Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum- brado a ...
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Afuera, los indios del Alto Xingú se preparan para ho<strong>me</strong>najear<br />
a sus muertos; faltan pocos días para el ceremonial y<br />
constante<strong>me</strong>nte llegan a la aldea para asistir al Kuarup. Pero<br />
el mulato Domingo no escucha; los ojos se le mueven como<br />
asustados en la oscuridad y pita una sola vez, lenta<strong>me</strong>nte, casi<br />
con desesperación.<br />
Se agachó, entonces, y apretó el hocico del perro, para tapar<br />
el ruido de sus dientes. El tero volvió a gritar y ya no supo<br />
si era por su presencia o por la otra, la que había descubierto<br />
al ver ese reflejo entre los árboles.<br />
No quiso pensar, como no había querido pensar al despertarse,<br />
de qué se trataba. El perro soltaba un leve, cariñoso quejido.<br />
El hombre le habló; bajito, casi por señas, habló al animal.<br />
Cuando dio el otro paso ya no necesitó mirarlo para saber que<br />
el perro quedaba ahí, detrás suyo, atento, con las orejas paradas<br />
pero quieto, aplastado al suelo mojado por el rocío.<br />
Lo sorprendió la blancura que rodeaba la casa, la claridad.<br />
Pri<strong>me</strong>ro pensó que la luna se había destapado, pero no hacía<br />
falta levantar los ojos para saber que la luna seguía igual, en el<br />
centro, clavada y enor<strong>me</strong>, como desde toda la noche. Era la casa<br />
blanca, las paredes blancas y peladas —separadas de la línea de<br />
árboles por esa otra línea de muñones de árboles cortados dos o<br />
tres años atrás, muñones unifor<strong>me</strong>s y fantasmales, parejos en la<br />
noche que abolía la complicada arquitectura de sus raíces—, era<br />
la casa chata y blanca la que se alumbraba a sí misma.<br />
Dio otro paso. Dejó resbalar la vista a lo largo de las paredes,<br />
y a lo ancho. Tanteaba con los ojos desde los treinta <strong>me</strong>tros<br />
que lo separaban de la casa. Al principio no vio nada: la<br />
sombra de una rama, la sombra de los pinos más altos inscriptos<br />
por la luna en los ladrillos encalados. Después —y tal vez<br />
no vio, sintió—, una sombra, que no estaba confor<strong>me</strong> con<br />
todo el conjunto, un bulto inmóvil junto a la ventana. Se tocó<br />
el revólver, que llevaba como todos llevaban el cuchillo, atrás<br />
y a la derecha. La sombra se movió un poco y entonces vio la<br />
cabeza del mulato.<br />
Se le fue de atrás, vigilándolo. El mulato estaba casi en cuclillas,<br />
cerca de la ventana. La ventana —ahora lo advertía— de la<br />
hija del patrón. El negro estaba ahí, como una estatua; habría<br />
permanecido en la oscuridad, hasta que le dieran confianza el<br />
silencio, la paciencia inmutable de esa misma luna que ahora lo<br />
recortaba tranquilo, ignorante de que alguien —ese hombre,<br />
justo ese hombre— lo veía espiar a la muchacha. La muchacha<br />
dormiría destapada, confiando ella también, ahí nomás, a un<br />
paso del negro asomado a la ventana abierta. El hombre que había<br />
sido despertado por el chajá pisó fuerte y la casa se acercó a él<br />
y el mulato, la cara del mulato también.<br />
Domingo 16<br />
(más tarde)<br />
El sol bajaba cuando llegaron los indios Moinacos; venían<br />
en fila, trayendo todas sus pertenencias y su familia. Desde la<br />
barranca del puesto los vi venir en dirección al río; avanzaban<br />
en silencio y las mujeres, ondulantes, <strong>me</strong>cían en la cabeza las<br />
cestas de mandioca. <strong>Yo</strong> miraba, callado, fumando, el grupo<br />
alargado que reptaba hacia el agua; el sol quería vivir, aún, en<br />
el destello cobrizo de los cuerpos que e<strong>me</strong>rgían de la selva, en<br />
las caderas tirantes de las indias más jóvenes. Había algo oculto,<br />
sin embargo, en esa lenta, rítmica marcha: venían encerrados<br />
en sí mismos, adelantándose al ceremonial de los muertos.<br />
En eso pensaba cuando <strong>me</strong> sorprendió una voz.<br />
“Traen a sus muertos a cuestas”, dijo Domingo, a mis espaldas,<br />
y fue como si lo hubiese dicho yo mismo. Él fumaba;<br />
su diente de oro, más que su mano, señalaba los cestos que<br />
subían y bajaban en la cabeza de las indias.<br />
“El bejuí —dijo—, lo hacen con mandioca y hace caminar<br />
días.”<br />
“¿Comida?”, pregunté. “Bejuí —insistió, pero asentía con<br />
la cabeza—, bejuí. Si lo hubiéramos tenido, él no se hubiese<br />
quedado allá.”<br />
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