nos ha revelado mucho sobre este misterio.<br />
Dejémoslo en sus manos cómo él pueda arreglar esto.<br />
88
De todos modos, todos <strong>los</strong> que no han recibido la salvación de Dios en<br />
Jesucristo son condenados y están bajo su ira. “Con su lengua engañan” (Rom<br />
3, 13). Hablan sólo superficialidades, cosas de este mundo, nunca cosas de<br />
verdadero significado. Este es el estado del hombre sin gracia, sin Cristo. No<br />
conocen la luz de Cristo. No saben que hay otra manera de vivir, otro tipo de<br />
existencia, diferente de lo que están viviendo ahora en tanta miseria. No saben<br />
que hay personas que viven en regiones de luz, en las cimas de la luz, donde<br />
han armado sus tiendas, y viven con el Señor, calentándose en su esplendor,<br />
permaneciendo en su amor (Jn 15, 9).<br />
No saben que esto es posible para el hombre “en Cristo” después de una larga<br />
jornada de purificación de sus sentidos y de las potencias de su espíritu por una<br />
vida de renuncia a <strong>los</strong> placeres y apegos de este mundo. No saben que el<br />
hombre en Cristo puede ser purificado así del mundo y de sus placeres, y así, al<br />
fin, llegar a ser librado de la esclavitud de sus pasiones. El hombre antes de<br />
Cristo no supo nada de esto. Vive todavía esclavizado a sus pasiones y deseos<br />
mundanos y carnales. Sus pasiones son vivas; no dormidas. Dios no ha podido<br />
purificarlo de sus pasiones que lo esclavizan, abruman, y ponen en la oscuridad.<br />
Él es un esclavo de su vanidad y de <strong>los</strong> placeres de su cuerpo. Todos fueron<br />
así, y por eso en necesidad de la salvación de Dios.<br />
“Veneno de áspides hay debajo de sus labios” (Rom 3, 13). En su contexto en el<br />
salmo, este versículo aparece así: “Los cuales maquinan males en el corazón,<br />
cada día urden contiendas. Aguzaron su lengua como la serpiente; veneno de<br />
áspid hay debajo sus labios” (Sal 139, 2-3). Es decir, su habla siempre hiere,<br />
engaña, y desvía. Los que <strong>los</strong> escuchan van a ser engañados y desviados más<br />
lejos aún de la verdad y de la felicidad. Puede ser que sus palabras son dulces,<br />
pero son falsas, y engañan. Un hombre sólo puede hablar de lo que él conoce y<br />
experimenta. Por eso ¿qué será la conversación de <strong>los</strong> que son ignorantes de<br />
Dios, de <strong>los</strong> que son perdidos en este mundo y en sus placeres, de <strong>los</strong> que no<br />
se han desapegado de sus apegos dañosos, de <strong>los</strong> que sólo conocen cosas<br />
terrenales y de esta vida, de <strong>los</strong> que se dejan guiar por sus pasiones y deseos<br />
mundanos, eróticos, y carnales? El<strong>los</strong> sólo conocen cosas de poco valor. Van a<br />
aconsejar a otros sólo según lo que el<strong>los</strong> mismos entienden, y van a enseñar a<br />
otros sólo lo que el<strong>los</strong> mismos conocen, y haciendo así, van a comunicar una<br />
visión del mundo y de la vida humana que es completamente falsa y<br />
fundamentalmente deformada, una gran distorsión, un gran engaño. De verdad,<br />
“Veneno de áspides hay debajo de sus labios” (Rom 3, 13).<br />
“Su boca está llena de maldición y de amargura” (Rom 3, 14; Sal 10, 7). Una<br />
persona sin gracia y sin la justificación de la fe es así. Su corazón está lleno de<br />
amargura, y por eso también su conversación no va a irradiar ni la luz, ni la<br />
gracia. En vez de ser una bendición en la tierra, es una maldición. Todo lo que<br />
dice es arraigado en sus pasiones no mortificadas ni purificadas. No conoce la<br />
pureza de corazón ni la luz pura de Cristo resplandeciendo en su corazón. Sólo<br />
conoce y sólo habla de cosas y deseos mundanos y carnales. Se ha dejado<br />
89
llevar por <strong>los</strong> deseos de su carne, y así se ha cegado a la pura luz de Cristo. Ha<br />
rechazado a Dios al rechazar su ley. No quiere oír nada del hombre nuevo que<br />
ha sepultado al hombre viejo con sus apegos y deseos mundanos y carnales.<br />
Este hombre nuevo es una abominación para una persona así, porque ella no<br />
quiere sepultar sus deseos mundanos y carnales, y no quiere desapegarse de<br />
sus apegos peligrosos y dañosos.<br />
Pero aquí tenemos que tener cuidado de no caer en error. El hombre perdió<br />
mucho después del pecado original, pero no perdió todo. Todavía era capaz de<br />
la virtud natural, como san Pablo mismo nos enseña. El pagano es reprensible<br />
precisamente porque pudo hacer lo bueno con <strong>los</strong> poderes que tenía, y no lo<br />
hizo. Los que usaban bien <strong>los</strong> dones que todavía tenían fueron justos en un<br />
cierto sentido, pero no justificados delante de Dios sin el don de la justificación<br />
recibido por la fe. Su justicia fue insuficiente para justificar<strong>los</strong>. Tenían buenas<br />
obras, pero tenían también pecados, y por eso vivían bajo la ira y condenación<br />
de Dios y en gran necesidad de un Salvador.<br />
Por eso tenemos dos tipos de hombre, y esto aplica tanto a <strong>los</strong> judíos como a <strong>los</strong><br />
paganos. Hay <strong>los</strong> buenos, y hay <strong>los</strong> ma<strong>los</strong>. Hay <strong>los</strong> ma<strong>los</strong> que rechazan a Dios<br />
completamente y viven una vida de pecado. Pero también había hombres<br />
buenos, usando sus dones y virtudes naturales. Pero el<strong>los</strong> también tenían<br />
pecados, y por ello no son justificados o salvados por sus muchas buenas obras.<br />
Entonces había un tercer tipo de hombre. Él era bueno y dependiente de la<br />
misericordia de Dios. Si llamaba a Dios con fe, Dios lo escuchó, y lo justificó por<br />
Jesucristo, por su fe en él, aunque no fue una fe explícita. Pero aun así no pudo<br />
entrar en el cielo después de su muerte antes de la muerte y resurrección de<br />
Cristo, cuando él descendió al Hades para conducir a todos <strong>los</strong> justos al paraíso.<br />
De todos modos, todo hombre es pecador, sin excepción, y si va a ser justificado<br />
y salvo, necesita fe en Jesucristo —sea implícita o explícita— pero después de<br />
la encarnación de Jesucristo, la fe explícita, aunque no absolutamente<br />
necesaria, es mucho mejor. Sin la fe justificadora en Jesucristo, podemos decir<br />
con san Pablo que, ciertamente entre <strong>los</strong> ma<strong>los</strong>, pero también entre <strong>los</strong> buenos,<br />
“su boca está llena de maldición y de amargura” (3, 14) —son la maldición y<br />
amargura que llenan su corazón y vienen a expresión en sus palabras<br />
equivocadas y mundanas; y <strong>los</strong> que <strong>los</strong> escuchan serán dañados por oír sus<br />
palabras que originan en un corazón de oscuridad, error, y confusión.<br />
“Sus pies se apresuran para derramar sangre” (Rom 3, 15). De un modo u otro,<br />
todo hombre antes de ser justificado por Cristo hace así. No es que todos matan<br />
a otros físicamente, pero sí, todos hieren a otras personas con sus palabras,<br />
acciones, y gestos; y muchas veces hacen esto sin motivo ni razón alguna. Con<br />
frecuencia, uno sólo imagina que <strong>los</strong> demás están haciendo cosas malas, pero<br />
en realidad no han hecho nada malo; pero después de imaginar algo así,<br />
entonces uno puede criticar a estas personas, diciendo muchas cosas sobre<br />
90
ellas que son completamente falsas, e hiriéndolas así sin causa, e injustamente.<br />
Parece que todos han sido culpables de esto en un tiempo u otro, y por eso en<br />
pecado y necesidad de redención. Hay aun cristianos justificados que todavía<br />
no han vencido completamente esta falta. Esto muestra que todavía necesitan<br />
más conversión, más purificación, más crecimiento en la gracia y en las virtudes.<br />
Pueden ser justificados por Cristo, pero el proceso de la santificación es larga, y<br />
dura mucho tiempo.<br />
“Quebranto y desventura hay en sus caminos” (Rom 3, 16; Is 59,7). Sus vidas<br />
no son felices. Son llenas de ruina y miseria. Aun <strong>los</strong> que parecen<br />
exteriormente prósperos y felices en realidad no lo son. El corazón del hombre<br />
fue hecho para Dios, y viviendo en la ignorancia de Dios y no haciéndole caso<br />
en su forma y estilo de vivir, no pueden ser felices. Si no obedecemos la ley de<br />
Dios escrito en nuestra naturaleza, ¿cómo podemos ser felices? Si no nos<br />
desapegamos de <strong>los</strong> apegos peligrosos y dañosos de este mundo, ¿cómo es<br />
posible que seamos felices? ¡No es posible! Sólo tendremos turbulencia y<br />
aflicción de espíritu, y no veremos la luz de Cristo resplandeciendo en nuestro<br />
corazón. Si tratamos de vivir ‘la dulce vida’, llena de todos <strong>los</strong> placeres que el<br />
mundo cree son normales y necesarios para ser una persona normal, feliz, y de<br />
buena salud —si tratamos de vivir así, es como una búsqueda del aire, y nos<br />
deja sintiéndonos so<strong>los</strong>, vacíos, y deprimidos, nuestra vida llena de miseria y<br />
ruina, de “quebranto y desventura” (Rom 3, 16).<br />
Necesitamos a Jesucristo para llenar y cumplir nuestra vida, para llenarla de luz<br />
y verdadera alegría. Es más que sólo el perdón de nuestros pecados que<br />
necesitamos. Necesitamos alegría profunda y verdadera en el fondo del<br />
corazón, en la hondura de nuestro ser. Necesitamos una paz celestial, no de<br />
este mundo; necesitamos ser llenados de gracia en todo su esplendor;<br />
necesitamos la inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestro corazón y la<br />
amistad y el amor de Jesucristo. Necesitamos una palabra de vida, la<br />
enseñanza de perfección, <strong>los</strong> sacramentos, especialmente el de la reconciliación<br />
(Jn 20, 23) y de la eucaristía. Necesitamos <strong>los</strong> misterios de Cristo,<br />
especialmente el de su cruz vivificadora, y de su resurrección iluminadora y<br />
transformadora. Necesitamos las virtudes sobrenaturales e infusas de la fe, la<br />
esperanza, y la caridad, para poder creer en Cristo, esperar su venida gloriosa, y<br />
experimentar su amor que nos llena de luz. ¡Qué diferencia hay entre un<br />
hombre sin Cristo, o antes de Cristo, y un hombre de fe, que vive una vida nueva<br />
de gracia en Cristo!<br />
Todo hombre, tanto el judío como el pagano, tanto el bueno como el malo,<br />
necesita Cristo. Olvida por ahora <strong>los</strong> que vivían antes de la encarnación. Ahora<br />
es el tiempo del cumplimiento, y Cristo es disponible con toda su belleza para<br />
todo aquel que cree en él; y no hay nadie, bueno o malo, que no lo necesita.<br />
“Y no conocieron camino de paz” (Rom 3, 17). El hombre sin Cristo no conoce<br />
la paz de Dios, la paz celestial, como <strong>los</strong> que le conocen. Es como vivir en dos<br />
91
mundos diferentes: el mundo de este mundo; y el mundo redimido, renacido de<br />
arriba, del reino de Dios, de <strong>los</strong> hijos de Dios, de <strong>los</strong> hijos de la luz. Nadie puede<br />
vivir en este nuevo mundo del reino de Dios sin conocer a Jesucristo<br />
explícitamente. En comparación con la vida en Cristo, <strong>los</strong> sin Cristo viven sin<br />
paz. No conocen el camino de la paz.<br />
Todo hombre que va por su propio camino en contra del camino de Dios no<br />
conoce la paz. <strong>La</strong> paz que él busca, siempre le elude. Esto es porque la paz<br />
siempre se encuentra en el camino de Dios, no en nuestros propios caminos que<br />
son contra la voluntad de Dios.<br />
“No hay temor de Dios delante de sus ojos” (Rom 3, 18). El que teme al Señor<br />
es el hombre obediente, el hombre en Cristo, renacido como hijo de Dios, hijo de<br />
la luz, que vive con Dios en la luz y evita el pecado. Querría morir antes de<br />
cometer un solo pecado venial a sabiendas, porque sabe que este pecado<br />
ofende a Dios, a quien él ama con todo su corazón. Tiene un gran temor de<br />
todo pecado también porque sabe que aun pecados veniales oscurecen el<br />
esplendor de Dios en su alma, y el cristiano purificado vive para esta luz, que es<br />
el resplandor de la gracia y también es el resultado de la inhabitación de Cristo y<br />
de la Trinidad en su corazón. Él tiene gran temor de Dios, es decir, gran respeto<br />
para él, y mucho temor de caer fuera del encanto de su amor por cometer<br />
pecado, aun un solo pecado venial, aun una imperfección.<br />
Pero el hombre sin Cristo no tiene este temor porque no conoce esta luz de la<br />
gracia y esta presencia de Dios en su corazón. No teme el pecado, porque no<br />
conoce a Dios; y no conociéndolo, no tiene temor de ofenderlo ni de perder su<br />
amor, que no conoce. Esto incluye tanto a <strong>los</strong> judíos como a <strong>los</strong> gentiles. Si no<br />
conocen a Cristo, si no son justificados por la fe en él, “No hay temor de Dios<br />
delante de sus ojos” (Rom 3, 18).<br />
El hombre que no teme a Dios, no teme ofenderlo, no teme desobedecerlo. Si<br />
es un cristiano, su fe es muerta. Vive en confusión de mente y turbulencia de<br />
espíritu. Cree que las cosas malas son buenas, y las buenas, malas. Inventa su<br />
propia moralidad; y desprecia la de Dios.<br />
Pero había muchos judíos que temían al Señor. El temor del Señor fue una de<br />
las virtudes más importantes del Antiguo Testamento, como vemos cuando<br />
rezamos <strong>los</strong> salmos, como por ejemplo Sal 84, 9: “Ciertamente cercana está su<br />
salvación a <strong>los</strong> que le temen, para que habite la gloria en nuestra tierra”. Y “El<br />
principio de la sabiduría es el temor del Señor” (Sal 110, 10). Por eso, si sólo <strong>los</strong><br />
que son justificados por la fe en Jesucristo tienen el temor del Señor, y si sin<br />
esta fe, nadie tiene temor del Señor, hay que concluir que muchos de <strong>los</strong> judíos<br />
sí, tenían fe en Cristo y fueron justificados por su fe en él. Es decir, tenían una<br />
fe implícita en él antes de la encarnación, y lo han visto, como Abraham lo vio,<br />
como afirma Jesús: “Abraham vuestro padre se gozó de que había visto mi día;<br />
92
y lo vio, y se gozó… En verdad, en verdad os digo: Antes que Abraham fuese,<br />
yo soy” (Jn 8, 56.58).<br />
Pero san Pablo dice que en esto todos son iguales, tanto judíos como gentiles,<br />
es decir: que sin Cristo “no hay temor de Dios delante de sus ojos” (Rom 3, 18).<br />
Por eso si había judíos que temían a Dios por tener la fe implícita en Cristo y<br />
fueron así justificados de antemano de algún modo por la fe en él, entonces<br />
debía haber habido también gentiles que conocían a Cristo de manera implícita<br />
antes de la encarnación, como Abraham “lo vio, y se gozó”. Esto es porque<br />
Jesucristo existía desde siempre, como afirmaba Jesús: “Antes que Abraham<br />
fuese, yo soy” (Jn 8, 58).<br />
Debemos concluir, entonces, que había tanto gentiles como judíos, antes de que<br />
Jesús naciera de la Virgen María, quienes lo vieron, conocieron, y creyeron en<br />
él; y fueron así justificados por su fe. San Pablo mismo nos dice que Abraham<br />
fue justificado por su fe: “creyó Abraham a Dios, y le fue contado por<br />
justicia…por lo cual también su fe le fue contada por justicia” (Rom 4, 3.22).<br />
Si Dios pudo justificar por la fe a <strong>los</strong> judíos que vivían antes del nacimiento en la<br />
tierra de Jesucristo, ¿por qué no puede también justificar a <strong>los</strong> gentiles del<br />
mismo modo? Si todo hombre sin Cristo es perdido en su maldad, entonces<br />
todo hombre —sea judío o pagano— con Cristo es justificado por su fe, y salvo.<br />
<strong>La</strong> conclusión es que todo hombre sin Cristo es perdido, y todo hombre con<br />
Cristo es justificado y salvo; y esto es la verdad, tanto para <strong>los</strong> gentiles como<br />
para <strong>los</strong> judíos. Dios no es un Dios sólo de <strong>los</strong> judíos. Es Dios de todos, de <strong>los</strong><br />
gentiles tanto como de <strong>los</strong> judíos, y quiere la salvación de todos.<br />
Si puede justificar a <strong>los</strong> judíos antes de la encarnación, ¿por qué no puede<br />
también justificar a <strong>los</strong> gentiles por su fe implícita en Cristo antes de su<br />
encarnación? En esto no hay diferencia alguna entre judío y gentil. Todos han<br />
pecado, y nadie puede justificarse por sus obras. Sólo la fe en Cristo puede<br />
salvar al hombre, sea él judío o gentil, sea que él vivía antes o después de la<br />
encarnación. Es igual. No hay salvación en ningún otro. <strong>La</strong> justificación y la<br />
salvación vienen a todos igualmente sólo por Jesucristo, y sólo por la fe en él,<br />
sea esta fe implícita o explícita, porque “en ningún otro hay salvación; porque no<br />
hay otro nombre bajo el cielo, dado a <strong>los</strong> hombres, en que podamos ser salvos”<br />
(Hch 4, 12).<br />
Pero después de la encarnación, la fe explícita es mucho mejor, y lleva más<br />
bendiciones, porque por la fe explícita conocemos a Jesucristo personalmente, y<br />
tenemos una relación conciente de amor con él, y participamos concientemente<br />
en la vida, amor, e interrelación de las tres Personas de la Santísima Trinidad;<br />
somos hechos hijos de Dios en el único Hijo, e hijos de la luz. Tenemos las<br />
enseñanzas de Cristo y el ejemplo de su vida. Participamos en sus misterios,<br />
sobre todo por medio de <strong>los</strong> sacramentos y por el año litúrgico. Tenemos el<br />
Espíritu Santo regocijándonos por dentro, y la inhabitación especial de la<br />
93
Santísima Trinidad en nuestro corazón, que es algo mucho más que su<br />
presencia general en todas las cosas. Podemos recibir a Cristo en su<br />
humanidad sacramentada, que nos une con su divinidad. Pertenecemos<br />
también visiblemente a la Iglesia, y tenemos todo su apoyo, <strong>los</strong> ejemp<strong>los</strong> de <strong>los</strong><br />
santos, y la inspiración e instrucción de sus escritos. Morimos a sabiendas con<br />
Cristo a nuestra vida pasada de pecado y resucitamos con él iluminados por su<br />
resurrección en el bautismo. El sacramento de la reconciliación (Jn 20, 23) nos<br />
