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Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum- brado a ...

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Porque mi terreno es de este lado, donde era el camino vecinal<br />

y era de la misma estancia. Después hicieron el camino y el<br />

gobierno le compró la parte a los de San Manuel, así que El<br />

Negrete se agrandó en lo que era, claro que los ingleses no<br />

tocaron nada y así parece de ancho el camino a lo largo, nada<br />

más que con alambre en el pedacito que <strong>me</strong> dejó Don Tomás,<br />

justo acá en la punta y cerca del pueblo, que hasta eso pensó.<br />

Y habría que sacar la cuenta de cuánto terreno se pierde así,<br />

que serían treinta <strong>me</strong>tros de ancho por todo lo largo que hay<br />

desde el Manantiales hasta más allá de la tranquera de entrada,<br />

con curvas y todo el camino, como más de cuatro leguas.<br />

Una punta de plata, digo yo. Esas cosas se las podría decir a<br />

Don Tomás pero no a éstos de ahora, que apenas para no quedar<br />

mal con el pueblo ni nadie <strong>me</strong> dejaron venir<strong>me</strong> al terreno<br />

este. Me dejaron por cumplir con el testa<strong>me</strong>nto de Don Tomás,<br />

que <strong>me</strong> trajo del Brasil y que se acordó de mí siempre y<br />

hasta el último mo<strong>me</strong>nto y hasta escribió de mí y de cómo <strong>me</strong><br />

encontró y todo en esos papeles que <strong>me</strong> dejó con algunos dibujos.<br />

Pobre Don Tomás.<br />

La fecha es borrosa; ha sido tachada. Nunca sabré por qué<br />

taché esa fecha. De cualquier modo sería fácil averiguarla, revisando<br />

mi diario. Ha saltado así, como al descuido, entre otras<br />

fotografías y postales —y algunos de aquellos esbozos a lápiz<br />

que hice en aquel viaje, cuando todavía pensaba que podía pintar<br />

o siquiera dibujar el Mato Grosso— mientras ordenaba mis<br />

papeles. El tiempo, esa sustancia amarilla, ha caído sobre las<br />

viejas fotos más para conservarlas que para perderlas. En ésta<br />

—que ahora está ahí, apoyada en el cenicero, mientras escribo—,<br />

esa pátina triste es más rabiosa, tiene un brillo inquietante.<br />

Se la puede mirar larga<strong>me</strong>nte, acercarla, alejarla. La vieja<br />

máquina de cajón (su recuerdo) resucita entonces, con todas sus<br />

imperfecciones de luz y sombra, con todo el juego de su lente<br />

inexacta. Es como si la máquina hubiese creado por su cuenta<br />

una narración caprichosa que puede ordenar los hechos, o<br />

desordenarlos, o borrarlos definitiva<strong>me</strong>nte.<br />

Ahí está el hombre. Hay que forzar la vista para reconocerlo.<br />

Lo pri<strong>me</strong>ro que se ve: árboles, el río. Hay viento, en la<br />

foto. Abajo, en pri<strong>me</strong>r plano, se doblan unas hojas largas, que<br />

parecen de maíz. En la zona de sombra, las hojas arrancan<br />

hacia el cielo, muy duras, y sólo una que otra, más ancha, se<br />

inclina y se entre<strong>me</strong>zcla y parece rebotar en las demás. Toda<br />

la foto es calma, apacible. Pero hay un cierto desorden, algo<br />

subterráneo. Si uno sabe tomarse su tiempo, para mirarla,<br />

todo es un enloquecido baile de ramas, como un maizal alentando<br />

un gran fuego.<br />

Esas hojas, las que se inclinan en la sombra, adelantan el<br />

caos que nace en la zona de luz, donde el sol se derrumba,<br />

explota. Una rama corta la espalda de un hombrecito de casco<br />

blanco; los hombres están lejos del lugar desde donde alguien<br />

(un guía, tal vez) manejaba la cámara, mi cámara. Después<br />

una playa: arena, barro. Casi en la línea del hombre de blanco,<br />

otro, desnudo; hay que mirar con una lupa para advertir que<br />

es un indio y toma agua de un cuenco de madera, junto a unos<br />

bultos. Hay algunos hombres cerca de otros equipajes. Del<br />

otro lado, la orilla y los árboles. En el <strong>me</strong>dio, el río entra ancho<br />

y manso por un costado y refleja las orillas y el cielo blanco.<br />

El río va tranquilo, pero más allá, en el <strong>me</strong>dio, desde una<br />

especie de islote barroso brota, intrincado, un árbol extraño.<br />

Es como un montón de ramas altas, anudadas con desesperación.<br />

Nuestro hombre está parado en un bote, solo; tiene las<br />

manos en la cintura y mira, pensativo, el agua.<br />

Estoy ahí. Con un esfuerzo podría recordar cada nombre,<br />

cada bulto. De esa foto podría arrancar toda la historia de mi<br />

viaje. Tal vez esta foto sea más real que mi propio diario, ya<br />

que <strong>Bentos</strong> es más real que todos los recuerdos que pude traer<br />

de la selva. Pero nunca sabré por qué sigo mirando, pensativo,<br />

el agua.<br />

—y ahora ya casi no sé más nada, negrito; ya no te puedo<br />

seguir el rastro. A no ser que empiece por el principio del<br />

principio, que es lo que todos sabemos: cómo te trajo Don<br />

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