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Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum- brado a ...

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campo, a veces por esperar las cartas que venían en el vagón de<br />

Villalonga, y a veces por puro gusto de ir, para ver qué gente<br />

pasaba, qué forastero ponía el pie en Villanueva. Cuando vimos<br />

la polvareda de la curva creímos que era el tren y nos extrañó<br />

que el ruido no se adelantara, como siempre, en el<br />

temblor de las vías. Pero dobló, el polvo; se alejó un poco de la<br />

línea de las vías y vino por el camino, el montón de polvo. Nos<br />

quedamos mirando y a los quince, a los veinte minutos, cuando<br />

faltaban unas dos cuadras, con tener buena vista uno podía<br />

saber quién era el que venía en el forcito, a los tirones y derecho<br />

como quien monta un reservado duro de boca. Los que no<br />

lo habían visto antes, los que no se lo acordaban fueron los<br />

pri<strong>me</strong>ros en reírse; porque antes, para quienes lo conocíamos,<br />

vino la sorpresa. Entre el polvo, el forcito venía a los empujones,<br />

igual que el carrito del loco Fuentes, aquel hijo de la<br />

Baguala que mataron en el cincuentaicinco, acuerdensé. El sol<br />

le pegaba en los paragolpes y lo hacía brillar entre la tierra. El<br />

vidrio de adelante venía levantado y atrás venía Carneiro. No<br />

mirabas por el vidrio; desde ese día, mientras tuviste el forcito,<br />

te vimos manejar con la cabeza al costado del vidrio, asomándote<br />

para mirar. Por eso nunca tuviste que limpiar el<br />

vidrio delantero, negro bruto. Sacabas la cabeza como una<br />

tortuga ladeada, y ahí dabas más risa que nunca, Carneiro. No<br />

paró, a pesar de que le hicimos una fila a los costados del camino.<br />

El forcito enfiló por entre nosotros y ahí estaba Kincón,<br />

ahí estabas, tan duro, tan callado como siempre, como si<br />

vinieras hablando con el motor. <strong>Yo</strong> estaba al final de la fila y<br />

<strong>me</strong> vio. Traía pasajeros y los trapos, dele volarse al viento.<br />

Una jaula, cajas de zapatos, una <strong>me</strong>sa de luz atada en el último<br />

asiento, y sobre la <strong>me</strong>sa de luz iban sentados dos negritos que<br />

hubieran podido ser sus hijos, y que pasaron por sus hijos para<br />

los que no sabían. Chiquitos, una sola mota y un solo color a<br />

tierra parda, a negro de auto gastado; chiquitos, como una<br />

miniatura del que manejaba, de Carneiro; derechitos y con<br />

miedo de caerse, como él. Uno, el más vivo, tenía un cepillo<br />

de piso agarrado por la parte de abajo, al revés, y hacía como<br />

que manejaba; era igual a Carneiro, su más perfecta caricatu-<br />

ra. Adelante, más suelta, a lo reina, una mujer que también<br />

pudimos pensar brasilera. Era uruguaya, y no zamba sino mulata,<br />

después lo supimos; pero los cuatro brillaban igual, con<br />

ese brillo que ya le habíamos visto a este <strong>Bentos</strong> <strong>Márquez</strong> Ses<strong>me</strong>ao<br />

en las cosechas, cuando le pegaba con todo el sol. <strong>Yo</strong><br />

estaba al final de la fila y <strong>me</strong> saludaste. Adiós Don Barrios,<br />

<strong>me</strong> dijiste. Barri, te dije. Barri. Pero ya no escuchabas. Tenías<br />

puesto el unifor<strong>me</strong> y parecía que te hubiesen lustrado las tiras<br />

de cabo. Aceleraste y el Ford a bigotes pegó un salto; uno de<br />

los chicos alcanzó a manotear la jaula, que se caía. Pero los<br />

que te conocíamos ya recordábamos que habías entrado en la<br />

policía de Ranchos, y todo lo que habías hecho. Porque para<br />

algo todos estos pueblos son un solo pueblo y para algo vos<br />

eras el único negro legítimo que teníamos por estos lados.<br />

Sábado 15<br />

Temprano salimos de Aragarsas y a las 9.30 llegamos al<br />

puesto Leonardo. Muchos indios nos estaban esperando; se<br />

adelantaron, efusivos, al reconocer a los doctores Noel y Sander.<br />

Pensé que el viaje, así, iba a ser fácil, como una larga<br />

fiesta entre altos árboles y todos los indios del Alto Xingú esperándonos<br />

a lo largo de los ríos para darnos la bienvenida.<br />

Pero cuando se lo dije, por la noche, al doctor Noel, él se limitó<br />

a hacer un gesto con los labios y, como atajándo<strong>me</strong>, adelantó<br />

una mano. “Cosas veredes, Sancho”, <strong>me</strong> dijo.<br />

(más tarde)<br />

Después de asombrarse a cada rato en esta vasta catedral de<br />

verdes, que suenan como si un solo pájaro, un solo animal poderoso<br />

los alentara desde el fondo con un único y parejo grito,<br />

decidí organizar mi trabajo. Dejé la carpeta preparada, los lápices.<br />

Lo malo es no haber traído colores, toda clase de colores<br />

para probar<strong>me</strong> en la imitación (apenas en la imitación) de<br />

los azules siniestros, de los amarillos que el sol inventa contra<br />

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