perdona inmediatamente de nuestros pecados e imperfecciones y nos da mucho<br />
alivio, paz, y alegría espiritual. Es una vida con Dios, una vida con Cristo, llena<br />
del Espíritu Santo, una vida de fe, alegre esperanza, y amor divino. Es una vida<br />
en la luz, una vida que resplandece con la presencia, amor, y gracia de Dios en<br />
nuestros corazones. Así son las ventajas de una fe explícita en Jesucristo.<br />
“Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a <strong>los</strong> que están bajo la ley,<br />
para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios; ya<br />
que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él;<br />
porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Rom 3, 19-20). El<br />
punto de san Pablo aquí es que el judío no debe pensar que él es justificado<br />
porque tiene la ley, y que por ello no necesita la fe en Cristo. Los judíos<br />
reconocían la culpabilidad de <strong>los</strong> gentiles, pero no reconocían su propia<br />
culpabilidad, pensando que iban a ser salvos sólo porque, diferentes de <strong>los</strong><br />
gentiles, el<strong>los</strong> tienen la ley. Por eso san Pablo cita la ley (es decir, el Antiguo<br />
Testamento), probando por la ley que el<strong>los</strong> también no se han justificado delante<br />
de Dios. Aunque tienen la ley, no la han seguido perfectamente, y por eso no<br />
hay justificación por la ley: “ya que por las obras de la ley ningún ser humano<br />
será justificado delante de él” (Rom 3, 20). <strong>La</strong> función de la ley es hacer que el<br />
hombre se sienta culpable, al conocer lo bueno y al saber que él no lo haya<br />
logrado, como afirma san Pablo aquí: “Por medio de la ley es el conocimiento del<br />
pecado” (Rom 3, 20).<br />
Debemos enfocarnos bien aquí, porque comenzando con Rom 3, 21 hasta Rom<br />
3, 31, san Pablo va a presentar su doctrina positivamente, y estos versícu<strong>los</strong><br />
(Rom 3, 21-31) constituyen la sección más importante de esta carta. Ahora bien,<br />
todos <strong>los</strong> judíos están de acuerdo que <strong>los</strong> gentiles son hundidos en pecado.<br />
Pero san Pablo espera que él haya convencido a <strong>los</strong> judíos que el<strong>los</strong> también<br />
están llenos de pecado, y aunque tienen la ley, no son justificados por ello,<br />
puesto que tienen tantos pecados. <strong>La</strong> conclusión es que todo hombre necesita<br />
algo nuevo, que san Pablo va a explicar positivamente ahora. Necesitan el<br />
evangelio, Cristo, y la fe en él. Toda la carta hasta este punto ha sido una<br />
preparación para esta doctrina positiva de Cristo. Esta preparación debe haber<br />
convencido a <strong>los</strong> lectores que el pecado ha destruido a todos, y por eso todos<br />
necesitan un Salvador, necesitan oír su mensaje de salvación.<br />
Aun <strong>los</strong> que tienen sólo una fe implícita necesitan mucho más. Necesitan oír la<br />
predicación de la salvación en Cristo, arrepentirse, creer, ser bautizados, y<br />
comenzar una vida nueva, muertos con Cristo en su muerte a su pasado y a su<br />
94
pecado, y resucitados con Cristo en su resurrección, iluminados y divinizados,<br />
viviendo en él una vida verdaderamente nueva, una vida de gracia, una vida en<br />
la luz. Todos tienen que dejar una vez para siempre el pecado, y vivir desde<br />
ahora en adelante la nueva vida en Cristo. Todo lo que tenían antes era<br />
insuficiente. Dios quiere que ahora todos crean en la predicación del evangelio y<br />
sean bautizados para ser llenos del Espíritu Santo. San Pablo dice: “Mas la<br />
Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en<br />
Jesucristo fuese dada a <strong>los</strong> creyentes” (Gal 3, 22). Por eso san Pablo tuvo un<br />
gran deseo de predicar a Cristo a todos, tanto a <strong>los</strong> gentiles, como a <strong>los</strong> judíos.<br />
No quiso dejar<strong>los</strong> sólo con una fe implícita en su situación de ignorancia del gran<br />
acto de salvación de Dios en Jesucristo.<br />
Convencidos, pues, de que son pecadores, todos pueden venir ahora a la luz, y<br />
ser perdonados, renovados, e iluminados por la predicación del evangelio sobre<br />
la encarnación, muerte en cruz, y resurrección de Jesús de Nazaret, el Hijo<br />
único de Dios, nacido ahora en la tierra para todos, porque no hay nadie que no<br />
lo necesita. Y el Hijo de Dios se encaró sólo una vez en sólo un país; no en<br />
muchos países ni muchas veces. Por eso él es para todos, para personas de<br />
toda religión, cultura, y nación. Y a todos se debe dar la oportunidad de pasar<br />
de su estado de ignorancia y de su fe implícita —si la tienen— a la plena luz de<br />
la revelación de Dios a <strong>los</strong> hombres en su único Hijo Jesucristo, y venir a tener<br />
una fe explícita en él.<br />
<strong>La</strong> escritura abre la puerta para Cristo cuando dice: “Y no entres en juicio con tu<br />
siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano” (Sal 142, 2).<br />
Sólo la fe nos salvará. Si han tenido un poco de fe o solamente una fe implícita,<br />
que no queden satisfechos con esto. Hay mucho más. Ahora el Hijo divino de<br />
Dios se ha encarnado para llevar a todos el cumplimiento de la salvación de<br />
Dios. ¡Que nadie piense que su fe implícita le basta! Ahora una nueva era<br />
comienza. Dios se encarnó en la tierra para cumplir y hacer nuevas todas las<br />
cosas (Apc 21, 5). Él vino para que todo hombre renaciera de arriba (Jn 3, 3)<br />
para ser una nueva criatura (2 Cor 5, 17), para vestirse de Jesucristo (Gal 3, 27;<br />
Rom 13, 14) en el bautismo, para revestirse del hombre nuevo (Ef 4, 24), y<br />
despojarse del hombre viejo (Ef 4, 22), del antiguo Adán, para que sea una<br />
nueva creación en Jesucristo por medio de su fe en el evangelio y su bautismo.<br />
San Pablo quiere que, al fin, todos admitan que han faltado ante Dios, como dijo<br />
Job: “¿Y cómo se justificará el hombre con Dios?” (Job 9, 2). Sin su misericordia<br />
y perdón, nadie puede estar en pie delante de él. Es imposible. Por eso que<br />
vengan todos ahora a esta gran efusión mesiánica de la misericordia y del<br />
perdón y salvación de Dios por medio de la encarnación, muerte, y resurrección<br />
de su único Hijo. “Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener<br />
misericordia de todos” (Rom 11, 32). <strong>La</strong> grandeza e importancia de la salvación,<br />
anunciada ahora por la predicación del evangelio, sólo pueden ser<br />
adecuadamente apreciadas desde el contexto de la universalidad del pecado en<br />
el mundo, que afecta a todos. Esta fue la función de esta carta hasta este punto.<br />
95
Todo hombre es llamado ahora por el evangelio a salir de su desobediencia, y<br />
entrar en la misericordia de Dios, que ha llegado a su cumplimiento en la<br />
encarnación, muerte en cruz, y resurrección de Jesucristo. Por eso todos deben<br />
ahora creer en este evangelio y ser hechas nuevas criaturas, viviendo desde<br />
ahora en adelante una vida nueva en él, en la luz. “¡Oh profundidad de las<br />
riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus<br />
juicios, e inescrutables sus caminos!” (Rom 11, 33). Así se extasía san Pablo<br />
sobre el plan de Dios, de enviarnos a su propio y único Hijo en nuestra carne,<br />
para que pudiéramos ser renovados en él, por la fe, y empezar una vida nueva<br />
basada en el evangelio.<br />
Todo esto es un paso infinitamente más elevado que el de la ley. Es el paso de<br />
la fe. “Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la<br />
ley” (Rom 3, 28). <strong>La</strong> justificación es el primer paso, dado gratuitamente por Dios<br />
por medio de Jesucristo, en que tenemos que crecer al santificarnos por<br />
nuestras buenas obras. Este misterio de la justificación por la fe fue anunciado<br />
aun a Abraham, como nota san Pablo: “Y la Escritura, previendo que Dios había<br />
de justificar por la fe a <strong>los</strong> gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham,<br />
diciendo: En ti serán benditas todas las naciones” (Gal 3, 8). ¿Cómo serán<br />
benditas todas las naciones en Abraham, sino por medio de su fe en Jesús, el<br />
descendiente de Abraham? Todas las naciones del mundo son llamadas a ser<br />
benditas en Abraham al creer el evangelio sobre Jesús de Nazaret, y ser<br />
bautizadas. Este descendiente de Abraham es para todos, tanto griegos como<br />
judíos. Nadie es excluido. Todos lo necesitan.<br />
Este es el camino de la paz. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para<br />
con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5, 1). ¿Quién no quiere<br />
paz, paz con Dios, quien es la luz brillando en nuestro corazón? Obtendremos<br />
esta paz por la fe en Jesucristo, por el bautismo, por <strong>los</strong> otros sacramentos, y<br />
por medio de una escucha de su palabra que alimenta el espíritu. Su palabra es<br />
la alimentación del alma. Escuchamos esta palabra en el evangelio. Este<br />
mensaje de paz es una buena noticia para <strong>los</strong> pecadores, porque “al que no<br />
obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”<br />
(Rom 4, 5). ¿Quién conoce la grandeza de esta paz, de este don de perdón<br />
más que el hombre hundido en pecado? Jesucristo, por fe en él, lo eleva desde<br />
el pozo del pecado y lo pone en <strong>los</strong> lugares celestiales (Ef 2, 6), perdonado y<br />
renovado por la gracia salvadora que dimana de la cruz. Por la fe, y sobre todo<br />
por el sacramento de la reconciliación (Jn 20, 23), esta misericordia es<br />
administrada al pecador, y así él puede sepultar su viejo hombre de pecado, y<br />
resucitar un hombre nuevo, iluminado por Cristo.<br />
Nosotros no podemos hacer esto por nuestros esfuerzos y obras. Entramos en<br />
esta luz por la fe. Por la fe recibimos la gracia que nos hace nuevos, “Porque<br />
por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de<br />
Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8-9).<br />
96
<strong>La</strong> virtud y la bondad de un hombre bueno, pero sin Cristo, no puede<br />
compararse con esto; y san Pablo, que era muy justo según la ley, dejó todo<br />
esto para ser justificado por la fe en Jesucristo. Dice de sí mismo que fue<br />
“circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo<br />
de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto a celo, perseguidor de la<br />
iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible” (Fil 3, 5-6). Pero él<br />
sabe que todo esto es nada en comparación con la justicia de Dios que viene de<br />
la fe en Jesucristo. Dice que ahora que conoce a Cristo, sólo quiere “ser hallado<br />
en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de<br />
Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin de conocerle, y el poder de su<br />
resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante<br />
a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre <strong>los</strong><br />
muertos” (Fil 3, 9-11). Esta es una experiencia de Cristo, de vivir sus misterios,<br />
en intimidad personal con él, resucitado con él, crucificado con él, identificado<br />
con él, unido a él personalmente, espiritualmente, místicamente. Es<br />
completamente diferente de la autojustificación.<br />
“…por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él;<br />
porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Rom 3, 20). <strong>La</strong> ley,<br />
según san Pablo, tiene varias funciones. Debería haber educado, guiado, y<br />
preparado al pueblo de Dios para su Mesías, mostrándole el camino de la virtud<br />
y la voluntad de Dios. Así, cumpliendo su voluntad, revelada a el<strong>los</strong> por la ley,<br />
pudieran haberse santificado. Pero porque nadie ha podido seguirla<br />
perfectamente, de hecho nadie fue justificado por la ley. Por eso la ley tenía<br />
también otra función, a saber: hacer a <strong>los</strong> judíos conscientes de su pecado, de<br />
su estado de pecado. Sin la ley, no habrían sido tan conscientes de cuánto les<br />
faltaba para ser justos y justificados. Por eso, como dice san Pablo en este<br />
versículo, “por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Rom 3, 20).<br />
¿Y qué pasa, conociendo así mejor el pecado? Nos viene un sentido de<br />
culpabilidad delante de Dios. Viene la humildad, y, más importante aún, viene el<br />
anhelo para la venida de un Salvador, el Mesías, que nos libraría de nuestro<br />
pecado, y nos daría, al fin, la justicia que buscábamos sin lograrla por la ley. Es,<br />
entonces, él que nos hará justos, puros, y santos delante de Dios, algo que<br />
anhelábamos, pero no logramos.<br />
Los judíos conocían bien por su experiencia que “Ciertamente no hay hombre<br />
justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque” (Cohelet 7, 20). Es entonces<br />
el evangelio que, al fin, anuncia y proclama gozosamente que ahora, en la<br />
plenitud del tiempo, hay un nuevo camino para lograr lo que bajo la ley no se<br />
logró, es decir: la posibilidad de ser justos por medio de la fe. Había vislumbres<br />
de esto antes, pero ahora es revelado claramente y en toda su riqueza y belleza.<br />
Es una nueva alianza con Dios, cumpliendo y llevando a la perfección la antigua<br />
alianza. Es la nueva alianza de Dios con <strong>los</strong> hombres, profetizada por Ezequiel<br />
y Jeremías.<br />
97
Al hacernos conscientes de nuestro pecado, la ley tiene un papel importante,<br />
impulsándonos con gran deseo hacia las manos del Salvador. Sin la ley, no<br />
habríamos tenido un sentido tan grande de nuestra culpabilidad, necesidad, y<br />
debilidad; y así la ley nos preparó para Cristo, para recibir su salvación con<br />
alegría.<br />
San Pablo dice: “Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco<br />
conocí la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás” (Rom 7, 7). <strong>La</strong> ley nos revela<br />
nuestra verdadera condición delante de Dios. Al conocer mejor su voluntad, hay<br />
así más ocasiones de caer en pecado, porque si no sabemos que algo es<br />
pecado, entonces no es pecado para nosotros, o no juzgado tan estrictamente<br />
por Dios. Por eso un judío es más conciente que un pagano de que él mismo es<br />
pecador. <strong>La</strong> ley le ayuda a sentirse pecador. Así él apreciaría más a su<br />
Salvador.<br />
<strong>La</strong> ley planta en su corazón el deseo de ser justo, pero la misma ley no le da el<br />
poder para hacerse justo. Sólo le da el ideal pero sin el poder para realizarlo.<br />
Este ideal no realizado debe dirigirle al Mesías, y hacerle dispuesto para<br />
aceptarlo. El Salvador viene para salvarnos de una mala situación. <strong>La</strong> ley nos<br />
hace más conscientes de esta situación, haciéndonos así más ansiosos a ser<br />
rescatados de ella. Así la ley nos prepara para Cristo; y una vez llegado éste, la<br />
ley debe ser reemplazada por él. Él es el cumplimiento de la ley y el fin de la<br />
ley, “porque el fin de la ley es Cristo…” (Rom 10, 4).<br />
LA JUSTICIA ES POR MEDIO DE LA FE 3, 21-31<br />
Esta es la sección —y sobre todo <strong>los</strong> versícu<strong>los</strong> 21 hasta 26— más importante<br />
de toda la <strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> <strong>Romanos</strong>. Aquí san Pablo presenta de una manera<br />
positiva su doctrina sobre la justificación por la fe, y no por la ley.<br />
“Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada<br />
por la ley y por <strong>los</strong> profetas” (Rom 3, 21). Ahora un nuevo tiempo ha<br />
comenzado, una nueva época de la historia de la salvación, el acto culminante<br />
de Dios a favor de la salvación del hombre. Esta justicia, sobre la cual san<br />
Pablo ha hablado mucho y que ha dicho que nadie ha podido lograrla por sus<br />
propios esfuerzos y méritos, aunque <strong>los</strong> judíos, teniendo la ley, trataban de<br />
hacer esto —esta justicia, dice él aquí, ahora ha sido manifestada en el mundo<br />
como algo que todo hombre, tanto <strong>los</strong> paganos como <strong>los</strong> judíos, ya puede<br />
conseguir, no por sus propias obras según la ley, sino de un modo nuevo, por un<br />
acto de compromiso personal y total de todo su ser al único Hijo de Dios<br />
recientemente hecho hombre—. <strong>La</strong> claridad y plenitud de esta revelación es<br />
algo nuevo en el mundo y en la historia de la salvación, aunque había<br />
98
vislumbres de él en el Antiguo Testamento, es decir: esta justicia fue “testificada<br />
por la ley y por <strong>los</strong> profetas” (Rom 3, 21).<br />
<strong>La</strong> claridad de esta revelación ahora es infinitamente más grande que las<br />
vislumbres de la misericordia y perdón de Dios en el Antiguo Testamento.<br />
Aunque antes había un presentimiento de que Dios pueda perdonar y santificar<br />
a <strong>los</strong> hombres, <strong>los</strong> cuales en sí no eran dignos delante de Dios, aun así todo<br />
esto fue muy oscuro y sin un sentido de seguridad. Aun de parte de Dios, su<br />
perdón de <strong>los</strong> pecados en el Antiguo Testamento y entre <strong>los</strong> paganos fue algo<br />
que él hizo en su paciencia con miras al futuro, cuando él mismo iba a expiar<strong>los</strong><br />
adecuadamente (Rom 3, 25-26). Es decir, la justicia de Dios, en el sentido de<br />
que él es justo, no apareció claramente en el Antiguo Testamento, porque no fue<br />
claro cómo él pudo perdonar pecados sin que hubiera una propia expiación por<br />
el<strong>los</strong>. Ahora, pues, ha venido este acto de propiciación y expiación adecuadas<br />
que Dios estaba esperando a hacer en el futuro. Ahora es hecho. Y <strong>los</strong><br />
pecados son ahora finalmente propiciados y definitivamente expiados de una<br />
manera adecuada y definitiva; y Dios revela esto ahora a <strong>los</strong> hombres por el<br />
evangelio de su único Hijo Jesucristo.<br />
Ahora, si uno tiene fe en este Hijo de Dios, hecho hombre, cuya muerte en la<br />
cruz fue el sacrificio adecuado que propició al Padre y expió todo pecado<br />
