Empresarialmente OCTUBRE 2012
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HISTÓRICAMENTE<br />
El dolor de su herida palideció ante la pena que sufrió al<br />
imaginar el cuerpo de Máximo atravesado por las balas<br />
de la dictadura. La joven mujer enloquecía de la rabia, el<br />
desconsuelo y la decepción. Puebla entera los había abandonado.<br />
El esfuerzo de más de dos años estaba por extinguirse<br />
a manos de los esbirros del gobernador. Ya era tarde<br />
para revertir el resultado del combate, incluso si en ese<br />
momento se hubieran aparecido otros rebeldes. Carmen<br />
observó a su hermano Aquiles disparando por la ventana.<br />
No había descansado un sólo momento desde el disparo<br />
que acabó con la vida de su rival Miguel Cabrera. Más aún,<br />
desde que se entregó, en cuerpo y alma a las ideas de libertad<br />
y justicia.<br />
Dispuesta a combatir hasta el fin, Carmen empuñó nuevamente<br />
la carabina y arremetió contra los pelones. Su enojo<br />
era su mejor impulso para no cejar un instante. Parecía<br />
buscar la muerte. Se acercó a Aquiles y sin dejar de disparar<br />
le dijo: “Ya Máximo acabó... Los federales están en<br />
la azotea”. Sólo en ese momento, Aquiles dejó de disparar.<br />
Su rostro se llenó de tristeza y desesperanza. Por primera<br />
vez se veía abatido. Con cuidado, tomó su carabina entre<br />
las dos manos, se acercó a un rincón de aquella habitación<br />
que había servido de bastión y depositó su arma.<br />
Los soldados se acercaban. La mayoría había dejado de disparar<br />
al no escuchar respuesta de los sublevados. Carmen<br />
tampoco disparaba, al pendiente de lo que hacía Aquiles.<br />
Volteó hacia la calle y vio a los rurales acercarse, sabía que<br />
todavía podía matar a varios más, a todos si era necesario.<br />
Así se lo hizo saber a Aquiles.<br />
Desconsolado, éste le preguntó:<br />
-“¿Ves algún jefe con ellos?”<br />
-“No, están solos”, le respondió desconcertada su hermana.<br />
-“Pues bien, esos hombres tienen madres, esposas, hijos o<br />
hermanas. Si yo supiera que con su muerte triunfaríamos,<br />
los mataría a todos, pero de cualquier forma estamos perdidos.<br />
Me voy a esconder y saldré cuando se organicen a la<br />
noche los nuestros”.<br />
A Carmen le costó mucho trabajo comprender lo que estaba<br />
escuchando. Se volvió hacia la ventana y comenzó a<br />
disparar otra vez. Veía de reojo, como Aquiles se acercaba<br />
a su madre y la abrazaba. El escritor Rómulo Velasco en su<br />
libro Aquiles Serdán, asegura que le dijo: “¡Lo que siento,<br />
es haber sacrificado a hombres de tanto valor por un pueblo<br />
tan desgraciado y cobarde!” Lentamente y con ternura,<br />
abrazó después a su esposa. Nadie lo quería pensar en ese<br />
momento, pero todos sabían que era una despedida quizá<br />
definitiva. Carmen alcanzó a decirle: -“Hermano, es mejor<br />
morir en el combate...”<br />
Aquiles se negó. Consideró que si lograba escapar en los<br />
días siguientes podría reorganizar la revolución en el estado<br />
de tal forma que la muerte de su hermano y del resto<br />
de sus correligionarios no fuese en vano. También había<br />
una posibilidad de que las mujeres de la casa salvaran la<br />
vida, incluyendo Carmen, si la refriega terminaba ya. Aquiles<br />
tomó su revolver, guardó varios cartuchos y se dispuso<br />
a esconderse.<br />
Para cuando Aquiles se retiró de su trinchera en aquella<br />
habitación, el tiempo de la batalla se había agotado. Car-<br />
