13.05.2013 Views

Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum- brado a ...

Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum- brado a ...

Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum- brado a ...

SHOW MORE
SHOW LESS

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

después de hacerse famoso en Alegre llegó a Ranchos. <strong>Yo</strong> no<br />

voy a interferir con mis conocimientos la cronología que le<br />

dan a Carneiro en Ranchos, se ajuste o no a la verdadera historia.<br />

Porque la verdad no tiene nada que ver con la cronología;<br />

se ali<strong>me</strong>nta, se crea en la imaginación de la gente, se<br />

deforma hasta hacerse más verdad en las palabras de los que<br />

quedan. Kincón no dejó docu<strong>me</strong>ntada su vida; Ranchos hubiese<br />

perdido algo —todos hubiésemos perdido algo— si alguien<br />

hubiese organizado, con rigor, la vida del Negro. Dar<br />

precisiones es un modo de <strong>me</strong>ntir, un modo de pelear contra<br />

aquello que terminará por ser cierto, de cualquier manera. Y si<br />

Ganduglia dice que el Negro llegó a Ranchos en 1917, tiene<br />

tal vez más <strong>me</strong>moria que los otros, pero no más razón. Porque<br />

algunos (yo mismo, alguna vez, en una charla en el hotel,<br />

creo) sitúan una de sus <strong>me</strong>jores apariciones allá por el 20, en<br />

la estación de Alegre. Nosotros, por supuesto, creíamos conocerlo<br />

desde que vino.<br />

Alegre, lo dije alguna vez (y permíta<strong>me</strong> el papel ciertas<br />

blasfemias, ahora que soy viejo y puedo perderle un poco el<br />

respeto), es la estación más triste que vi en mi puta vida. Dos<br />

casas o tres bordeaban la estación de ese tiempo; el campo la<br />

hacía irreal, inexistente. Un boliche, el galpón ferroviario, los<br />

alam<strong>brado</strong>s contra el cielo. Lindo escenario para la presentación<br />

de Carneiro en sociedad.<br />

Quiero, ahora, recordar al amigo Clavijo. Hablamos largo,<br />

una tarde, en la trastienda de la comisaría de Ranchos. Voy a<br />

decir la verdad, porque tal vez estos cuadernos sirvan alguna<br />

vez para algo. Fue el año pasado; hacía dos años que Kincón<br />

había muerto. Fui, quizás, a buscar una versión distinta en<br />

Ranchos. Ahora lo admito. Ranchos, dicen, es el pri<strong>me</strong>r pueblo<br />

de la provincia de Buenos Aires, el pri<strong>me</strong>r fortín de avanzada<br />

para detener a los indios, o —más bien— para ir contra<br />

ellos. Ahí quedó, con mangrullo y todo, el fortín; Kincón sabía<br />

nombrarlo, cuando hablaba de Miranda, poco antes de<br />

que pelearan. Ahí nomás, cerca de ese terreno que él le había<br />

ganado al camino (que, según él, le había dejado Don Tomás),<br />

estaban los restos de otro mangrullo <strong>me</strong>nos histórico,<br />

casi contra la orilla del Salado. Él se sabía la historia del bichero<br />

desde chiquito, desde que Don Tomás lo trajo; y a veces<br />

hablaba de reconstruirlo, porque si no los brutos como Miranda,<br />

que no saben nada de historia, lo van a terminar de<br />

romper, decía el Negro, como al de Ranchos, que tuvieron<br />

que convertirlo en museo para que no lo rompieran. Bueno; y<br />

de esa pasión de los ranchenses por la historia, nació como<br />

una tradición vecinal; todo, en Ranchos, era digno de figurar<br />

en un museo. Tenían por allá (tienen) a uno de los pocos buenos<br />

sogueros que van quedando en la provincia, un tal Rodríguez;<br />

y en él, que ya se iba quedando sin trabajo, vieron como<br />

una reliquia del pasado. Así que lo becaron; le encargaron, sin<br />

apuro, los aperos de los caballos de cera y los tiradores de los<br />

hombres de cera que habían ido colocando en el museo: caballos<br />

de ancas sinuosas, gauchos amarillos que parecen salir de<br />

un hospital para tuberculosos, representaciones de mateadas<br />

en las que el fuego fue simulado con esos troncos de yeso que<br />

traen ahora las estufas de gas. Pero el hombre se lo <strong>me</strong>rece;<br />

trabaja los tientos como si fueran hilos de coser.<br />

He sido hombre de pueblo, pero tanta vecindad folklórica<br />

lo acorrala, a uno; así que, despacio, <strong>me</strong> fui habituando a tener<br />

un caballito, en el fondo de casa, a salir de vez en cuando un<br />

domingo, a echarle encima un apero de lujo, pero discreto.<br />

Muerto el caballo (un zaino manso, casi de vejez), <strong>me</strong> di a<br />

colgar los tientos; ahí quedaron, adornando el vestíbulo, un<br />

bozal trenzado, un freno, una manea con botones de ocho que<br />

era una joya. La manea, justa<strong>me</strong>nte, <strong>me</strong> la había regalado<br />

Kincón, tenía su historia. Alguien le perdió uno de los botones,<br />

un día. El trabajo era de Rufino Mena, un soguero que<br />

supo ser capataz de La Corona hasta que se sacó la lotería y<br />

compró una quinta cerca del pueblo. Lo fui a ver; <strong>me</strong> recibió<br />

en el corredor (flanqueado por unos cuadritos de cerámica, en<br />

relieve marrón, que se acuerdan de ilustrar mala<strong>me</strong>nte algunos<br />

versos del Martín Fierro), tomamos mate, <strong>me</strong> mostró algunas<br />

pavadas que estaba haciendo (trenzas simples, de cuatro<br />

lazos, de adorno, maneítas para usar de llavero), <strong>me</strong> dijo que<br />

él ya no estaba para hacer esos botones, que las manos no le<br />

24 25

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!