comenzando con el pecado original, y si uno entra en las aguas del bautismo, él<br />
será completamente y justamente perdonado de todos sus pecados, y hecho<br />
justo ante Dios. También este sacrificio deshace la maldición del pecado<br />
original, a saber: él restaura la intimidad con Dios, la vida de gracia, y las<br />
virtudes infusas y sobrenaturales junto con <strong>los</strong> dones del Espíritu Santo, y la<br />
inhabitación de la Santísima Trinidad en el corazón. Este sacrificio vence a la<br />
muerte al abrir las puertas del paraíso para que todos <strong>los</strong> justos puedan entrar<br />
allí después de la muerte. Es decir: este sacrificio nos da la vida divina con Dios<br />
ahora, y la vida eterna con él en el cielo junto con la visión beatifica después de<br />
la muerte.<br />
Con la encarnación de Jesucristo y su muerte en cruz y resurrección, todo esto<br />
es seguro ahora, y nosotros no tenemos que andar más en la inseguridad y en<br />
dudas respecto a nuestro estado de haber sido completamente perdonados. No<br />
tendremos más dudas de que somos ahora justos, totalmente justificados ante<br />
Dios, y realmente cambiados y transformados, con la gracia resplandeciendo en<br />
nuestro corazón y mente, y con la presencia de Dios en nosotros.<br />
Sólo tenemos que hacer este acto de fe que incluye el arrepentimiento y la<br />
conversión completa de nuestra vida. Entonces comenzamos a vivir una vida<br />
nueva, lavada, resucitada, limpia, pura, y resplandeciente. Caminamos ahora en<br />
fe, en una vida nueva, una vida transformada e iluminada por la resurrección de<br />
Jesucristo de entre <strong>los</strong> muertos. Vivimos, pues, ahora una vida resucitada.<br />
Resucitamos en Cristo y con Cristo. Por eso vivimos ahora de una nueva<br />
manera; no como antes.<br />
99
Porque somos resucitados, buscamos ahora “las cosas de arriba”, y no más las<br />
de la tierra (Col 3, 1-2). No somos más de este mundo. Nuestro corazón está<br />
en el cielo donde está Cristo resucitado con su humanidad glorificada a la diestra<br />
del Padre en gloria. Vivimos en espíritu en el cielo con el amado de nuestro<br />
corazón. Aunque nuestro cuerpo está todavía en la tierra, nuestro corazón e<br />
interés están ahora donde está el objeto de nuestro amor, en el cielo con Dios.<br />
Estamos también muertos ahora con Cristo. Estamos en Cristo, y vivimos todos<br />
sus misterios. En Cristo morimos a este mundo, a esta vida, a <strong>los</strong> placeres y a<br />
la soberbia del mundo. Somos muertos en Cristo a nuestro pasado pecaminoso;<br />
y vivos, renovados, y divinizados en la gracia. Vivimos en Cristo resucitado.<br />
Estamos en Cristo, resucitados en él. Nuestra humanidad, nuestra naturaleza,<br />
nuestra esencia, nuestro ser, son asumidos en Cristo y deificados en él y por él.<br />
<strong>La</strong> gloria de Cristo resucitado emana de <strong>los</strong> que creemos en Cristo, si le damos<br />
nuestra vida, es decir, toda nuestra persona, en un acto de fe y amor, en un<br />
compromiso personal y definitivo, en una donación completa de nosotros<br />
mismos.<br />
Desde entonces en adelante somos hombres nuevos. Cristo vive en nosotros, y<br />
nosotros en Cristo. <strong>La</strong> resurrección de Cristo es nuestra resurrección. Nosotros<br />
vivimos en Cristo resucitado. Nuestra esencia está en Cristo, y ahora es<br />
resucitado en y con él. Vivimos por ello en el fulgor de su resurrección.<br />
Y cada vez que perdemos el brillo de este resplandor al caer en una<br />
imperfección o pecado, tenemos que arrepentirnos de nuevo y pedir otra vez la<br />
justificación de Cristo por la fe, y esperar hasta que él nos la da y nos sentimos<br />
otra vez completamente perdonados y restaurados en su luz admirable.<br />
De verdad, “ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios” (Rom<br />
3, 21). ¡Y qué justicia! <strong>La</strong> justicia de Dios viene a ser nuestra justicia,<br />
haciéndonos justos, cubriéndonos, renovándonos, y transformándonos en la<br />
justicia de Dios, perdonándonos todos nuestros pecados, y dándonos una vida<br />
nueva, pura, santa, perdida en Dios, muerta al mundo, y vivida en espíritu en el<br />
cielo. Y después de la muerte, entramos en la plena y gloriosa visión de Dios.<br />
Somos justificados por Dios, por su propia justicia, que nos cubre y lava. Esta<br />
justicia divina es una cualidad de Dios que él nos da, que nos deifica, nos<br />
reforma en su imagen, en la imagen del Hijo por obra del Espíritu Santo en<br />
nosotros (Rom 8, 29; 2 Cor 3, 18). Es una justicia justificante que nos justifica y<br />
nos hace resplandecer. Nosotros, que no fuimos justos, venimos a ser justos,<br />
justificados, llenos de la misma justicia de Dios, una justicia divina que nos<br />
diviniza e ilumina. Y todo esto es seguro y experimentado. Lo tenemos<br />
seguramente, sin duda alguna.<br />
Todo ahora es gratuito. Todo es don. ¿Quién pudiera darse a sí mismo este<br />
don por sus propios esfuerzos humanos? ¡Nadie! Esto no se puede comparar<br />
100
con la ley y la justicia de la ley, que fue nada más que la preparación para esto,<br />
lo cual, al fin, Dios nos dio en la plenitud del tiempo. Una vez venida esta justicia<br />
de Dios, la ley ha terminado su función de ayo y de preparación. Ahora esta es<br />
la salvación de Dios dada a <strong>los</strong> hombres, tanto a <strong>los</strong> gentiles como a <strong>los</strong> judíos,<br />
para que sean hechos hijos de Dios, hijos de la luz, justos, santos, y puros,<br />
hombres nuevos, viviendo una vida nueva en la luz, resucitados e iluminados por<br />
la resurrección de Jesucristo de entre <strong>los</strong> muertos.<br />
Somos iluminados por él, perdonados por su muerte, que propició perfectamente<br />
al Padre, y llenos de la justicia divina por su resurrección. Es Jesucristo quien<br />
hizo esto para nosotros, “el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y<br />
resucitado para nuestra justificación” (Rom 4, 25). Su muerte expió nuestros<br />
pecados ante el Padre; y su resurrección nos justificó, revistiéndonos de la<br />
justicia divina, que nos diviniza y deifica.<br />
Ahora el hombre puede ser justificado ante Dios sin obras de la ley; y después<br />
puede y debe, con la ayuda de esta nueva gracia de Cristo, crecer en una vida<br />
de virtud. Crecerá en las virtudes sobrenaturales e infusas que él recibe de<br />
Cristo en su bautismo. Dice san Pablo: “Concluimos, pues, que el hombre es<br />
justificado por fe sin las obras de la ley” (Rom 3, 28). ¡Qué revolución del<br />
pensamiento es esto! Todo el esfuerzo e hincapié de <strong>los</strong> judíos era en la<br />
observancia perfecta de la ley. Y ahora súbitamente es revelado que toda esta<br />
justicia de Dios, que <strong>los</strong> judíos buscaban sin conseguirla, es ahora dada a <strong>los</strong><br />
hombres, tanto a <strong>los</strong> gentiles como a <strong>los</strong> judíos, no por las obras de la ley, sino<br />
por un acto completo y definitivo de fe en Jesucristo, el único Hijo de Dios<br />
recientemente hecho hombre, muerto en sacrificio perfecto al Padre para<br />
nosotros en la cruz, y resucitado glorioso de entre <strong>los</strong> muertos, irradiando su<br />
esplendor sobre <strong>los</strong> que creen en él.<br />
Esta justicia, que es ahora revelada para <strong>los</strong> hombres en Jesucristo, es la<br />
salvación de Dios para con nosotros. Es un atributo de Dios que nos deifica.<br />
Nos hace resplandecientes, semejantes a Dios. Isaías dice: “Haré que se<br />
acerque mi justicia; no se alejará, y mi salvación no se detendrá. Y pondré<br />
salvación en Sion, y mi gloria en Israel” (Is 46, 13). Vemos que la justicia, la<br />
salvación, y la gloria de Dios son todos mencionadas aquí juntas en paralelo<br />
como dones divinos para Israel en el futuro, que la salvará, glorificará, y hará<br />
justa. <strong>La</strong> justicia se asemeja a la salvación. Es algo que salva, renueva, y hace<br />
uno justo. Es esta justicia de Dios que es dada ahora a <strong>los</strong> hombres en<br />
Jesucristo por la fe. Y “se ha manifestado” “aparte de la ley” (Rom 3, 21). Es<br />
manifestada en Cristo.<br />
<strong>La</strong> justicia de Dios es como ropa espléndida con que Dios nos reviste cuando<br />
creemos en su Hijo. Nos hace parecer, y ser, espléndidos con el resplandor de<br />
Dios. <strong>La</strong> justicia de Dios nos cambia realmente y nos transforma. Dice Isaías:<br />
“En gran manera me gozaré en el Señor, mi alma se alegrará en mi Dios; porque<br />
me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a<br />
101
novio me atavió, y como a novia adornada con sus joyas” (Is 61, 10). El ser<br />
vestido de vestiduras de salvación y el ser rodeado del manto de justicia es la<br />
misma cosa. Es ser cubierto de la gloria divina; es ser salvo, adornado, y<br />
embellecido de la salvación de Dios. Así nos embellece la justicia de Dios, nos<br />
adorna, nos hace resplandecer de la gloria de Dios.<br />
Es “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos <strong>los</strong> que creen<br />
en él. Porque no hay diferencia…” (Rom 3, 22). No hay diferencia “por cuanto<br />
todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom 3, 23). Todos<br />
necesitan esta justicia. Y nadie puede conseguirla por sus propios esfuerzos,<br />
por las obras de la ley. Todos han pecado, y por eso, en este tiempo de<br />
cumplimiento, todos necesitan esta salvación de Dios, este perdón que nos hace<br />
justos, justificados con la misma justicia de Dios por su gracia dada ahora a todo<br />
hombre por la fe en Jesucristo. Así destituidos de la gloria de Dios por haber<br />
pecado, somos restituidos en su gloria por la gracia, que nos es dada por la fe, y<br />
no por las obras de la ley, que hemos faltado de observar perfectamente.<br />
“El Señor ha hecho notoria su salvación; a vista de las naciones ha descubierto<br />
su justicia” (Sal 97, 2). Aquí vemos la justicia de Dios en paralelo con su<br />
salvación, es decir: son aquí dos aspectos de la misma cosa. Dios ha revelado<br />
a las naciones su justicia y su salvación. Y el salmista está hablando<br />
proféticamente: “El Señor ha hecho notoria su salvación; a vista de las naciones<br />
ha descubierto su justicia. Todos <strong>los</strong> confines de la tierra han visto la salvación<br />
de nuestro Dios” (Sal 97, 3).<br />
Esto aconteció en Cristo. Ahora, de verdad, en él, “todos <strong>los</strong> confines de la tierra<br />
han visto la salvación de nuestro Dios” (Sal 97, 3). Es manifiesta ahora. Es<br />
clara. Es segura. Cristo es nuestro camino al Padre, nuestro perdón de <strong>los</strong><br />
pecados, nuestra justificación, y nuestra santificación. Él nos transforma<br />
realmente y nos diviniza, llenándonos de su resplandor y gloria. Somos<br />
hombres nuevos en él, viviendo una vida nueva.<br />
Dios vino a la tierra para salvarnos con su justicia. Su justicia en este sentido no<br />
es su juicio o su condenación. No es una norma jurídica que no podemos<br />
alcanzar, sino es su gracia, su perdón, su gloria dada a nosotros, su<br />
misericordia, su salvación. Negativamente es el perdón de nuestros pecados; y<br />
positivamente es ser revestidos de la justicia divina. Ayudando a Israel, Dios ha<br />
hecho notoria su salvación; y al perdonarnos a nosotros, dándonos la vida divina<br />
y eterna, y haciéndonos hijos de Dios, hijos de la luz en Jesucristo, él ha<br />
descubierto a vista de las naciones su justicia.<br />
En Jesucristo <strong>los</strong> gentiles son, al fin, invitados a ser copartícipes de la justicia y<br />
salvación de Dios, y no por la observancia perfecta de la ley, que nadie ha<br />
podido hacer, sino por la gracia y misericordia de Dios, dadas ahora a nosotros<br />
en este tiempo final, por su único Hijo, y recibidas por la fe en él. Al recibir este<br />
don de la salvación y de la justicia, nosotros somos hechos justos con la misma<br />
102
justicia de Dios. Venimos a ser justos y rectos como Dios, compartiendo su<br />
rectitud, su justicia, y sus atributos.<br />
Es un intercambio místico. Nosotros fuimos pecadores. Él fue justo. Él tomó<br />
nuestra forma pecadora para darnos su forma justa. “Al que no conoció pecado,<br />
por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de<br />
Dios en él” (2 Cor 5, 21). Nosotros estamos en él. Morimos en él a nuestro<br />
pecado, y su justicia nos hace justicia o justos o justificados y por eso rectos.<br />
Nuestra naturaleza es transformada en él a ser recta y justa, porque estamos en<br />
él, nuestra naturaleza es asumida por él, y por esta unión con su Persona divina<br />
es transformada a ser justa y recta. Por el acto de fe, esta transacción es<br />
activada en nosotros, y así venimos a ser justos. Sus cualidades vienen a ser<br />
las nuestras.<br />
Nuestra naturaleza está impresa con sus cualidades porque está en él, asumida<br />
por el Verbo encarnado. Este Verbo divino diviniza nuestra naturaleza con que<br />
es unida por la unión hipostática. Así su divinidad se derrama en nuestra<br />
humanidad deificándola. Por fe, esto transcurre en nosotros. San Pablo dice:<br />
“estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría,<br />
justicia, santificación, y redención” (1 Cor 1, 30). Estamos en Cristo Jesús, y<br />
Dios puso estas cualidades en él para nosotros, para que su justicia etc. sea<br />
nuestra por medio de nuestra unión con él, por estar en él. Si estamos en él, y<br />
su Persona está en nuestra humanidad, en nuestra esencia, en nuestra<br />
naturaleza, entonces sus cualidades se derraman en nosotros, y son activadas<br />
por nuestra fe. Por eso por la fe somos hechos justos, justificados.<br />
San Pablo dice: “porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que<br />
cree” (Rom 10, 4). Es decir, la ley fue válida y en efecto hasta Cristo. Desde<br />
Cristo en adelante es el tiempo de la fe, y no más de la ley. Por eso “el fin de la<br />
ley es Cristo”. ¿Por qué? Es para que todo hombre pueda, al fin, alcanzar la<br />
justicia por la fe, porque Cristo es la “justicia a todo aquel que cree” en él (Rom<br />
10, 4). <strong>La</strong> justicia de Dios está en Cristo, en su Persona. Nosotros también<br />
estamos en Cristo. Nuestra naturaleza, nuestra humanidad, nuestra esencia,<br />
está en Jesucristo. Nuestra carne está en él, porque él se encarnó en nuestra<br />
carne. Tenemos solidaridad con su humanidad que contiene la justicia de Dios,<br />
porque su Persona divina tiene esta justicia. Su Persona divina y justa justifica y<br />
diviniza su propia humanidad primero, es decir, la humanidad de Jesús, por<br />
contacto, por ser unida con su humanidad por la unión hipostática. Porque<br />
nuestra humanidad está en su humanidad y es una cosa con su humanidad,<br />
nuestra humanidad también es justificada y divinizada por su Persona divina,<br />
pero no tanto como el cuerpo y alma mismos de Jesucristo. Esta justificación es<br />
válida para todo hombre, pero sólo <strong>los</strong> que creen en él pueden activarla para sí<br />
mismos. Por eso san Pablo dice que Cristo es “justicia a todo aquel que cree”<br />
(Rom 10, 4).<br />
103
Si estamos en Cristo, venimos a ser lo que él es, es decir, justo, sabio, y santo.<br />
Dios lo ha hecho así para nosotros, para que estas cualidades sean las nuestras<br />
por nuestra fe en él. Así dice san Pablo: “estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual<br />
nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación…” (1 Cor 1, 30).<br />
Él ha sido hecho por Dios justicia etc. para nosotros, para que, estando en él,<br />
nosotros también seamos hechos justicia. Su justicia entra en nosotros y nos<br />
hace justos, justificados por su encarnación.<br />
Cristo asumió nuestra naturaleza pecaminosa, aunque él no ha pecado. ¿Por<br />
qué? Porque así él puede usar esta humanidad común, que él comparte con<br />
nosotros, como una tierra común entre él y nosotros, uniéndonos a él para<br />
transmitir a nosotros su justicia y otras cualidades divinas. Este eslabón que<br />
tenemos con él en la carne le permite justificar y divinizar nuestra humanidad.<br />
Así él nos justifica y diviniza si sólo creemos en él. <strong>La</strong> fe activa esta transacción.<br />
El creer en él es como el abrir el grifo para permitir que se derrame hacia<br />
nosotros estos bienes que él tiene en sí mismo para nosotros. Al creer en él, se<br />
abre el grifo y el agua de la justificación se derrama en nuestra humanidad<br />
común, desde él hacia nosotros. Él es justo en sí mismo porque es Dios.<br />
Después de creer en él, nosotros también somos justos por medio de él, por<br />
nuestra fe en él. Por eso san Pablo nos dice que Cristo asumió nuestra<br />
naturaleza pecaminosa, pero sin pecar, es decir: para que nosotros pudiéramos<br />
recibir por medio de este eslabón carnal la justicia divina: “Al que no conoció<br />
pecado, por nosotros [Dios] lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos<br />
justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21).<br />
Por tanto san Pablo dice que él no quiere su propia justicia que él mismo pudiera<br />
merecer por una observancia perfecta de la ley, sino que quiere esta justicia<br />
divina que le viene por la gracia de Dios y por su obra divinizadora en nosotros<br />
por el Espíritu Santo. Esta justicia divina viene por medio de la fe en Cristo.<br />
Esta fe abre el grifo para que esta gracia y justicia puedan derramarse desde<br />
Cristo hacia nosotros. San Pablo dice que él quiere “ser hallado en él [en<br />
Cristo], no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe<br />
en Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Fil 3, 9).<br />
Esta justicia es un nuevo tipo de justicia. Nos viene de Dios como un don, dado<br />
gratuitamente, que nos ilumina con el esplendor divino, y nos hace a nosotros<br />
mismos resplandecientes. Es dada junto con la gracia divina, y nos purifica y<br />
cambia. Nos eleva hasta el nivel de Dios, dándonos la filiación divina en el único<br />
Hijo. No es lo mismo que una justicia que merecemos por nuestros propios<br />