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men continuaba en pie de guerra en parte para cubrir a<br />
su hermano pero también para tratar de desahogar su<br />
furia. No se quería detener, no estaba lista para entregar<br />
el arma. Pero Filomena del Valle, su cuñada, la jaló de<br />
la falda. En ese momento se detuvo y se dio cuenta que<br />
todo había terminado. Los federales estaban ocupando<br />
la casa. No tardaron mucho en tirar a culatazos el zaguán<br />
de la casa. Al ingresar al patio, algunos soldados<br />
dispararon por precaución. El ruido de la fusilería que<br />
había estremecido a la ciudad de Puebla durante casi<br />
cuatro horas era sustituido por los gritos de algarabía de<br />
los vencedores.<br />
El panorama era desolador. Los muros, las ventanas, los<br />
techos estaban destruidos casi por completos. La azotea<br />
y las calles estaban teñidas de rojo. Los muertos<br />
de ambos bandos mostraban la crudeza del combate.<br />
Dieciséis personas se habían enfrentado a cerca de mil<br />
soldados. Decenas de federales cayeron muertos con<br />
las primeras balas disparadas en la revolución.<br />
Para cuando Joaquín Pita entró en la casa, Carmen, su<br />
madre y su cuñada estaban juntas en una recámara.<br />
Natalia Serdán viuda de Sevilla, había logrado escaparse<br />
con sus hijos por uno de los boquetes abierto durante<br />
la batalla. Al encontrarlas, Pita las miró por un instante.<br />
Las tres mostraban rastros de sangre y tierra, el cabello<br />
alborotado y sucio. Sus rostros no reflejaban temor ni<br />
mucho menos, tal vez encontró un poco de rencor y<br />
orgullo en sus miradas.<br />
Pero buscaba a alguien más, y tras pedirle a sus hombres<br />
que bajaran las armas, preguntó por Aquiles:<br />
“¿Dónde está? Yo no asesino a los vencidos... Díganle que<br />
venga...” Las mujeres guardaron silencio un momento y<br />
luego respondieron que desconocían su paradero. Pita<br />
no les creyó. Ordenó a sus hombres que buscaran entre<br />
los cadáveres el de Aquiles Serdán. Luego de remover<br />
los cuerpos sin vida, regresaron para informarle que<br />
entre los muertos no se hallaba el del cabecilla poblano.<br />
Joaquín Pita sospechaba que Aquiles se encontraba cerca.<br />
No habría dejado a su familia sola, luchando contra<br />
el ejército federal mientras escapaba. Si estuviera<br />
muerto, lo habrían encontrado entre la pila que ahora<br />
formaban los cuerpos de los revolucionarios. Se había<br />
escondido, sin duda, en algún lugar de la casa o en los<br />
alrededores, pero no podría llegar muy lejos. Pita no<br />
estaba dispuesto a permitirlo. Olvidando el tono cortés,<br />
ordenó a sus gendarmes que llevaran a las mujeres a<br />
la cárcel, empujando fuertemente a Filomena que casi<br />
cae al suelo.<br />
Las tres mujeres fueron trasladadas a la Penitenciaría.<br />
Al llegar, doña Carmen Alatriste y Filomena del Valle<br />
fueron llevadas directamente a una de las celdas. Carmen<br />
Serdán, en cambio, fue conducida a la Sección Médica.<br />
Casi había olvidado la herida de bala que había<br />
formado una gran mancha de un color negruzco desagradable<br />
en el vestido. La trataron de curar pero Carmen<br />
no lo permitió. Con el mismo orgullo con el que su<br />
abuela había decidido no aceptar la pensión que tantos<br />
años atrás le ofreciera Maximiliano, estableció el fin de<br />
la discusión al señalar que se “curaría con saliva”. Estaba<br />
malherida y ella lo sabía, pero no estaba dispuesta a<br />
aceptar nada de aquella gente. No probó bocado en los<br />
siguientes tres días.