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Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum- brado a ...

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Por la noche, en el barranco, mientras se contaban historias,<br />

antiguas e impresionantes historias del mato, Domingo<br />

se escudaba tras el humo y parecía sonreír. Pero todo el tiempo<br />

rehuyó mi mirada.<br />

Tenía el revólver en la mano y segura<strong>me</strong>nte fue lo pri<strong>me</strong>ro<br />

que vio el mulato. No hablaron. La luna estallaba en la cara<br />

del mulato, en los ojos chiquitos y la boca ancha del mulato.<br />

Los separaba un tronco mutilado; el negro, agachado, tenía la<br />

misma altura del tronco. Lo veía, desde arriba, y recordaba<br />

que el mulato había caído una tarde, buscando trabajo; dijo<br />

que venía del Uruguay y que le habían dicho que si se iba derecho<br />

a la estancia, iban a tomarlo. Pri<strong>me</strong>ro había andado en<br />

la cosecha; el patrón ya recelaba de estos hombres, y solía decir<br />

a los de su confianza que los vigilaran. De eso se acordaba.<br />

El tero gritó tres veces, ahora. El negro se movió y entonces<br />

él dijo<br />

—quieto, quieto, negro<br />

y al negro le crecieron los ojos. El revólver le daba la seguridad<br />

y la dureza con que podía usar las palabras y hasta el<br />

tiempo. Podía hacer que el mulato se estuviera ahí, como el<br />

perro: callado y obedeciendo. Los ojos oscuros brillaron y por<br />

un mo<strong>me</strong>nto el hombre que había sido despertado por el chajá<br />

pensó que era eso lo que había visto brillar, desde lejos.<br />

Pero entonces el negro movió apenas la mano y él tuvo que<br />

decir<br />

—te dije quieto<br />

otra vez, cortante, porque había visto otra vez el reflejo de<br />

la luna pegando en la corta hoja de la faca que asomaba, desnuda<br />

como siempre, en la cintura del mulato.<br />

Lunes 17<br />

Había decidido trabajar. Por la mañana <strong>me</strong> bañé en el río,<br />

como los indios, desnudo, pero recordé que al <strong>me</strong>diodía sólo<br />

iba a quedar arroz, porque seguían llegando indios para el<br />

Kuarup. Pensé pescar entre trazo y trazo, en la canoa. El hermano<br />

de Orlando <strong>me</strong> consiguió un remo de los Moinacos y<br />

<strong>me</strong> aconsejó que tomara una canoa liviana, al borde del río. La<br />

vi en la otra orilla y pensé cruzar nadando. Sentí una mano en<br />

el hombro, era Domingo. “La sucurí —<strong>me</strong> dijo—, la vieron<br />

pasar.”<br />

Creo que si <strong>me</strong> lo hubiese dicho otro, no habría vacilado en<br />

cruzar, pensando que si la habían visto pasar ya no estaba por<br />

los alrededores. Pero, en boca de Domingo, esa simple palabra<br />

de tres sílabas tomaba un matiz, una calidez extraña, una<br />

cualidad pegajosa que parecía venir del mismo mulato. De la<br />

<strong>me</strong>moria barrosa del mulato.<br />

La vi a las once. Había tomado una canoa, más grande, larga<br />

y pesada; intentaba, vana<strong>me</strong>nte, pescar. En el silencio, creo<br />

que empecé a sentir su presencia antes de verla. Estaba como<br />

anclado a propósito en la punta de un islote infor<strong>me</strong>, del que<br />

nacía un árbol retorcido; desde las orillas llegaba ese continuo<br />

canto del mato, esa lerda letanía. Salió casi al pie del bote, casi<br />

entre las ramas del árbol; una princesa extraña, venenosa, navegando<br />

a flor de agua. Algo <strong>me</strong> inmovilizó; un miedo<br />

enor<strong>me</strong>, tal vez. Pero más que el miedo fue el recuerdo del<br />

mulato, nombrándola. Viendo el cuerpo aceitoso deslizarse al<br />

alcance de mi mano, mientras la sangre <strong>me</strong> volvía a <strong>me</strong>dida<br />

que el largo, interminable cuerpo se iba yendo, entendí; desde<br />

ese mo<strong>me</strong>nto, cada vez que nombrara la serpiente del agua,<br />

mis labios tendrían la misma entonación caliente, viscosa, del<br />

mulato Domingo. Ahora yo también había visto a la sucurí.<br />

El negro lo miraba. Sintió los ojos del negro clavados en su<br />

cara y fue como antes, cuando el viento del mar y el sol del<br />

mar recién empezaban a castigarle la piel, a endurecérsela; fue<br />

algo que había que aguantar. Por un instante el mulato agazapado,<br />

quieto, con esa quietud acerada de los elásticos o de los<br />

tigres, le dio miedo. Le veía brillar los ojos; intuyó algo animal,<br />

más allá, más adentro de ese brillo y de esa piel que la<br />

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