méritos. Nos viene por un acto salvador y divinizador de Dios, que nos<br />
embellece. Nos viene junto con el gran don de la inhabitación especial y<br />
sobrenatural de la Santísima Trinidad en nosotros.<br />
Todo esto es mucho más que la justicia de la ley pudiera habernos dado, aun si<br />
existiera. Ahora que ha venido este tiempo de gracia y de la justificación por la<br />
fe en Cristo, el tiempo de buscar la justicia de la ley ha terminado. San Pablo,<br />
104
que anteriormente ha trabajado mucho para ser justo como fariseo en cuanto a<br />
la ley y a la justicia que está en la ley, y que dice que fue “irreprensible” en esto<br />
(Fil 3, 6), ahora no tiene más interés en este tipo de justicia propia, porque ahora<br />
él entiende la inferioridad de la justicia que es por la ley en comparación con la<br />
que ahora tiene en Cristo por la fe. Él quiere sólo la nueva justicia divinizadora<br />
que viene por la fe en Cristo. Él no quiere, su “propia justicia, que es por la ley,<br />
sino la que es por la fe en Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Fil 3, 9).<br />
“…siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es<br />
en Cristo Jesús…” (Rom 3, 24). Esta justificación es gratuita, no el resultado de<br />
nuestras obras, sino el resultado de su gracia y don. Esta justificación nos viene<br />
por haber sido redimidos por Jesucristo. Ser redimidos quiere decir que hemos<br />
sido comprados por Cristo, quien pagó el precio para que fuéramos librados de<br />
nuestra antigua condición de servidumbre del pecado y de la oscuridad. El<br />
mismo Jesucristo fue el precio que él mismo pagó en su sangre en la cruz para<br />
nuestra liberación del pecado. Su muerte fue la satisfacción justa por nuestros<br />
pecados. <strong>La</strong> afrenta que nuestros pecados causaban es ahora perdonada<br />
porque una justa satisfacción ha sido pagada, y por eso nosotros somos<br />
redimidos y librados del pecado justa y propiamente. Es Dios mismo que pagó<br />
el precio para nosotros.<br />
Así la Trinidad nos reconcilió con sí mismo, es decir, por el sacrificio del Hijo al<br />
Padre. El Hijo fue el precio en su sangre delante del Padre, pero fue el mismo<br />
Padre que inició este sacrificio de amor por nosotros. El Hijo también se ofreció<br />
a su Padre libremente por amor a su Padre y a nosotros. Por eso Jesucristo es<br />
con derecho nuestro Señor y dueño. Él tiene derechos sobre nosotros porque él<br />
nos compró. Él nos compró, pagando con su sangre y muerte el justo precio<br />
para nuestra liberación. Nosotros, entonces, debemos reconocerlo como<br />
nuestro Señor y dueño. Somos sus esclavos ahora, comprados por él. Él nos<br />
posee como nuestro dueño, que nos compró desde la esclavitud.<br />
Esta justificación nos da una paz celestial, como afirma san Pablo: “Justificados,<br />
pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor<br />
Jesucristo” (Rom 5, 1). Esto es una experiencia de paz con Dios por medio de<br />
Jesucristo. Es la curación real de nuestra alma. Es nuestra liberación de la<br />
oscuridad y de la depresión. Es el pecado y la resultante culpabilidad que nos<br />
entristecen. Cristo nos libró de esta oscuridad y tristeza al librarnos de su causa,<br />
que es nuestro pecado. Así nos libró de la pena de la culpabilidad. Él nos pone<br />
en el estado positivo de gracia por su muerte en la cruz. Él nos ganó la<br />
salvación y la redención por su muerte, y por la fe somos hechos nuevos y<br />
llenados de la gracia con todo su esplendor.<br />
Este esplendor de la gracia nos ilumina y libra de la oscuridad y tristeza. <strong>La</strong><br />
gracia nos da una vida nueva en Cristo resucitado, una vida radiante que nos<br />
embellece y prepara para la inhabitación especial y luminosa de la Santísima<br />
Trinidad en nosotros. Entonces la Trinidad está en nosotros, transformándonos,<br />
105
divinizándonos, y rehaciéndonos en su propio esplendor, en la imagen del Hijo<br />
por obra del Espíritu Santo.<br />
Para que la gracia —puesta en nosotros por nuestra fe en Cristo y en <strong>los</strong> méritos<br />
de su muerte— pueda resplandecer con todo su fulgor y luminosidad, nosotros<br />
tenemos que obedecer a Dios, después de ser justificados e iluminados. Cristo<br />
nos ayudará a hacer esto, es decir: a guardar su palabra, para que él pueda<br />
inhabitarnos, regocijándonos. Él nos ayudará a obedecerle al revelarnos su<br />
voluntad por medio de las inspiraciones del Espíritu Santo. Y si lo obedecemos,<br />
seremos no sólo justificados, sino también santificados, y, en nuestro debido<br />
tiempo, purificados de lo que no es Dios, para vivir completamente para él con<br />
todo el corazón. Esta purificación y santificación, una vez logradas, nos<br />
capacitan para vivir en la luz, en las cumbres iluminadas, en las alturas.<br />
Pero si no crecemos así, si quedamos más bien enamorados del mundo y de<br />
sus placeres, entonces la gracia en nosotros no podrá resplandecer como Dios<br />
quiere para con nosotros. No seremos purificados en nuestros sentidos y en las<br />
potencias de nuestro espíritu del mundo y de sus placeres; y como resultado, no<br />
caminaremos en la luz, sino más bien quedaremos en la oscuridad, porque<br />
estamos bloqueando la luz de Cristo; y no experimentaremos su paz celestial.<br />
Por eso dejamos al mundo y sus caminos falsos y engañosos y vivimos para<br />
Dios, para ser purificados del pecado y de <strong>los</strong> deleites del mundo, para poder<br />
vivir en las regiones de la luz, calentándonos en el esplendor de Dios, armando<br />
nuestra tienda en las alturas y permaneciendo allí con Cristo en amor.<br />
San Pablo nos recuerda que “en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz<br />
en el Señor; andad como hijos de luz” (Ef 5, 8), como personas rescatadas al<br />
precio de la sangre de Cristo, compradas por él, quien es ahora nuestro dueño y<br />
Señor. Fuimos lejos, pero ahora vivimos en la cercanía de Dios si le<br />
obedecemos y si nos dejamos ser purificados del mundo y de todo lo que no es<br />
Dios, para vivir sólo para él con todo nuestro corazón. Sólo así llegaremos a<br />
vivir en la luz, acampados en estas cumbres refulgentes del esplendor divino<br />
que regocijan el corazón del hombre redimido por Cristo.<br />
Recordaos, dice san Pablo, que “En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados<br />
de la ciudadanía de Israel y ajenos a <strong>los</strong> pactos de la promesa, sin esperanza y<br />
sin Dios en el mundo” (Ef 2, 12). Con la redención que tenemos en Cristo, todo<br />
esto ha cambiado. Ahora hemos sido hechos cercanos a Dios por la sangre de<br />
Cristo que nos rescató y compró de las tinieblas. Él nos ha justificado y puesto<br />
en su luz radiante donde él quiere que permaneciéramos con él, viviendo<br />
fielmente. “…permaneced en mi amor”, dijo Jesús (Jn 15, 9). Y san Pablo dijo:<br />
“Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis<br />
sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef 2, 13). Y dijo también: “en otro<br />
tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz”<br />
(Ef 5, 8).<br />
106
Cristo nos ha purificado y justificado para esto, para que seamos<br />
verdaderamente renovados e iluminados, para vivir una vida nueva, una vida<br />
resucitada y divinizada en Cristo —y aun una vida ascendida (Ef 2, 6; 1, 3)—.<br />
Todo esto es el don de Dios, pero para disfrutar de sus beneficios tenemos que<br />
cooperar con esta gracia al obedecerle y ser purificados del pecado y del<br />
mundo. Si no, no seremos colmados de luz como él quiere para con nosotros.<br />
Cristo nos dio una vida de gracia que resplandece en nuestro corazón; y él<br />
mismo resplandece en nuestros corazones (2 Cor 4, 6). Él nos dio la salvación.<br />
Todo esto lo hemos recibido gratuitamente, sólo por creer en él. Una vez<br />
recibido, somos cambiados, y, si queremos disfrutar de esta luz radiante,<br />
tenemos que vivir dignos de ella y no oscurecer el resplandor de la gracia y<br />
presencia de Dios en nosotros al no obedecerle o por no dejarnos ser<br />
purificados de todo lo que no es Dios, es decir: de <strong>los</strong> placeres innecesarios de<br />
este mundo, para vivir sólo para él. Al ser purificados así, podremos disfrutar de<br />
esta luz, que es el resultado de la justificación.<br />
De verdad, Dios “nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos<br />
hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la<br />
renovación en el Espíritu Santo…para que justificados por su gracia, viniésemos<br />
a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tito 3, 5.7).<br />
Vivimos en la misericordia de Dios. Hemos sido bañados, esclarecidos, e<br />
ilustrados por la redención que es en Jesucristo, en su sangre, quien pagó el<br />
precio para nuestra liberación de las tinieblas y de la depresión. Él nos libró de<br />
la culpabilidad y tristeza que nos traen el pecado y la imperfección, y nos puso<br />
en su luz admirable (1 Pd 2, 9), porque él mismo vive en luz inaccesible (1 Tim<br />
6, 16), y él es luz, y en él no hay ningunas tinieblas (1 Jn 1, 5). Todo esto nos<br />
vino sin haber hecho nada, sino creer en él con el don completo y total de<br />
nuestra persona y ser, y con el compromiso definitivo de vivir desde ahora en<br />
adelante única y totalmente para él que nos amó y murió y resucitó por nosotros<br />
(2 Cor 5, 15). Él es luz, y quiere que vivamos en esta luz radiante. Es por eso<br />
que él resplandeció en nuestros corazones, iluminándo<strong>los</strong> y calentándo<strong>los</strong> con<br />
conocimiento y amor (2 Cor 4, 6). Y él nos mostró el camino para permanecer<br />
en su luz, que es el camino de la cruz, el camino de hacer de nosotros mismos<br />
una ofrenda de amor a Dios.<br />
Aunque no hemos hecho nada para merecer esta gracia de la justificación,<br />
excepto creer, sin embargo para permanecer en esta gracia y resplandor<br />
tenemos que permanecer unidos a Cristo en amor. El amor, como la escritura<br />
nos enseña, es la obediencia. El que obedece la voluntad de Dios es el que lo<br />
ama: “El que tiene mis mandamientos, y <strong>los</strong> guarda, ése es el que me ama…”<br />
(Jn 14, 21). Por eso para permanecer en esta luz, tenemos que amar a Dios, y<br />
esto quiere decir: obedecer a Dios siempre, y en todo, con todo nuestro corazón.<br />
Así viviremos en su amor y creceremos cada vez más en este esplendor. Este<br />
es el sinergismo (“trabajando junto con”) necesario para la realización de nuestra<br />
divinización y santificación.<br />
107
Es siempre su voluntad que evitemos el pecado. Por eso, una vez justificados,<br />
tenemos que amarlo, que quiere decir: obedecerlo, hacer su voluntad, y evitar el<br />
pecado, y así vivir bien, haciendo obras buenas. Si hacemos así fielmente,<br />
permaneceremos en su amor y en su esplendor (Jn 15, 10) como hombres<br />
nuevos y justos, creciendo cada día más en la gracia y santificación. “Si<br />
guardareis mis mandamientos —dijo Jesús—, permaneceréis en mi amor” (Jn<br />
15, 10).<br />
Y si obedecemos bien y con mucha fidelidad en todo, él cambiará nuestras<br />
reglas, aun a veces casi cada día, exigiendo algo nuevo y más de nosotros hoy,<br />
que no nos exigió ayer; y aprendemos esto al hacer la misma cosa hoy que<br />
hicimos ayer, pero hoy recibiendo el castigo de Dios en nuestro corazón por<br />
hacer exactamente lo que hicimos ayer sin problema alguno. Así Dios nos<br />
informa que ha cambiado las reglas de nuestra vida, y ahora está exigiendo algo<br />
más de nosotros que no nos exigió ayer. Así él nos dirige en el camino de la<br />
perfección. Es doloroso recibiendo este castigo, pero así aprendemos y<br />
crecemos cada día más en la virtud y en el amor de Dios.<br />
Pero para evitar este castigo penoso, debemos resolver siempre a obedecer<br />
cada intuición interior negativa (es decir, que no debemos hacer algo), aun si no<br />
estamos seguros que viene de Dios —pero con tal que no es contra su ley—, y<br />
así evitaremos a ofenderlo por casualidad y no a sabiendas.<br />
El estado de justicia no es un estado estático, sino dinámico, es decir, es un<br />
estado en que siempre crecemos más como hombres nuevos, renovándonos<br />
cada vez más, “hasta el conocimiento pleno” (Col 3, 10), despojándonos cada<br />
día más del viejo hombre, como afirma san Pablo: “habiéndoos despojado del<br />
viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la<br />
imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno…” (Col 3,<br />
9-10).<br />
Una vez justificados, debemos ser muertos al pecado, como afirma san Pablo:<br />
“Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto<br />
vive, para Dios vive. Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero<br />
vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6, 10-11). “¿Qué, pues?<br />
¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna<br />
manera. ¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para<br />
obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para<br />
muerte, o sea de la obediencia para justicia?... libertados del pecado, vinisteis a<br />
ser siervos de la justicia… así como para iniquidad presentasteis vuestros<br />
miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para<br />
santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia” (Rom 6, 15-<br />
16.18-19).<br />
De verdad, el significado de la justificación por la fe es que desde ahora en<br />
adelante somos muertos al pecado, pero vivos para Dios, viviendo una vida<br />
108
nueva y santa, creciendo cada día más en la santidad y en la gracia, y así<br />
resplandeciendo siempre más con el esplendor de Jesucristo inhabitando en<br />
nuestro corazón. Si vivimos así, siempre rechazando al pecado, muertos al<br />
pecado y a toda imperfección, permaneceremos en la luz como Dios quiere para<br />
con nosotros.<br />
Antes de la justificación por la fe, las obras no pudieron justificarnos, pero<br />
después de la justificación por la fe en Cristo, las obras buenas de amor y<br />
nuestra obediencia a la perfecta voluntad de Dios para con nosotros son<br />
esenciales para permanecer y crecer más aún en este estado nuevo y luminoso<br />
de la gracia. Debemos ser en realidad hijos de la luz, viviendo en la luz, porque<br />
“Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Jn 1, 5). Debemos ser<br />
“muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom<br />
6, 11). Debemos ser hombres nuevos, viviendo una vida nueva en la luz,<br />
resucitados con Cristo, buscando “las cosas de arriba, donde está Cristo<br />
sentado a la diestra de Dios”, y no buscando más las cosas de abajo (Col 3, 1-<br />
2). Debemos ser una nueva creación, nuevas criaturas en Cristo, “De modo que<br />
si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí<br />
todas son hechas nuevas” (2 Cor 5, 17). En Cristo somos nacidos de nuevo,<br />
renacidos de arriba, nacidos de agua y del Espíritu Santo para vivir en el reino<br />
de Dios (Jn 3, 3.5).<br />
Debemos, entonces, estar siempre creciendo más en esta nueva vida, creciendo<br />
siempre más en la virtud, y evitando siempre más la imperfección. No es de<br />
modo alguno una vida estática esta vida nueva en Cristo, sino más bien una vida<br />
sumamente dinámica, siempre cambiando y creciendo en la gracia y luz de Dios.<br />
“…a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para<br />
manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto en su paciencia, <strong>los</strong><br />
pecados pasados” (Rom 3, 25). Este es el versículo más importante de toda la<br />
<strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> <strong>Romanos</strong>. El Padre tomó la iniciativa y puso a su Hijo encarnado,<br />
Jesús, para nosotros como propiciación. Esta palabra “propiciación” traduce la<br />
palabra griega hilasterion, que normalmente quiere decir algo o alguien que<br />
propicia o agrada a otro, para que este otro sea bien dispuesto hacia él que lo<br />
propició. También esta palabra es la palabra griega por la cubierta del arca del<br />
testimonio, sobre la cual el sumo sacerdote, una vez al año, rocía la sangre de<br />
un becerro, haciendo así propiciación para <strong>los</strong> pecados del pueblo (Lv 16, 13-<br />
16). Por eso esta cubierta del arca se llama “la propiciación”, porque Dios es<br />
propiciado sobre ella con sangre para la remisión de pecados.<br />
Ahora san Pablo nos dice que Jesús, en la plenitud del tiempo, fue puesto como<br />
“propiciación” ante el Padre en su sangre para la remisión de pecados,<br />
cumpliendo así lo que hizo el sumo sacerdote en el Antiguo Testamento. <strong>La</strong><br />
propiciación que hizo el sumo sacerdote fue el tipo que Jesús cumplió en<br />
realidad. El tipo prefiguró lo que Jesús después hizo actualmente y realmente,<br />
propiciando al Padre por su muerte sacrificial en la cruz, el perfecto acto de culto<br />
109
y la perfecta expresión de amor y donación de sí mismo. <strong>La</strong> propiciación de<br />
Jesús fue hecha en su sangre por medio de su sacrificio propiciatorio en la cruz.<br />
Fue una muerte sacrificial que propició perfectamente al Padre, y nos ganó el<br />
perdón de nuestros pecados y <strong>los</strong> de todo el mundo, incluso el pecado original<br />
de Adán y Eva en el jardín de Edén.<br />
Nosotros apropiamos <strong>los</strong> méritos y buenos efectos de este sacrificio propiciatorio<br />
por medio de nuestra fe en Jesucristo. Así somos hechos justos, limpios de todo<br />
pecado, no por nuestros méritos, sino por <strong>los</strong> méritos de la muerte sacrificial y<br />
propiciatoria de Jesucristo en la cruz. Por eso somos justificados en su sangre<br />
por medio de la fe.<br />
Esta muerte de Jesús en la cruz muestra la justicia de Dios, es decir, que él<br />
mismo es justo, porque anteriormente él sólo había pasado por alto en su<br />
paciencia <strong>los</strong> antiguos pecados sin que el<strong>los</strong> fueran verdadera y rectamente<br />
propiciados y expiados. Sólo ahora, en la muerte de Cristo, hay una verdadera<br />
