Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum- brado a ...
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luna golpeaba despacio, que la luna modelaba en cortos latidos.<br />
El negro lo miraba. Se vio a sí mismo en los ojos del negro,<br />
por los ojos del negro; se vio la crecida barba ceniza, el<br />
color arenoso de las <strong>me</strong>jillas, las venas tensas que le endurecían<br />
la mano del revólver. Va a saltar, pensó, y voy a tener que<br />
matarlo. El negro habló, y fue como si saltara.<br />
—Dejá el chiche, Inglés —dijo.<br />
La voz: dura como un golpe, susurrante como un cuchillo.<br />
El tero volvió a gritar y un poco de viento silbó en los árboles.<br />
No temió que hubiesen escuchado al mulato; su voz se agregó<br />
al silencio como los pájaros o el viento. La hoja de la ventana<br />
se fue cerrando, con un chirrido suave. Más allá dormía la<br />
niña que el mulato había estado espiando. Él sabía eso: espiando,<br />
nada más que espiando. La hoja terminó de cerrarse,<br />
ya sin ruido. Entonces vio la luna baja, reflejada en el vidrio, y<br />
presintió el amanecer total. Pensó que el galpón ya se quebraba<br />
con el ruido de los peones y supo que tenía que terminar<br />
rápido. Ya no veía al negro, aunque le vigilara cada movimiento.<br />
Ya estaba mirando el cuerpo derrumbado, la cara del<br />
patrón despertado por el tiro; oía su propia voz, explicando.<br />
Miró el mango del cuchillo del negro, de barato plomo la<strong>brado</strong>.<br />
El negro miraba nada más que el revólver.<br />
—Dejá el chiche, che Jarrin —dijo.<br />
Sintió la fuerza, la dureza de ese cuerpo agachado.<br />
—No, negro —dijo.<br />
Y tal vez supo que debía agregar algo más: para él mismo,<br />
para el negro, que nunca abriría la boca.<br />
—Harrington —dijo—, negro sucio. Repetí bien eso: Harring-ton.<br />
Y adelantó la mano y no quiso ver la cara del negro, que se<br />
estaba ablandando, desarmado por la sorpresa. Como de lejos,<br />
oyó ese susurro tímido, algo temblón.<br />
—Ta bien, che inglés, Ja-rrin-ton.<br />
El tero gritó. Vio la luna en la mitad de la ventana; supo<br />
que, detrás suyo, la luna ya rozaba los árboles. Apretó el gatillo<br />
despacio, hasta llegar a esa zanja, a ese punto inter<strong>me</strong>dio<br />
donde hay que contener la respiración. Después vendrían to-<br />
das las otras caras, todos los otros ruidos. Se acordó, brusca<strong>me</strong>nte,<br />
de algo.<br />
—Tirá el cuchillo —le dijo.<br />
El negro se palpó el costado, manoteó lenta<strong>me</strong>nte el mango,<br />
y cuando iba a tirarlo al piso le leyó la cara.<br />
—Jarrinton —dijo, apurado, jadeante—, Jarrinton, che inglés,<br />
Jarrinton.<br />
El hombre que había sido despertado por el chajá habló<br />
casi al mismo tiempo que el percutor golpeaba.<br />
—Eso —dijo—, Tomás Harrington, para que te acuerdés.<br />
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Y la:<br />
VIDA DE SANTOS SESMEAO<br />
Llegó pri<strong>me</strong>ra<strong>me</strong>nte a Ranchos, con una mujer llamada Felisa<br />
y con un hijo y una hija. Felisa era curandera. Vivían en un<br />
rancho de adobe frente a la quinta en esa época del finado Ramos.<br />
El negro parado en la puerta de su rancho ponía a sus costados<br />
una lata de querosén y le tiraba una bala a una y otra para<br />
ensayarse y tomar certeza. En el año 1922, cuando todavía no<br />
era policía tenía ciertas diferencias con los Páez que no llegaron<br />
a conocerse, éstos lo a<strong>me</strong>nazaron de muerte. En la estación Alegre<br />
el negro se tiroteó con Páez, éste descargó el revólver pero<br />
no lo pudo herir pues el negro era muy ágil y saltaba como un<br />
elástico. El negro le dijo “ahora <strong>me</strong> toca a mí y con ésta te<br />
mato”, le tiró un solo tiro pues tenía las balas tajeadas en la punta<br />
en 4 o 6 cascos de manera que al penetrar en las carnes ya<br />
envenenaban. Páez murió tiempo después por esta razón.<br />
Tiempo después con Poliya Díaz que también andaba mal<br />
y le había dicho que cierto día se las iba a ver con él. Pero el<br />
negro dijo que él sólo lo peleaba con la chancleta. Cierto día<br />
al salir del boliche de Re se encontró con Díaz y tuvieron unas<br />
palabras. Díaz le dijo al negro que así lo quería ver y sacó el<br />
revólver y cada tiro que tiraba el negro le pegaba un chancletazo<br />
por la cabeza.