satisfacción por <strong>los</strong> pecados. <strong>La</strong> propiciación del sumo sacerdote, rociando<br />
sangre sobre el propiciatorio (o “la propiciación”), del arca fue sólo un símbolo de<br />
la verdadera propiciación que Jesucristo haría ahora con su muerte propiciatoria<br />
y sacrificial en la cruz.<br />
Antes de esta propiciación, la justicia de Dios no apareció claramente cuando él<br />
perdonó pecados al pasar<strong>los</strong> por alto en su paciencia. Parece que él <strong>los</strong><br />
perdonó injustamente, sin justo castigo ni justa satisfacción. Pero en la muerte<br />
sacrificial de su Hijo, había una satisfacción justa, y así Dios manifestó su justicia<br />
en el sentido de que él mismo es verdaderamente justo al perdonar pecados.<br />
Este mismo acto de Cristo también manifestó la justicia justificante de Dios en el<br />
sentido de que él justifica al impío por <strong>los</strong> méritos de la muerte sacrificial y<br />
propiciatoria de Jesucristo en la cruz. Así pues, Dios es justo en sí en su acción<br />
de perdonar pecados, y él es justo también en el sentido de que él justifica a <strong>los</strong><br />
impíos.<br />
Así el Hijo divino agradó tanto a su Padre con esta donación total de sí mismo<br />
en amor que el Padre envió una efusión nueva y mesiánica del Espíritu Santo<br />
sobre él y sobre toda carne humana que cree en el Hijo, así perdonándo<strong>los</strong> y<br />
dándoles el don de la filiación divina. Desde aquel entonces todos <strong>los</strong> que<br />
llaman al Hijo en fe son perdonados sus pecados, justificados, hechos hijos de<br />
Dios, y llenos del Espíritu Santo, el Espíritu de la filiación divina, que clama<br />
“Abba, Padre” desde dentro de nuestros corazones (Rom 8, 15).<br />
Este sacrificio propiciatorio en la cruz muestra que Dios es justo al exigir una<br />
satisfacción justa y adecuada por todos <strong>los</strong> pecados pasados. Antes, sólo la<br />
misericordia de Dios se vio, porque él <strong>los</strong> perdonó sin exigir una satisfacción<br />
verdadera, definitiva, y adecuada, excepto <strong>los</strong> sacrificios del Antiguo<br />
Testamento, que fueron sólo tipos del verdadero y único sacrificio adecuado de<br />
Jesucristo en la cruz. Ahora, en cambio, su justicia se ve claramente en este<br />
110
sacrificio propiciatorio del unigénito Hijo de Dios, que es Dios igual en divinidad a<br />
su Padre. Es un sacrificio divino-humano de verdadero e infinito valor. ¡Ahora<br />
bien, vemos, de verdad, la justicia de Dios! ¡Pero qué misericordiosa es esta<br />
justicia! El mismo Dios —en la persona de su Hijo— hizo la satisfacción debida<br />
por nuestros pecados, y la hizo por medio de una muerte tan dolorosa y<br />
vergonzosa, por ser públicamente ejecutado por crucifixión como un malhechor<br />
condenado a la muerte. Así la Santísima Trinidad reconcilió con sí misma a la<br />
humanidad caída. Este tipo de justicia muestra “más misericordia que si Dios<br />
nos hubiese perdonado sin satisfacción” (Philippe DE LA TRINITÉ, Redención,<br />
en Ermanno ANCILLI, Diccionario de Espiritualidad; 3 tomos; Herder, Barcelona,<br />
1987; tomo 3, p. 255). Es una satisfacción y justicia misericordiosa en extremo.<br />
Dios, demostrando al mismo tiempo su justicia y su misericordia, pagó, él<br />
mismo, el precio, y sufrió, él mismo —en la persona de su Hijo— el castigo<br />
debido a nuestros pecados, y así nos perdonó justamente y<br />
misericordiosamente: justamente porque el precio fue pagado, un castigo fue<br />
sufrido por nuestros pecados; y misericordiosamente porque el mismo Dios —en<br />
su Hijo— sufrió este castigo por nosotros y en lugar de nosotros. ¡Qué<br />
misericordiosa justicia! Y ¡qué justa misericordia!<br />
Este acto de redención es algo que tiene su origen en la vida interna de la<br />
Santísima Trinidad desde toda la eternidad. Siempre, antes de la creación del<br />
mundo, el Hijo ha amado al Padre, quien amaba a su Hijo. El Hijo amaba a su<br />
Padre como un hijo ama a su padre, sometiéndose perfectamente a él en todo,<br />
en perfecta obediencia, como Jesús dijo: “yo hago siempre lo que le agrada” (Jn<br />
8, 29). Su obediencia y su sumisión perfecta le agradaban infinitamente al<br />
Padre. Dijo Jesús: “nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el<br />
Padre, así hablo” (Jn 8, 28). Agradado por la obediencia y sumisión en amor del<br />
Hijo, el Padre siempre derramaba sobre él desde toda la eternidad el Espíritu<br />
Santo, el Espíritu del amor divino. Así vivía y vive siempre la Santísima Trinidad.<br />
Esta es la vida interna de la Santísima Trinidad.<br />
En la encarnación, el Padre envió a su Hijo para continuar actuando así, excepto<br />
ahora actuaría así dentro de una naturaleza, alma, y cuerpo humanos, y lo haría<br />
por <strong>los</strong> hombres, que comparten con él esta misma naturaleza humana. <strong>La</strong> cosa<br />
nueva ahora es que el Hijo, ofreciéndose en amor y donación perfecta de sí<br />
mismo al Padre, puede hacerlo ahora en un cuerpo que puede sufrir y morir en<br />
sacrificio propiciatorio, en una muerte sacrificial, la cual la llevó a cabo en su<br />
muerte en la cruz. Como siempre, el Padre fue infinitamente agradado por esta<br />
donación de amor de su único Hijo, y más agradado aún esta vez porque esta<br />
muerte dolorosa y vergonzosa muestra tanto amor y tanta dedicación. También<br />
porque fue hecha para <strong>los</strong> hombres y por medio de su Hijo en forma del hombre,<br />
el Padre, al derramar esta vez el Espíritu Santo sobre su Hijo como siempre ha<br />
hecho en agradecimiento, lo derramaba esta vez también sobre toda carne<br />
humana que creía en su Hijo.<br />
111
Toda la humanidad está en su Hijo por su naturaleza humana común. Nuestra<br />
naturaleza y ser están en él. Por eso, derramando el Espíritu Santo sobre él, lo<br />
derrama sobre todos que estamos en él, si tan sólo se unen conscientemente a<br />
él por la fe para activarlo individualmente. Por eso por la fe en el Hijo<br />
crucificado, recibimos esta efusión mesiánica del Espíritu Santo que nos hace<br />
hijos de Dios en el único Hijo, compartiendo su mismo Espíritu, el Espíritu de la<br />
filiación divina.<br />
<strong>La</strong> muerte sacrificial y propiciatoria de Jesucristo<br />
Que la muerte de Jesucristo en la cruz fue una muerte sacrificial y propiciatoria<br />
no puede haber duda alguna si nos basamos en las escrituras. Jesús es, según<br />
el testimonio de san Juan el Bautista, “el Cordero de Dios, que quita el pecado<br />
del mundo” (Jn 1, 29). Así vemos que Jesús fue el cumplimiento del cordero<br />
pascual de <strong>los</strong> judíos, cuando Dios libró a <strong>los</strong> Israelitas de su esclavitud. Él es el<br />
verdadero cordero que, al ser sacrificado, nos libró de nuestros pecados, y nos<br />
justificó. Él fue también el cumplimiento del siervo del Señor que sufrió para<br />
quitar nuestros pecados: “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como<br />
cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores,<br />
enmudeció, y no abrió su boca” (Is 53, 7). “Mas el herido fue por nuestras<br />
rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él,<br />
y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is 53, 5). Jesucristo es el cordero de<br />
sacrificio, cuya muerte en la cruz propició al Padre por nuestros pecados y nos<br />
libró de la esclavitud del pecado.<br />
Jesús mismo dijo: “el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir,<br />
y para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45). Él da su vida en<br />
sacrificio propiciatorio a su Padre por nosotros, para el perdón de nuestros<br />
pecados, para que seamos justificados. San Pablo dice: “Cristo nos amó, y se<br />
entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef<br />
5, 2). El olor fragante de esta ofrenda agradó al Padre y ganó nuestra<br />
redención. Cristo es el nuevo cordero de pascua sacrificado por nosotros para<br />
que nosotros seamos limpios como una nueva masa sin levadura, como afirma<br />
san Pablo: “Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin<br />
levadura como sois; porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por<br />
nosotros” (1 Cor 5, 7). Cristo fue sacrificado por nosotros, para quitar nuestros<br />
pecados.<br />
<strong>La</strong>s palabras eucarísticas de Jesús indican que no sólo la muerte cruenta de<br />
Jesús en la cruz, sino también la misma eucaristía —que hace su muerte<br />
presente para nosotros— es un sacrificio ofrecido al Padre para la remisión de<br />
<strong>los</strong> pecados. Dijo: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado” (Lc 22, 19).<br />
Es dado en sacrificio al Padre por nosotros, para la remisión de nuestros<br />
pecados, para nuestra justificación por la fe. Y dijo: “esto es mi sangre del<br />
nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de <strong>los</strong> pecados” (Mt<br />
26, 28). Su sangre sacramentada y su sangre cruenta en la cruz son una sola<br />
112
cosa, y es derramada al Padre en sacrificio de amor y propiciación para ganar<br />
de él para nosotros la remisión de <strong>los</strong> pecados y la justificación por la fe. Estas<br />
palabras eucarísticas de Jesús son lenguaje claramente sacrificial.<br />
Si la muerte de Cristo en la cruz no fuera una muerte sacrificial y propiciatoria,<br />
entonces la eucaristía tampoco sería un sacrificio. Pero sabemos muy bien que<br />
la eucaristía es un sacrificio —que hace presente para nosotros el único<br />
sacrificio de la cruz—; es el sacrificio y culto del Nuevo Testamento en que nos<br />
ofrecemos al Padre con el Hijo, sacrificándose en la cruz como ofrenda fragante<br />
y aceptable a su Padre (Ef 5, 2) en el Espíritu Santo. Es nuestro culto perfecto<br />
del Nuevo Testamento, porque cada Misa nos hace presentes al único e<br />
irrepetible sacrificio del Calvario, porque es el mismo sacrificio del Calvario,<br />
ofrecido de una manera no cruenta, y así hecho presente. El sacrificio de Cristo<br />
no es repetido. Él se ofreció una sola vez para siempre (Heb 10, 10). Su único<br />
sacrificio en la cruz es más bien hecho presente para nosotros, para nuestra<br />
participación el él en la eucaristía. <strong>La</strong> eucaristía es así el único sacrificio de<br />
Cristo, ofrecido una sola vez para siempre en el Calvario, hecho ahora presente<br />
para nosotros.<br />
El Catecismo de la Iglesia Católica (1995) no deja duda alguna de que la muerte<br />
de Jesús en la cruz fue un sacrificio propiciatorio ofrecido a su Padre para la<br />
remisión de nuestros pecados; y que la eucaristía hace este mismo único<br />
sacrificio presente a nosotros para ser nuestro culto perfecto del Nuevo<br />
Testamento, para que podamos ofrecerlo junto con Cristo al Padre. Dice el<br />
Catecismo: “Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua<br />
de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para<br />
siempre en la cruz permanece siempre actual: ‘Cuantas veces se renueva en el<br />
altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se<br />
realiza la obra de nuestra redención’ (LG 3)” (#1364).<br />
Sobre el sacrificio de la cruz el Catecismo dice: “Este sacrificio de Cristo es<br />
único, da plenitud y sobrepasa a todos <strong>los</strong> sacrificios. Ante todo es un don del<br />
mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo.<br />
Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y<br />
por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar<br />
nuestra desobediencia” (#614).<br />
<strong>La</strong> eucaristía hace presente la muerte sacrificial de Jesucristo<br />
Sobre la eucaristía, dice el Catecismo: “El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la<br />
Eucaristía son, pues, un único sacrificio: ‘Es una e idéntica la víctima que se<br />
ofrece ahora por el ministerio de <strong>los</strong> sacerdotes, la que se ofreció a sí misma<br />
entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer: En este divino<br />
sacrificio que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo<br />
una vez de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de<br />
manera no cruenta’ (Trento, DS 1743)” (#1367).<br />
113
¿Qué significado tendría la eucaristía si la muerte de Jesús no fuera un sacrificio<br />
propiciatorio ofrecido al Padre en amor y donación total de sí mismo para<br />
agradarle perfectamente a favor de nosotros y ganar nuestra redención? <strong>La</strong><br />
eucaristía sería sólo una comida comunitaria en que comulgamos. Pero como<br />
es en realidad la representación del único sacrificio adecuado del Calvario, la<br />
eucaristía es también nuestro culto, nuestro sacrificio de nosotros mismos<br />
unido con el único sacrificio de Cristo de sí mismo a su Padre en amor inefable<br />
en la cruz por medio del Espíritu Santo. Y así tenemos un culto perfecto, de<br />
valor infinito, un sacrificio que podemos ofrecer al Padre con Cristo en el Espíritu<br />
Santo, el sacrificio del Nuevo Testamento.<br />
El Catecismo también dice: “<strong>La</strong> Eucaristía es, pues, un sacrificio porque<br />
representa (=hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y<br />
aplica su fruto: ‘(Cristo), nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios Padre una vez<br />
por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar<br />
para el<strong>los</strong> (<strong>los</strong> hombres) una redención eterna. Sin embargo, como su muerte<br />
no debía poner fin a su sacerdocio, en la última Cena, “la noche en que fue<br />
entregado” (1 Cor 11, 23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un<br />
sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana), donde sería<br />
representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la<br />
cruz, cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de <strong>los</strong> sig<strong>los</strong> y cuya virtud<br />
saludable se aplicaría a la redención de <strong>los</strong> pecados que cometemos cada día’<br />
(Trento, DS 1740)” (#1366).<br />
<strong>La</strong>s plegarias eucarísticas (P.E.) actuales también clarifican sin duda alguna que<br />
la eucaristía es un sacrificio, es decir, el mismo sacrificio del Calvario hecho<br />
presente sacramentalmente. Por ejemplo: “…y congregas a tu pueblo sin cesar,<br />
para que ofrezca en tu honor un sacrificio sin mancha desde donde sale el sol<br />
hasta su ocaso (P.E. III). Y “te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio<br />
vivo y santo. Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la<br />
víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad” (P.E. III). Y “Te<br />
pedimos, Padre, que esta Víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al<br />
mundo entero” (P.E. III). Y “te ofrecemos su cuerpo y su sangre, sacrificio<br />
agradable a ti y salvación para todo el mundo. Dirige tu mirada sobre esta<br />
Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia… Y ahora Señor, acuérdate de<br />
todos aquel<strong>los</strong> por quienes te ofrecemos este sacrificio” (P.E. IV).<br />
Es claro, pues, y fuera de toda duda que la eucaristía, según la fe católica, es un<br />
sacrificio, el mismo sacrificio que Jesús ofreció a su Padre en la cruz. Que su<br />
muerte en el Calvario y la eucaristía es un sacrificio, es decir, el mismo sacrificio,<br />
es la fe de la Iglesia Católica. Si la muerte de Jesús no fuera un sacrificio, la<br />
eucaristía tampoco sería un sacrificio ni un acto de culto. Pero esto es<br />
imposible, porque es claramente contra la fe católica. Por eso mantenemos que<br />
la eucaristía es un sacrificio, y que la muerte de Jesús fue un sacrificio<br />
propiciatorio.<br />
114
<strong>La</strong> muerte sacrificial de Jesucristo en las escrituras<br />
Pero volvamos ahora otra vez a las escrituras para ver en ellas cuan clara es<br />
que la muerte de Jesucristo en la cruz fue un sacrificio propiciatorio ofrecido al<br />
Padre en amor y donación total de sí mismo para la remisión, expiación, y<br />
perdón de nuestros pecados. Veremos que esta es, sin duda alguna, la fe y<br />
enseñanza de las escrituras, de la palabra de Dios.<br />
San Pablo dice que Jesús fue una “ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante”,<br />
que “se entregó a sí mismo por nosotros” (Ef 5, 2), y que “fue entregado por<br />
nuestras transgresiones” (Rom 4, 25), es decir, entregado a la muerte en<br />
sacrificio a su Padre por nuestras transgresiones. El mismo Padre inició este<br />
sacrificio. Él “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos<br />
nosotros” (Rom 8, 32).<br />
Cristo es nuestro intercesor con el Padre, como enseña san Pablo: “Cristo es el<br />
que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de<br />
Dios, el que también intercede por nosotros” (Rom 8, 34). Intercesión es<br />
propiciación. Cristo, con <strong>los</strong> méritos de su muerte sacrificial, tan agradable a su<br />
Padre, le propició, le hizo propicio, agradado, y agradable hacia nosotros. Este<br />
es el plan de la Santísima Trinidad para reconciliar al hombre con sí misma. Es<br />
la muerte de Cristo en la cruz en sumisión, obediencia, y amor perfectos que le<br />
permite interceder por nosotros.<br />
<strong>La</strong> <strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> Hebreos también dice lo mismo: “Porque no entró Cristo en el<br />
santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el mismo cielo para<br />
presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Heb 9, 24). Cristo está en el cielo<br />
ahora presentándose ante Dios por nosotros, intercediendo por nosotros.<br />
Hebreos dice que Cristo tiene “un sacerdocio inmutable” (Heb 7, 24), y por eso<br />
está “viviendo siempre para interceder por el<strong>los</strong>” (es decir: por nosotros) (Heb 7,<br />
25). Cristo es nuestro intercesor, nuestro propiciador permanente, nuestro<br />
abogado ante el Padre. San Juan dice que “si alguno hubiere pecado, abogado<br />
(parácleton, en griego) tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es<br />
la propiciación (hilasmos, en griego) por nuestros pecados” (1 Jn 2, 1-2). <strong>La</strong><br />
palabra griega que san Juan usa aquí para “propiciación” es hilasmos, una forma<br />
de la misma palabra hilasterion que san Pablo usa en Rom 3, 25.<br />
El Padre envió a su Hijo para hacer esta propiciación como hombre por <strong>los</strong><br />
hombres, esta misma sumisión que el Hijo siempre hace hacia el Padre en el<br />
seno de la Santísima Trinidad desde toda la eternidad. <strong>La</strong> Trinidad quiere que<br />
esta sumisión al Padre sea hecha ahora por la Persona del Verbo divino desde<br />
dentro de una naturaleza y cuerpo humanos como un acto de propiciación a<br />
favor de <strong>los</strong> hombres para reconciliar<strong>los</strong> con la Trinidad. Este es el plan de Dios<br />
para nuestra salvación.<br />
115
Otra vez san Juan, usando esta misma palabra griega (hilasmos), dice: “En esto<br />
consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos<br />
amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación (hilasmon, en griego) por<br />
nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). El Padre, en su amor por nosotros, inició este<br />
sacrificio propiciatorio, divino-humano.<br />
<strong>La</strong>s escrituras más claras que no dejan duda alguna sobre este asunto son<br />
numerosos pasajes de la <strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> Hebreos. Dice que Cristo entró en <strong>los</strong><br />
cie<strong>los</strong> para presentar <strong>los</strong> resultados (méritos) de su sacrificio en la cruz a su<br />
Padre, intercediendo por nosotros. Dice: Cristo entró “en el cielo mismo para<br />
presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces,<br />
como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre<br />
ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde<br />
el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de <strong>los</strong> sig<strong>los</strong>, se presentó<br />
una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el<br />
pecado… Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar <strong>los</strong> pecados de muchos”<br />
(Heb 9, 24-26.28).<br />
Cristo está ofreciéndose a sí mismo en el cielo. ¿A quién se está ofreciendo? Al<br />
Padre. ¿Por qué? “Para quitar de en medio el pecado” (Heb 9, 26). ¿Cómo?<br />
Por propiciar al Padre con <strong>los</strong> méritos de su sacrificio, que fue su muerte en la<br />
cruz. <strong>La</strong> enseñanza de las escrituras es abundantemente clara en este texto.<br />
<strong>La</strong> palabra de Dios claramente y sin ambigüedad alguna enseña aquí que la<br />
muerte de Cristo es un sacrificio expiatorio y propiciatorio ofrecido para la<br />
remisión de nuestros pecados.<br />
Dice también Hebreos que Cristo “no tiene necesidad cada día, como aquel<strong>los</strong><br />
sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y<br />
luego por <strong>los</strong> del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose<br />
a sí mismo” (Heb 7, 27). Cristo hizo un solo sacrificio que no tenía que repetir,<br />
porque fue perfecto por todo tiempo, un solo sacrificio para propiciar por todos<br />
<strong>los</strong> pecados del mundo.<br />
Hebreos habla sobre Cristo en el cielo, ofreciendo a Dios su propia sangre en<br />
sacrificio para redimir a <strong>los</strong> hombres. Dice: “Pero estando ya presente Cristo,<br />
sumo sacerdote de <strong>los</strong> bienes venideros, por el más amplio y más perfecto<br />
tabernáculo [el cielo], no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no<br />
por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró<br />
una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna<br />
redención. Porque si la sangre de <strong>los</strong> toros y de <strong>los</strong> machos cabríos, y las<br />
cenizas de la becerra rociadas a <strong>los</strong> inmundos, santifican para la purificación de<br />
la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se<br />
ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras<br />
muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Heb 9, 11-14). El autor nos presenta a<br />
Cristo como sumo sacerdote ofreciendo sacrificio en el templo del cielo, y el<br />
sacrificio que él ofrece es su propia sangre, que derramó en su muerte en la<br />
116
cruz. Él entra en el cielo ahora con esta sangre y la ofrece en sacrificio al Padre<br />
para limpiar nuestras “conciencias de obras muertas” (Heb 9, 14), y para<br />
hacernos limpios, justificados, y hechos nuevos.<br />
Podemos resumir la doctrina de Hebreos en una frase sencilla: “somos<br />
santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para<br />
siempre” (Heb 10, 10). Su cuerpo y su vida son ofrecidos al Padre para<br />
propiciarle para el perdón de nuestros pecados, y para nuestra santificación.<br />
<strong>La</strong> sangre de Cristo, ofrecida al Padre en sacrificio, nos limpia del pecado<br />
En estos textos de Hebreos vemos la importancia de la sangre de Cristo por<br />
nuestra redención. Como la sangre del pacto unió al pueblo con Dios en el<br />
Monte Sinaí (Ex 24, 8), la sangre de Cristo, ofrecida en perfecto sacrificio al<br />
Padre, en nuestro nombre, nos lava de nuestros pecados. San Pablo dice:<br />
“estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Rom 5,<br />
9).<br />
En un sentido, nosotros estamos en esta sangre, ofreciéndonos al Padre, porque<br />
estamos por nuestra naturaleza, humanidad, y esencia en la naturaleza humana<br />
de Cristo, y su sangre es sangre humana, nuestra sangre. Es nuestra carne y<br />
sangre que son animadas, personificadas, y ofrecidas por el Verbo divino; y por<br />
eso es nuestra carne y nuestra sangre que también son las beneficiarias de este<br />
sacrificio del Verbo divino. Es decir, nosotros somos <strong>los</strong> beneficiarios de este<br />
sacrificio perfecto. Es nuestra humanidad que permite al Verbo ofrecer este<br />
sacrificio de sí mismo hasta la muerte; y es la divinidad del Verbo que le da valor<br />
infinito. Es el Verbo que lo ofrece. Él ofrece a sí mismo, pero ofrece a nosotros<br />
también, y por eso nosotros somos también <strong>los</strong> beneficiarios. El beneficio es la<br />
eterna redención. Por eso podemos decir con la liturgia: “¡Aleluya! Vengan,<br />
adoremos al Señor que se hizo hostia por nosotros: en él, nuestra humanidad es<br />
víctima de salvación” (Vigilias de María Gabriela, 22 de abril).<br />
<strong>La</strong> sangre de Cristo, derramada en la cruz sigue siendo una imagen importante<br />
en el Nuevo Testamento por la redención que Cristo nos ganó por su sacrificio<br />
propiciatorio. San Pablo escribe: “En quien [Cristo] tenemos redención por su<br />
sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Ef 1, 7). Esto,<br />
dice san Pablo, es un don “según las riquezas de su gracia”, no es algo que<br />
nosotros merecemos, sino que lo recibimos con un corazón abierto y<br />
agradecido, por fe completa y viva en él. Dice también: “Pero ahora en Cristo<br />
Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos<br />
por la sangre de Cristo” (Ef 2, 13). El sacrificio de Cristo cambia nuestra postura<br />
en relación con Dios. No estamos lejos ahora, sino ya cercanos a él. Por su<br />
sangre derramada en propiciación y sacrificio por nosotros, podemos vivir ahora<br />
en la cercanía de Dios con las tres Personas divinas. Su sangre nos une con<br />
Dios, nos pone en su luz, nos limpia de nuestros pecados, y nos embriaga con<br />
su vida en la santa comunión.<br />
117
Es Dios, la Trinidad, las tres Personas juntas, que planificó que todo sería<br />
reconciliado con sí mismo por Cristo, en su sangre derramada en la cruz. Así<br />
dice san Pablo: “por cuanto agradó al Padre que en él [Cristo] habitase toda la<br />
plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están<br />
en la tierra como las que están en <strong>los</strong> cie<strong>los</strong>, haciendo la paz mediante la sangre<br />
de su cruz” (Col 1, 19-20). <strong>La</strong> iniciativa para este sacrificio fue la del Padre,<br />
viendo que este sería el mejor método para reconciliar todas las cosas consigo.<br />
Por su sangre derramada en sacrificio, Cristo reconcilió con sí mismo a <strong>los</strong><br />
hombres que creen en él.<br />
Entonces, cuando su trabajo de reconciliación habrá terminado, Cristo mismo se<br />
someterá al Padre, como siempre ha hecho, y así todo será reconciliado con el<br />
Padre, como afirma san Pablo: “Porque todas las cosas [el Padre] las sujetó<br />
debajo de sus pies [<strong>los</strong> pies de Cristo]… Pero luego que todas las cosas le<br />
estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él<br />
todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1 Cor 15, 27-28). Así vemos<br />
a Cristo glorificado en el cielo, perfectamente sometido en amor a su Padre, así<br />
agradándole infinitamente por esta postura de sumisión perfecta, como también<br />
lo hizo en su cuerpo humano por la ofrenda de sí mismo en “olor fragante” (Ef 5,<br />
2) en su muerte en la cruz en nombre de y por toda carne humana. Por eso la<br />
gran obra de Jesucristo es la obra de reconciliación: “Y todo esto proviene de<br />
Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo… Dios estaba en Cristo<br />
reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 18-19). El acto de sumisión de Cristo<br />
en la cruz reconcilió al mundo al Padre al agradarle infinitamente.<br />
San Pedro también habla de la sangre de Cristo que nos rescató, como la<br />
sangre de un cordero de sacrificio sin mancha: “sabiendo que fuisteis rescatados<br />
de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con<br />
cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo,<br />
como de un cordero sin mancha y sin contaminación…” (1 Pd 1, 18-19).<br />
Aquí Pedro usa la imagen de uno que compra a un esclavo con oro o plata y así<br />
puede librarlo. Según esta imagen, Cristo nos compró de la esclavitud del<br />
pecado, no con oro o plata, sino con su propia sangre ofrecida al Padre en<br />
sacrificio. El Padre es infinitamente agradado por este gesto de amor de su Hijo,<br />
derramando su sangre así hasta la muerte, ofreciéndose, como hombre,<br />
muriendo por amor de él, y en la donación completa de su vida a él. El resultado<br />
es que el Padre acepta este sacrificio como satisfacción completa, hecha por<br />
parte del hombre en la humanidad del Hijo; y perdona completamente todo<br />
pecado, justificándonos así, y abriendo las puertas del paraíso para nosotros<br />
después de nuestra muerte.<br />
No debemos aplicar esta imagen “de comprarnos” en todos sus detalles, como si<br />
Jesús hubiera pagado al Padre y así hubiera comprado nuestras almas del<br />
Padre, o peor aún, como si Jesús hubiera pagado al diablo para librar a nuestras<br />
almas del Hades. Es sólo una imagen que ilustra sólo un aspecto del misterio<br />
118
de la redención, a saber: al precio de su propia sangre, Cristo nos rescató de la<br />
esclavitud del pecado.<br />
San Juan también dice que la sangre de Jesús nos limpia del pecado: “pero si<br />
andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la<br />
sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Jn 1, 7). Aquí el<br />
contexto es nuestro caminar en la luz. Sólo podemos caminar en la luz si<br />
nuestra conciencia no nos condena, y sólo tendremos una conciencia<br />
completamente limpia, pura, y feliz si nuestros pecados son totalmente<br />
propiciados, expiados, y perdonados. <strong>La</strong> muerte de Cristo hace esto para<br />
nosotros, y así en adelante andaremos en la luz, iluminados.<br />
Esta es la más grande felicidad que existe en este mundo, a saber: una<br />
conciencia pura al ser perdonado, y la iluminación interior de Cristo en el<br />
corazón. Así perdonados y justificados por el sacrificio de Cristo, él resplandece<br />
en nuestros corazones con la iluminación del conocimiento y amor (2 Cor 4, 6).<br />
Esto es el resultado del sacrificio de Cristo. Él nos da la alegría de tenerle<br />
inhabitando en nuestro corazón, iluminándonos, regocijándonos, y llenándonos<br />
del amor divino, con el Espíritu Santo corriendo en nuestras entrañas como ríos<br />
de agua viva (Jn 7, 37-39), como una “fuente de agua que salte para vida<br />
eterna” (Jn 4, 14).<br />
Jesús hace por nosotros lo que nosotros no hemos podido hacer —limpiar<br />
nuestro corazón: “¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, limpio estoy<br />
de mi pecado?” (Prov 20, 9). Sólo la obra redentora de Jesucristo ha podido<br />
hacer esto para nosotros; y así es posible vivir una vida iluminada y<br />
verdaderamente luminosa y feliz si vivimos completamente en Jesucristo. Así<br />
andaremos con él en la luz, como él está en la luz.<br />
Por esto, él vino a la tierra, para que seamos hijos de la luz, siguiéndole<br />
perfectamente, haciendo su voluntad más perfecta para con nosotros en todo,<br />
porque “el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la<br />
vida” (Jn 8, 12). Si queremos andar en esta luz, una vez reconciliados con Dios<br />
por el sacrificio de Cristo y por nuestra fe, tenemos que seguirle, obedecerle<br />
(sinergismo), porque dijo: “el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que<br />
tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).<br />
Esta es una vida vivida en las cimas de la luz, con nuestros corazones llenos de<br />
su alegría, sacrificando nuestra vida con Cristo en amor en la cruz que Dios nos<br />
dio, haciéndonos así un sacrificio de alabanza, una donación de nosotros<br />
mismos en amor al Padre con el sacrificio de Cristo, llenos del Espíritu Santo.<br />
Así nuestra vida ha venido a ser una canción de alabanza al Padre con Cristo en<br />
el Espíritu Santo.<br />
Cuando damos testimonio de la verdad con nuestra vida, aunque sufrimos<br />
consecuencias humanas aparentemente negativas por nuestro testimonio, esto<br />
119
es muchas veces cuando experimentamos más aún el brillo de esta luz que<br />
viene de una conciencia pura y limpia, limpiada por la sangre de Jesucristo<br />
ofrecida en sacrificio al Padre en la cruz. Cuando somos crucificados así junto<br />
con él, vivimos y andamos de verdad en el esplendor de su luz.<br />
San Juan en el Apocalipsis usa la imagen de lavar la ropa en la sangre del<br />
cordero, que es Jesús. Los que han hecho esto son <strong>los</strong> que ahora están<br />
“delante del trono y en la presencia del Cordero [Cristo], vestidos de ropas<br />
blancas, y con palmas en las manos” (Apc 7, 9). Son el<strong>los</strong> <strong>los</strong> que han sido<br />
limpiados por la sangre de Cristo derramada en la cruz, y que han dado<br />
testimonio con sus vidas de la verdad, y han sufrido por su testimonio. Son el<strong>los</strong><br />
<strong>los</strong> que ahora están vestidos de ropas blancas con palmas en sus manos. Están<br />
recompensados ahora en la luz por su testimonio y por haber sufrido por la<br />
verdad. “Estos son <strong>los</strong> que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus<br />
ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero. Por esto están<br />
delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo” (Apc 7, 14-15).<br />
Tales son <strong>los</strong> beneficios de la sangre de Cristo derramada en sacrificio al Padre<br />
en amor, por nosotros. Ella nos lava, lava nuestros vestidos,<br />
emblanqueciéndo<strong>los</strong>, y por ello estamos permitidos estar delante del trono de<br />
Dios y servirle día y noche, empezando aquí abajo y terminando en el cielo. El<br />
lavar las vestiduras es aquí un símbolo del lavamiento de nuestras almas, el cual<br />
recibimos en Cristo, en el bautismo, en el sacramento de la reconciliación,<br />
cuando quiera que le llamemos con fe en nuestro corazón, y cuando demos<br />
testimonio de él y sufrimos por nuestro testimonio. Entonces su sangre lava y<br />
limpia nuestras almas y conciencias, dejándolas puras y limpias, con Cristo<br />
resplandeciendo en nuestros corazones (2 Cor 4, 6), y nosotros regocijándonos<br />
por la inhabitación de la Santísima Trinidad en nosotros.<br />
Esto, creo, es suficiente comentario sobre Rom 3, 25, el versículo más<br />
importante de toda la <strong>Carta</strong> a <strong>los</strong> <strong>Romanos</strong>, y que dice: “a quien [Cristo] Dios<br />
puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su<br />
justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, <strong>los</strong> pecados<br />
pasados”. Ahora procedamos al versículo siguiente.<br />
“…con la mira [o intención] de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de<br />
que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Rom 3, 26).<br />
Ahora es el tiempo de la salvación, el tiempo oportuno ha llegado. Este es el<br />
sentido de la palabra griega usada aquí por “tiempo” (kairo = tiempo oportuno).<br />
San Pablo usó la misma palabra cuando dijo: “En tiempo (kairo) aceptable te he<br />
oído… He aquí ahora el tiempo (kairos) aceptable; he aquí ahora el día de<br />
salvación” (2 Cor 6, 2). Es decir, el tiempo de la venida de Jesucristo es el<br />
tiempo aceptable, el tiempo propicio de salvación. Este es el tiempo del<br />
120
cumplimiento, el tiempo profetizado, el tiempo mesiánico, el tiempo de la<br />
manifestación de la justicia y salvación de Dios.<br />
Anteriormente esta justicia no se veía, porque antecedentemente Dios no exigió<br />
una satisfacción adecuada al perdonar pecados. Sólo <strong>los</strong> pasó por alto en su<br />
paciencia. Pero ahora se ve claramente que él es un Dios justo, exigiendo una<br />
justa satisfacción al perdonar nuestros pecados. Lo que lo muestra justo es<br />
cómo él justifica a <strong>los</strong> que creen en Jesús. Él <strong>los</strong> justifica por la muerte de su<br />
propio Hijo en sacrificio de propiciación y expiación. Su propio Hijo sufrió el justo<br />
castigo debido para satisfacer por <strong>los</strong> pecados.<br />
Cuando hay un crimen, la justicia exige una justa satisfacción, una pena, o un<br />
justo castigo de alguien. El mismo Dios aceptó a pagar el precio y sufrir por<br />
nosotros la debida pena y el castigo requerido en justicia por nuestros pecados,<br />
y así hacer él mismo la debida y justa satisfacción o reparación, mostrando así<br />
cuán justo Dios es en que él exige esta justa satisfacción; y cuán misericordioso<br />
él es al pagarla él mismo en la persona de su Hijo.<br />
El mismo acto —la muerte de Jesús en la cruz— demuestra al mismo tiempo su<br />
suprema justicia y su infinita misericordia. ¡Su acto más estrictamente justo y<br />
exigente es al mismo tiempo su acto más extremamente misericordioso, en que<br />
él demandó una pena tan exigente, y entonces lo pagó, él mismo! Así obró la<br />
Santísima Trinidad nuestra redención. Es un misterio tan profundo y tan rico que<br />
<strong>los</strong> santos nunca se han cansado de meditarlo. ¿Cómo es posible que la<br />
Trinidad pueda exigir una pena tan grande —la muerte dolorosísima y<br />
vergonzosa del mismo Dios encarnado? ¿Y cómo es posible que la misma<br />
Trinidad pague, ella misma, este precio, dejando a una Persona divina de la<br />
Santísima Trinidad sufrirla, como hombre, y morir así en tanto dolor en sacrificio<br />
expiatorio y propiciatorio a la divina justicia? ¡Esta es la justicia en extremo; y<br />
esta es la misericordia en extremo! Es una justicia infinita, y una misericordia<br />
infinita. Es la justicia de Dios; es la misericordia de Dios. Es la divina justicia; es<br />
la divina misericordia. Y estas dos son supremamente reveladas en el mismo<br />
acto, la muerte de Jesucristo en la cruz.<br />
Aunque Dios perdonó pecados en el Antiguo Testamento, él lo hizo con miras a<br />
la muerte de Cristo que hará una satisfacción adecuada, debida, definitiva, y<br />
justa por el<strong>los</strong>. Sabiendo esto, Dios pudo perdonar<strong>los</strong> de antemano. Pero en el<br />
Antiguo Testamento no se conocía que la justicia de Dios era tan exigente y<br />
estricta; ni tampoco se conocía que su misericordia era tan grande y tan llena de<br />
amor. Su justicia es una justicia amorosa, y su misericordia es una misericordia<br />
sumamente justa. Esto es lo que es supremamente revelado en la muerte de<br />
Jesucristo en la cruz.<br />
<strong>La</strong> muerte de Cristo muestra que Dios es, al mismo tiempo y sin contradecirse a<br />
sí mismo, infinitamente justo e infinitamente misericordioso. Su justicia y su<br />
misericordia se muestran al mismo tiempo y en el mismo acto: la muerte de<br />
121
Jesucristo en la cruz. <strong>La</strong> cruz muestra que él es, al mismo tiempo, justo y<br />
justificando. Su ser justificando es su misericordia porque él justifica, o hace<br />
justo al pecador por su fe, sin obras.<br />
Normalmente pensamos que la justicia es opuesta a la misericordia, y que uno<br />
actúa o justamente, o misericordiosamente, pero no <strong>los</strong> dos al mismo tiempo y<br />
en el mismo acto. Si un juez condena a la muerte a un asesino, él está<br />
actuando justamente, no misericordiosamente. Si él lo perdona y lo deja libre, él<br />
está actuando misericordiosamente, pero no justamente. Cuando él lo libró, dejó<br />
al lado la justicia. Y cuando él lo condenó, dejó al lado la misericordia.<br />
En la muerte de Jesucristo, en cambio, Dios está actuando justamente exigiendo<br />
un castigo justo, una satisfacción justa, por <strong>los</strong> pecados. Al mismo tiempo está<br />
actuando misericordiosamente, porque es el mismo Dios que sufre el castigo y<br />
hace la satisfacción; no nosotros.<br />
Dios es justo al exigir una pena por nuestros pecados, pero es misericordioso al<br />
sufrir él mismo la pena. Él es misericordioso al justificarnos por fe en el que<br />
murió por nosotros. Es misericordioso al hacernos justos simplemente porque<br />
hemos creído en Jesucristo, sin haber hecho nada más. Porque su justicia tiene<br />
el poder de hacernos a nosotros también justos, es una justicia justificante. ¡Es<br />
una justicia que no exige una pena de <strong>los</strong> culpables, sino del que nos justifica.<br />
En vez de castigar a <strong>los</strong> culpables, les perdona, y <strong>los</strong> transforma en justos! ¡Él,<br />
siendo justo, es castigado; y el culpable es hecho justo sin ser castigado! El<br />
justo es castigado; y el culpable librado. Pero el culpable es librado justamente<br />
sin ser castigado porque el justificador sufre el castigo del culpable en su lugar.<br />
Así es la justicia de Dios. Una justicia más extrema no existe; pero es una<br />
justicia más misericordiosa que la misma misericordia. Una misericordia más<br />
misericordiosa que esta justicia no existe. Así la justicia divina es mantenida;<br />
pero sin faltar nada de la misericordia. Así perdonando <strong>los</strong> pecados, Dios es<br />
misericordioso; pero sin faltar nada de la justicia. Todo esto es así porque es el<br />
mismo Dios que acepta de sufrir, en lugar de nosotros, el castigo justo por<br />
nuestros pecados.<br />
Dios puede actuar así porque Dios no es sólo una persona. En Dios hay varias<br />
Personas. Una Persona sufre, sacrificándose en amor a otra Persona,<br />
agradando a esta otra Persona con su donación de sí mismo en amor y sacrificio<br />
al otro. Así el que sufre propicia a la otra Persona, quien, agradado, perdona y<br />
justifica a todos por quienes el que sufrió ha sufrido. Y la tercera Persona, muy<br />
agradado de todo esto, es enviado a llenar a <strong>los</strong> justificados de gracia y morar<br />
en el<strong>los</strong>, extendiendo la justificación interiormente y realmente, actuando una<br />
transformación real en el<strong>los</strong>.<br />
¡<strong>La</strong> justicia de Dios, revelada en la muerte de Jesucristo en la cruz, es tan<br />
grande que sólo al mirarla con fe, nosotros somos hechos justos realmente e<br />
122
interiormente! Es una justicia que justifica, o hace a otros ser justos, no por vivir<br />
nosotros justamente, sino sólo al mirar a esta justicia con fe. Es una justicia que<br />
nos justifica en vez de castigarnos. Justamente la justicia de Dios debe<br />
castigarnos, pero en lugar de castigarnos justamente, ella nos justifica<br />
misericordiosamente, sin perder nada de su justicia. Es una justicia que no<br />
pierde nada de la misericordia; y una misericordia que no pierde nada de la<br />
justicia. Es un solo acto perfectamente justo y perfectamente misericordioso. Es<br />
uno de <strong>los</strong> grandes misterios de Dios, revelado a nosotros para nuestra<br />
transformación y meditación.<br />
“¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la ley<br />
de las obras? No, sino por la ley de la fe” (Rom 3, 27). ¿Quién, entonces,<br />
puede jactarse de su estado de gracia, de haber sido hecho justo y puro, sin<br />
pecado alguno delante de Dios y resplandeciente ante él? Nadie. ¿Por qué?<br />
Porque este estado y condición luminoso y bello, llena de gracia y alegría, con el<br />
Espíritu Santo regocijando nuestro interior y con el amor de Cristo<br />
encendiéndonos con amor, no es algo que nosotros hemos hecho por nuestro<br />
propio poder o obras, sino que más bien es un don puro, dado a nosotros por<br />
Dios, que recibimos en humildad, sin obra alguna, sino simplemente por la fe.<br />
Seguramente podemos ornamentar esta estructura básica —una vez que hemos<br />
sido justificados por la fe— por nuestras buenas obras hechas en obediencia<br />
perfecta a la voluntad divina —y debemos hacer así— pero la estructura misma,<br />
en sí, del estado resplandeciente de justicia, de ser puro y limpio, con una buena<br />
conciencia, y sin pecado alguno es pura gracia, puro don, dado a todo hombre,<br />
judío y gentil, de cada cultura y nación, de cada religión, que ahora cree en<br />
Jesucristo con un espíritu humilde y arrepentido y con la intención de cambiar su<br />
vida y su modo y estilo de vivir conforme a la voluntad de Dios.<br />
Por eso san Pablo dice aquí que no hay jactancia en la vida nueva en Cristo.<br />
Es, al contrario, una vida de gran humildad, realizando que la obra principal de<br />
nuestra nueva y gloriosa condición, que tiene tanto resplandor, no viene de<br />
nosotros mismos, ni de nuestros méritos, ni de la pureza que hemos logrado, ni<br />
de la perfección que hemos conseguido, sino que este resplandor y belleza de<br />
alma, que tanto nos alegra, viene sólo de Dios, y es dado gratuitamente a cada<br />
hombre que cree en Jesucristo y que entrega su vida a él.<br />
Por eso el evangelio es una proclamación tan gozosa, una noticia tan alegre; y<br />
<strong>los</strong> misioneros y predicadores van a <strong>los</strong> confines de la tierra para anunciar este<br />
pregón a todo hombre, para llevarle la luz de Cristo, para que pueda salir de las<br />
tinieblas, y venir a la luz admirable del evangelio por medio de la fe en<br />
Jesucristo, el Hijo de Dios y dueño de nuestra salvación. Es un nuevo modo de<br />
vivir en este mundo. Es vivir en la luz. Es vivir por la fe. Y una vez empezada,<br />
esta vida debe crecer más cada día en luminosidad por nuestra buena y virtuosa<br />
123
manera de vivir en obediencia perfecta a la voluntad de Dios, como él nos la<br />
revela cada día. Esta segunda fase es la santificación, que es un proceso que<br />
dura toda la vida, y progresa paso por paso. Pero aun aquí no debemos<br />
jactarnos, porque la luz en sí que tanto nos regocija en nuestro interior no viene<br />
de nosotros, ni la merecemos por nuestras buenas obras, sino que viene de Dios<br />
como don gratuito, y se puede apagar en cualquier momento si pecamos.<br />
¿Qué pregón más alegre hay? Este fue el mensaje que tenía san Pablo, y que<br />
le impelió a gastar su vida para llevarlo a todo hombre! Él fue tan entusiasmado<br />
de esta nueva vida en Cristo, la cual había buscado en vano en el judaísmo, que<br />
él quiso que cada hombre tuviera la oportunidad de oír su evangelio, y por medio<br />
de él, llegar a la fe en Jesucristo, que lo justificará y lo pondrá recto con Dios,<br />
transformándolo y llenándolo del fervor del Espíritu Santo. “Así que la fe es por<br />
el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Rom 10, 17). <strong>La</strong> fe se manifiesta en la<br />
respuesta que el hombre da a la predicación del evangelio de Jesucristo.<br />
<strong>La</strong> jactancia, por eso, debe ser excluido de la vida cristiana, y en su lugar sólo<br />
gozo en el Espíritu Santo, jactándonos sólo del Señor y de las maravillas que él<br />
ha hecho por nosotros: “nos jactamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo,<br />
por quien hemos recibido ahora la reconciliación” (Rom 5, 11). Así “el que se<br />
jacta, jáctese en el Señor” (1 Cor 1, 31). Por eso sí, el cristiano se puede jactar<br />
y gloriar, pero sólo en el Señor, y no en sus propias obras, porque la base de<br />
toda su vida, la luz que la ilumina, y el Espíritu Santo que la regocija en la pureza<br />
de su conciencia es puro don de Dios, quien pudiera retraer esta luz en cualquier<br />
momento si pecamos o lo desobedecemos en algo.<br />
Sólo una actitud de humildad y agradecimiento es apropiada para el cristiano.<br />
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es<br />
don de Dios; no por obras, para que nadie se jacte” (Ef 2, 8-9). <strong>La</strong> jactancia<br />
humana es excluida por la fe.<br />
Diferentes de <strong>los</strong> hombres del mundo, <strong>los</strong> cristianos son la verdadera<br />
circuncisión, <strong>los</strong> que adoran en el Espíritu, y que se jactan en el Señor, como<br />
dice san Pablo: “nosotros somos la circuncisión, <strong>los</strong> que en espíritu servimos a<br />
Dios y nos jactamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne” (Fil 3,<br />
3). San Pablo, por tanto, se jacta sólo en la cruz: “Pero lejos esté de mí —dijo—<br />
jactarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es<br />
crucificado a mí, y yo al mundo” (Gal 6, 14). El fariseo se jacta de sus obras;<br />
pero el cristiano se jacta sólo en el Señor, que lo justifica gratuitamente por la fe.<br />
“Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley”<br />
(Rom 3, 28). Cuando perdemos esta perspectiva, las luces se apagan y<br />
quedamos en la oscuridad. Nuestra suficiencia viene de Dios; no de nosotros<br />
mismos. Viene de la fe; no de las obras. Viene como don cuando nos<br />
sometemos humildemente delante de Dios en fe y oración. “…no que seamos<br />
competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos,<br />
124
sino que nuestra competencia proviene de Dios” (2 Cor 3, 5). Somos siempre<br />
pendientes de Dios por su iluminación interior. No la merecemos. Cuando<br />
perdemos esta humildad, Dios nos deja so<strong>los</strong>, y sin su luz y alegría en nuestro<br />
corazón.<br />
Pero teniendo esta justificación que viene de la fe, ¿qué nos importa lo demás?<br />
¿Qué nos importa <strong>los</strong> insultos, las persecuciones, el menosprecio, las<br />
expulsiones, etc.? Justificados por la fe, con Cristo resplandeciendo en nuestro<br />
corazón, somos felices, y podemos aguantar todo en paz, en una paz celestial,<br />
con la alegría del Espíritu Santo. Por eso nunca debemos perder esta humildad,<br />
que es la esencia de la vida de fe, una vida de alegría en el Espíritu Santo.<br />
Es por la fe que resplandecemos, porque por la fe el sacrificio de Cristo viene a<br />
ser nuestro sacrificio. <strong>La</strong> fe nos pone activamente en Cristo para que su carne y<br />
sangre sean nuestra carne y sangre, ofrecidas al Padre en satisfacción de todos<br />
nuestros pecados, incluso <strong>los</strong> efectos en nosotros del pecado original. Nuestra<br />
humanidad está ofrecida en Cristo al Padre, y porque es animada por el Verbo<br />
eterno, es agradable al Padre; pero porque es nuestra carne, <strong>los</strong> beneficios de<br />
este sacrificio vienen a nosotros. Así este sacrificio, compuesto de la Persona<br />
del Verbo divino y del cuerpo humano de Cristo, ganó del Padre el perdón de<br />
nuestros pecados, el don del Espíritu Santo, regocijando nuestras entrañas, y la<br />
inhabitación especial de Jesucristo, resplandeciendo en nuestro corazón (2 Cor<br />
4, 6).<br />
Es absolutamente imposible que nuestras propias obras humanas pudieran<br />
habernos traído estas riquezas. Obras humanas no tienen este poder. Por eso<br />
la fe es tan importante; y es tan importante también que oigamos y meditemos<br />
sobre este misterio de Jesucristo y su sacrificio, siempre renovando nuestro acto<br />
de fe, hasta que vivamos en la fe y de la fe, como la fuente activa y conciente de<br />
nuestra vida nueva en Dios.<br />
Debemos siempre profundizar este misterio de nuestra redención y vida nueva<br />
en Cristo para apreciarlo mejor y calentarnos en su esplendor en la alegría del<br />
Espíritu Santo. También es tan importante que prediquemos esta alegre noticia<br />
hasta <strong>los</strong> confines de la tierra, para que no hubiese ni siquiera un solo hombre<br />
que no la haya oído y que no haya tenido la oportunidad de creer, ser iluminado,<br />
y vivir como una nueva criatura en la alegría del Espíritu Santo, con Jesucristo<br />
resplandeciendo en su corazón “para iluminación del conocimiento de la gloria<br />
de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Cor 4, 6). Esta es la vida iluminada, la vida<br />
de fe, de esperanza, y del amor, como Dios quiere que la vivamos con él en la<br />
luz. Y el lema de todo esto es este versículo fundamental de san Pablo: “el<br />
hombre es justificado por fe sin las obras de la ley” (Rom 3, 28).<br />
Esto es afirmado más fuertemente aún en Gálatas: “sabiendo que el hombre no<br />
es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros<br />
también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no<br />
125
por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado”<br />
(Gal 2, 16). Esta es la vida de la fe, que nos da la esperanza de un futuro<br />
glorioso, y nos llena ahora del amor de Dios. <strong>La</strong> fe en Jesucristo es la puerta de<br />
entrada en esta vida luminosa, es el camino de acceso para llegar a las cumbres<br />
iluminadas donde podemos armar nuestra tienda, calentarnos en el esplendor de<br />
Dios, y permanecer ahí en las regiones de la luz, acampados con él en las cimas<br />
de luz.<br />
San Pablo pregunta a <strong>los</strong> Gálatas, diciendo: “Esto solo quiero saber de vosotros:<br />
¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe” (Gal 3, 2)? El<br />
Espíritu Santo es el gran don de Dios, dado al hombre que cree en Jesucristo.<br />
Este Espíritu ilumina su mente y regocija su corazón y sus entrañas, corriendo<br />
dentro de él como ríos de agua viva (Jn 7, 37-39). Los cristianos conocen esta<br />
experiencia, y saben muy bien que han experimentado esto al creer en<br />
Jesucristo para su justificación y el perdón de sus pecados. Saben que no es el<br />
resultado de sus propios esfuerzos, obras, u observancia de la ley. Este es una<br />
indicación que la justificación y todas las bendiciones que nos vienen junto con<br />
ella son el resultado de la fe en Jesucristo, y no de las obras de la ley. Así que,<br />
“habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y<br />
habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa” (Ef<br />
1, 13). El don del Espíritu Santo nos viene al oír el evangelio y creerlo. Y el<br />
Espíritu Santo, regocijándonos y formándonos cada día más en la imagen del<br />
Hijo (2 Cor 3, 18), es la primicia de la vida de gloria de la resurrección. Sobre el<br />
Espíritu Santo san Pablo dice: “que es las arras de nuestra herencia hasta la<br />
redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Ef 1, 14).<br />
San Pablo repite este mensaje en otra forma, diciendo: “mas al que no obra, sino<br />
cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Rom 4, 5).<br />
¿Cómo es que hubiéramos podido merecer esta justificación cuando al momento<br />
de recibirla, como dice san Pablo, fuimos impíos y sin méritos ante Dios? Cristo<br />
“justifica al impío”. Cristo justifica al pecador, al hombre no justo. ¿De dónde,<br />
entonces, vienen <strong>los</strong> méritos de esta justificación que nos hace verdaderamente<br />
justos, puros, y nuevos delante de Dios, que nos transforman realmente, que<br />
nos hacen nuevas criaturas? Obviamente <strong>los</strong> méritos no vienen de nosotros,<br />
porque un impío no merece nada. Vienen a nosotros por la fe en <strong>los</strong> méritos del<br />
sacrificio de Jesucristo en la cruz. Nuestra parte es admitir que somos impíos y<br />
pecadores, y en necesidad de la piedad y misericordia de Dios para perdonarnos<br />
y hacernos no más impíos, sino justos.<br />
Entonces, si obedecemos a Dios, no caeremos fuera de esta alegría de la<br />
justificación de Dios y del esplendor de su divinidad dentro de nosotros. Nuestra<br />
obediencia guarda el don recibido, y lo aumenta más aún, pero no lo crea.<br />
Siempre permanece básicamente don de Dios.<br />
Cuando rezamos la oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten<br />
piedad de mí, pecador”, nos ponemos en la actitud y postura perfectas para<br />
126
ecibir esta justificación, o un aumento de ella. Él es el Señor, Dios, el único Hijo<br />
de Dios, y por eso divino, el Mesías, el Cristo; y nosotros somos pecadores,<br />
impíos, personas sin méritos, sin obras buenas capaces de merecer la<br />
justificación que deseamos. Por ello estamos completamente pendientes de él.<br />
Poniéndonos en esta postura ante él en oración, recibimos de él gratuitamente,<br />
por nuestra fe, lo que deseamos —la justificación, o recobramos la justificación<br />
perdida, o recibimos un aumento de la justificación y el perdón de nuestros<br />
pecados—.<br />
Por eso esta oración constantemente repetida es muy útil e importante. Ella nos<br />
pone en la actitud y postura espiritual necesaria para siempre crecer más en la<br />
gracia y esplendor de Dios en nuestra alma. Y todo esto nos viene<br />
maravil<strong>los</strong>amente cuando al momento de recibirlo no hacemos nada, sino creer<br />
en Jesucristo para nuestra justificación; y nuestra postura de fe nos es contado<br />
por justicia, una justicia que nos justifica y nos hace realmente nuevos,<br />
renovados, puros, justos, y resplandecientes delante de Dios: “mas al que no<br />
obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”<br />
(Rom 4, 5). <strong>La</strong> justificación es transformadora, nos transforma en justos. Es<br />
más que sólo una declaración de que somos justos; es una transformación por la<br />
cual somos hechos justos en realidad. Como por el pecado de Adán todos<br />
somos hechos pecadores; asimismo por el sacrificio de Jesucristo todos <strong>los</strong> que<br />
creen en él somos hechos justos (Rom 15,19).<br />
Todo esto es “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por<br />
<strong>los</strong> impíos” (Rom 5, 6). Cristo no vino por <strong>los</strong> justos sino por <strong>los</strong> débiles y <strong>los</strong><br />
impíos, como él dijo: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino <strong>los</strong><br />
enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mc 2, 17). Esta es<br />
la misión de Jesús. Es por ello que el Padre lo envió al mundo, para ayudar y<br />
justificar a <strong>los</strong> débiles e impíos que ponen su fe en él.<br />
Aun <strong>los</strong> que ya desde mucho tiempo estamos tratando de vivir una vida virtuosa<br />
todavía necesitamos esta justificación, porque nuestro estado de iluminación<br />
depende completamente de Cristo. Es Cristo que nos pone en su luz, que nos<br />
exalta hasta las cumbres iluminadas para calentarnos en su resplandor, y<br />
acamparnos ahí con él, iluminados y resplandecientes, reflejando su luz. <strong>La</strong> luz<br />
viene de él, y nosotros no la podemos merecer ni producir. Estamos a su<br />
merced. Esta oración: “ten piedad de mí, pecador” expresa nuestra posición<br />
delante de Cristo, a saber: en necesidad de su misericordia para iluminarnos y<br />
guardarnos en su luz admirable. Esta oración de Jesús, continuamente repetida,<br />
nos pone en la postura correcta para continuar recibiendo, e incluso creciendo<br />
más aún en este esplendor.<br />
Ya habiendo recibido esta luz, podemos, por medio de nuestra vida virtuosa,<br />
merecer un incremento de esta iluminación. Pero no somos nosotros quienes<br />
nos damos este incremento; sino es Dios en su misericordia que nos da el poder<br />
de merecer este incremento, y no podemos forzarlo a dárnoslo. Más bien<br />
127
nosotros simplemente podemos actuar bien y rezar, usando la oración de Jesús,<br />
o algo semejante, para pedir que él nos lo dé.<br />
Con esto, concluimos nuestro comentario sobre el versículo: “Concluimos, pues,<br />
que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley” (Rom 3, 28), y<br />
procedemos al próximo versículo, que es:<br />
“¿Es Dios solamente Dios de <strong>los</strong> judíos? ¿No es también Dios de <strong>los</strong> gentiles?<br />
Ciertamente, también de <strong>los</strong> gentiles” (Rom 3, 29). Dios es Dios de todos, y<br />
quiere salvar a todos. Si la justificación es sólo por la ley de Moisés, entonces<br />
Dios no es Dios de todos y no quiere salvar a <strong>los</strong> gentiles, sino sólo a <strong>los</strong> judíos.<br />
Pero san Pablo nos enseña que esto es imposible. Dios quiere la salvación de<br />
todos. Dios es “el cual quiere que todos <strong>los</strong> hombres sean salvos y vengan al<br />
conocimiento de la verdad. Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre<br />
Dios y <strong>los</strong> hombres, Jesucristo, hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por<br />
todos” (1 Tim 2, 4-6). Por eso la salvación no puede ser por la ley de Moisés.<br />
<strong>La</strong> salvación es tampoco por la ley natural escrita en el corazón de todo hombre,<br />
porque san Pablo nos ha enseñado que no hay nadie que ha podido vivir<br />
suficiente justamente según esta ley, y que por ello todos están en necesidad de<br />
un Salvador. Este Salvador es Jesucristo que vino para justificar a todos, judíos<br />
y gentiles, no por la ley, sino por la fe en él y en su muerte en la cruz. Así en<br />
Jesucristo es claro que Dios es Dios de todos, y quiere justificar y salvar a todos;<br />
y esta justificación les viene fuera de la ley. Por eso es tan importante que<br />
Cristo sea predicado claramente y explícitamente en todas partes del mundo<br />
para que esta voluntad salvífica de Dios se pueda realizar<br />
Antes de Cristo, Dios perdonó <strong>los</strong> pecados tanto de <strong>los</strong> gentiles como de <strong>los</strong><br />
judíos por la fe, con miras a la muerte venidera de su Hijo, que satisfaría por sus<br />
pecados. Pero ahora, ya que Jesucristo ha venido y ya ha muerto en la cruz,<br />
todo hombre debe poner su fe en él y confiar en <strong>los</strong> méritos de su muerte en la<br />
cruz. Por eso el evangelio ha de ser predicado por todo el mundo, a toda<br />
criatura, aun hasta <strong>los</strong> confines de la tierra, para dar a todo hombre la<br />
oportunidad de entrar en la plenitud de la salvación que Dios, en estos últimos<br />
días, al fin del tiempo, ha enviado al mundo para todos en su Hijo encarnado.<br />
Así en Jesucristo vemos más claramente que antes, que, de verdad, Dios es<br />
Dios tanto de <strong>los</strong> gentiles como de <strong>los</strong> judíos. <strong>La</strong> ley de Moisés fue dada por<br />
Dios sólo a <strong>los</strong> judíos; pero Jesucristo fue enviado por el Padre para toda la<br />
humanidad. Es por eso que Cristo resucitado dijo: “Id por todo el mundo y<br />
predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15), y “id, y haced discípu<strong>los</strong> a<br />
todas las naciones…” (Mt 28, 19). Por tanto, la Iglesia es misionera por<br />
naturaleza. Tiene una misión al mundo entero y a cada hombre de cada nación,<br />
cultura, y religión. Ahora, pues, es la hora del cumplimiento de las culturas y las<br />
religiones. Cristo es el cumplimiento de todo. Todo lo que fue antes de él fue<br />
sólo la preparación para él. Dios se ha encarnado sólo una vez, para todo el<br />
128
mundo. Dios murió en la cruz sólo una vez, para todo el mundo. Por eso<br />
Jesucristo es universal, para todos. Es el Dios de todos, tanto de <strong>los</strong> gentiles<br />
como de <strong>los</strong> judíos. En Jesucristo vemos que, de verdad, Dios es Dios de todos.<br />
“¿Es Dios solamente Dios de <strong>los</strong> judíos? ¿No también Dios de <strong>los</strong> gentiles?<br />
Ciertamente, también de <strong>los</strong> gentiles” (Rom 3, 29).<br />
“Porque Dios es uno, y él justificará por la fe a <strong>los</strong> de la circuncisión, y por medio<br />
de la fe a <strong>los</strong> de la incircuncisión” (Rom 3, 30). Si Dios es uno, como nos<br />
enseña san Pablo en este versículo, hay sólo un camino para todos para ser<br />
salvos, no un camino para <strong>los</strong> judíos y otro para <strong>los</strong> gentiles. El camino de la<br />
salvación, san Pablo nos enseña, es uno solo, no el camino de la ley de Moisés<br />
para <strong>los</strong> judíos, y el camino de la ley natural para <strong>los</strong> gentiles. Sí, antes de la<br />
venida de Cristo, parecía que había dos caminos: uno para <strong>los</strong> judíos (la ley<br />
mosaica) y otro para <strong>los</strong> gentiles (la ley natural), pero esto es sólo apariencia; no<br />
es la verdad, no fue así, y la verdad sólo la conocemos ahora desde la venida al<br />
mundo de Jesucristo. Él clarifica que toda salvación viene a todo hombre sólo<br />
por medio de él y por <strong>los</strong> méritos de su muerte en la cruz. Por eso si <strong>los</strong> judíos<br />
quieren ser salvos, tienen que creer en él, y lo mismo para <strong>los</strong> gentiles. No hay<br />
salvación, sino por la fe en Cristo.<br />
Ahora que vemos esto por medio de la venida de Cristo, podemos decir que<br />
también antes de su venida, el camino de la salvación era un solo camino para<br />
todos. Los judíos del Antiguo Testamento que fueron justificados, fueron<br />
justificados por su fe, igual que <strong>los</strong> gentiles que vivían antes del nacimiento de<br />
Jesús. Eso es porque Dios <strong>los</strong> perdonó, justificó, y salvó de antemano, con<br />
miras a la venida y muerte salvadora de Jesucristo en la cruz.<br />
Pero ahora, después de la venida de Cristo al mundo, todos deben oír el<br />
evangelio por medio de la predicación, tanto <strong>los</strong> judíos como <strong>los</strong> gentiles, y creer<br />
en Jesús, confiando para su salvación en <strong>los</strong> méritos infinitos de su muerte<br />
sacrificial y propiciatoria en la cruz por todo hombre. Así Dios justificará a todos<br />
por el mismo camino, es decir, por su fe, “Porque Dios es uno, y él justificará por<br />
la fe a <strong>los</strong> de la circuncisión, y por medio de la fe a <strong>los</strong> de la incircuncisión” (Rom<br />
3, 30).<br />
Este es el ideal y el plan de Dios. Pero para <strong>los</strong> que todavía no conocen y no<br />
creen explícitamente en Jesucristo —tanto <strong>los</strong> judíos como <strong>los</strong> gentiles—, y no<br />
por su propia falta, el<strong>los</strong> pueden ser salvos por una fe implícita, pero siempre por<br />
<strong>los</strong> méritos de Jesucristo en la cruz; y en este caso, sólo Dios conoce cómo esto<br />
es posible.<br />
“¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos<br />
la ley” (Rom 3, 31). aparecería a algunos, quizás, que san Pablo iba a concluir<br />
así, es decir, que la ley es destruida y sin valor. Al contrario, dice san Pablo<br />
aquí, “confirmamos la ley”. <strong>La</strong> ley tiene una función muy importante en la<br />
historia de la salvación. Iluminó la mente de <strong>los</strong> judíos y les hizo entender cuán<br />
129
pecaminosos eran al no poder observar la ley debidamente. Con esta<br />
conciencia de su estado de pecado y culpabilidad, sabiendo que no podían<br />
justificarse por la ley, el<strong>los</strong> fueron preparados para la justificación por la fe en<br />
Cristo.<br />
<strong>La</strong> ley fue, entonces, el pedagogo, guiando a <strong>los</strong> judíos a Cristo, como dice san<br />
Pablo: “la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos<br />
justificados por la fe” (Gal 3, 24). Pero Cristo, una vez venido, no estamos más<br />
bajo la ley y no tenemos que observar sus preceptos rituales, como la<br />
circuncisión, <strong>los</strong> sacrificios, y las reglas dietéticas. Estas reglas rituales fueron<br />
vigentes sólo hasta Cristo. Después de Cristo, no son más el camino de la<br />
salvación, como afirma san Pablo: “Pero venida la fe, ya no estamos bajo ayo”<br />
(Gal 3, 25). El ayo fue la ley.<br />
<strong>La</strong> ley mostró a <strong>los</strong> judíos la justicia de Dios, pero no les dio el poder interior<br />
para conseguirla y justificarse por observarla. Todos fueron demasiado débiles y<br />
no pudieron vivirla debidamente, “por cuanto todos pecaron, y están destituidos<br />
de la gloria de Dios” (Rom 3, 23). Lo que la ley dio era la conciencia de que<br />
somos pecadores al no poder cumplirla, como dice san Pablo: “porque por<br />
medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Rom 3, 20). Conociendo mejor<br />
la voluntad de Dios por medio de la ley, estoy más conciente de mis pecados,<br />
porque, como dice san Pablo, “yo no conocí el pecado sino por la ley; porque<br />
tampoco conocí la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás” (Rom 7, 7).<br />
Sabiendo más, tengo más oportunidades de pecar, y así la ley multiplicaba el<br />
pecado. Así “la ley se introdujo para que el pecado abundase” (Rom 5, 20). Y al<br />
revés es también verdad, es decir: “donde no hay ley, tampoco hay transgresión”<br />
(Rom 4, 15), y “sin la ley el pecado está muerto” (Rom 7, 8), “Pues antes de la<br />
ley, había pecado en el mundo; pero donde no hay ley, no se inculpa de pecado”<br />
(Rom 5, 13). No somos tan culpables, porque sin la ley no sabemos que estas<br />
cosas que estábamos haciendo son pecados. Por eso la ley multiplica el pecado<br />
y la culpabilidad en el hombre. Así “yo sin la ley vivía en un tiempo; pero<br />
viniendo el mandamiento, el pecado revivió y yo morí. Y hallé que el mismo<br />
mandamiento que era para vida, a mí resultó para muerte” (Rom 7, 9-10).<br />
Por eso una función importante de la ley era desarrollar en mí un sentido de<br />
culpabilidad, de que soy pecador y en gran necesidad de la misericordia de Dios<br />
para hacerme justo, lo que trataba de hacer por mis propios esfuerzos pero no<br />
pude lograrlo. Sin sentir esta necesidad, no estoy preparado para aceptar a<br />
Cristo y creer en él por mi justificación por la fe. Ve, entonces, cuán importante<br />
sigue siendo la ley.<br />
Por eso la ley es buena, viene de Dios, y ha sido muy útil en la historia de la<br />
salvación, en el plan de Dios para salvarnos. Esto es así precisamente porque,<br />
aunque dando el conocimiento de lo bueno, la ley no nos da el poder para<br />
realizarlo. Si nos hubiera dado junto con el conocimiento también el poder de<br />
vivirlo, entonces podríamos haber sido justificados por la ley. Pero en el plan de<br />
130
Dios, no fue así. En vez de enviarnos una ley capaz de darnos también la fuerza<br />
de cumplirla, él nos envió a Cristo. Es él que nos da la capacidad de vivir una<br />
vida santa. Así nos enseña san Pablo: “si la ley dada pudiera vivificar, la justicia<br />
fuera verdaderamente por la ley” (Gal 3, 21). Pero porque la ley no tiene este<br />
poder de vivificar, por eso la justicia no nos viene por la ley, sino por la fe en<br />
Jesucristo.<br />
Así lo que no era posible bajo la ley ahora es posible bajo la fe en Jesucristo:<br />
“Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del<br />
pecado y de la muerte” (Rom 8, 2). Al fin, tenemos la liberación de este estado<br />
de esclavitud del pecado, de la cual la ley fue impotente para librarnos. En<br />
Cristo es nuestra liberación. ¿Ves cómo Dios ha preparado a <strong>los</strong> judíos para su<br />
Salvador? ¡Qué importante fue, entonces, el papel de la ley en esta preparación<br />
para el Mesías!<br />
Nosotros también, al meditar sobre la ley y profundizar la palabra de Dios en el<br />
Antiguo Testamento, apreciamos cada día más el gran don de nuestro Salvador<br />
Jesucristo. Así “lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la<br />
carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del<br />
pecado, condenó al pecado en la carne” (Rom 8, 3). Lo imposible por la ley es<br />
posible en Jesucristo. Él finalmente “condenó al pecado”, lo destruyó, y propició<br />
al Padre para que él nos perdonara del pecado, y así nos ganó por su<br />
propiciación la expiación definitiva del pecado junto con el nuevo estado de<br />
gracia en que vivimos ahora por la fe en Jesucristo.<br />
Jesús hizo esto para nosotros, “para que la justicia de la ley se cumpliese en<br />
nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom<br />
8, 4). <strong>La</strong> justicia de la ley, que anhelábamos conseguir pero no la conseguimos,<br />
es ahora posible a conseguir por la fe en Jesucristo, quien, diferente de la ley, sí,<br />
nos da no sólo el conocimiento de lo bueno y lo malo, sino también el poder de<br />
realizar lo bueno al inhabitar en nuestros corazones, dándonos el don del<br />
Espíritu Santo con sus dones, virtudes, y frutos, que constituyen el organismo<br />
espiritual del nuevo hombre en Jesucristo. Así podemos, al fin, andar, no<br />
“conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom 8, 4).<br />
Por eso no destruimos la ley, “sino que confirmamos la ley” (Rom 3, 31),<br />
reconociendo sus funciones preparativas, y actuales también, para prepararnos<br />
para Cristo, y para ayudarnos a profundizar lo que actualmente tenemos en él.<br />
Así vemos por qué san Pablo dijo: “¿Luego por la fe invalidamos la ley? En<br />
ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Rom 3, 31).<br />
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